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En la carta VII 27 de Plinio el Joven está lo que para algunos es el primer relato de fantasmas conocido, uno con todos los elementos canónicos del género, tal y como los conocemos hoy. No es que antes no hubiesen relatos acerca de los muertos y del mundo del más allá. Recordemos que en el canto XI de la Odisea el rey de Ítaca baja a los infiernos, la Mansión de Hades, para preguntar a los muertos el camino de retorno a casa. Odiseo no solo consigue hablar con Tiresias, el adivino que sabe el pasado y el futuro, sino también con sus amigos muertos, e incluso con su madre, a la que en vano intenta abrazar. Lo propio hará también Eneas en el libro VI de la Eneida. Sin embargo, el relato de Plinio es diferente. Está coloreado con un tono sobrenatural del que carece la descripción homérica del infierno. Su fantasma no es ya la sombra de un héroe, sino es un alma que pena entre los vivos porque no ha tenido las correspondientes exequias.
En su carta, Plinio comienza por preguntarle a su destinatario, su amigo el político romano Lucio Licinio Sura, si cree que los fantasmas existen. Y a propósito le refiere una historia que una vez oyó acerca del historiador Quinto Curcio Rufo, a quien, siendo joven, se le apareció una misteriosa mujer en África y le predijo lo que ocurriría en su vida, todo lo cual se cumplió. Sin embargo, el caso “más terrorífico y no menos admirable” es el de la leyenda de una casa embrujada que había en Atenas. La casa, aunque “espaciosa y profunda”, estaba en completo deterioro y se mantenía misteriosamente deshabitada. Decían que por las noches se escuchaba “el estrépito de unas cadenas”, y que aparecía la imagen de un viejo, “un anciano consumido por la flacura y la podredumbre, de larga barba y cabello erizado; llevaba grilletes en los pies y cadenas en las manos que agitaba y sacudía”. Desde luego, en la casa no duraban los inquilinos. A consecuencia de esto, continúa contando Plinio, “la casa quedó desierta y condenada a la soledad, abandonada completamente a merced de aquel monstruo; aún así estaba puesta a la venta, por si alguien, no enterado de tamaña calamidad, quisiera comprarla o tomarla en alquiler”.
Lo que finalmente ocurrió. Dicen que cuando el filósofo Atenodoro llegó a Atenas se enteró del precio de la casa. Puesto a averiguar la razón de que el alquiler fuera tan sospechosamente barato, se enteró de todo, lo cual, lejos de disuadirlo, le animó todavía más a alquilar la casa. Esa misma noche, continúa la narración, el filósofo pide a sus esclavos que le extiendan un lecho en la habitación del frente, le provean de una mesa, lámpara, cálamo y tablillas para escribir, y que le dejen solo, ordenándoles que se retiren a las habitaciones del fondo. La carta de Plinio describe la escena al detalle: “Al principio, como en cualquier parte, tan solo se percibe el silencio de la noche, pero después la sacudida de un hierro y el movimiento de unas cadenas: el filósofo no levanta los ojos ni tampoco deja su cálamo”. El fantasma se acerca lentamente, pero Atenodoro no interrumpe la escritura. Al fin voltea y reconoce junto a él al fantasma que le habían descrito. La escena no tiene desperdicio:
“El espectro estaba allí de pie, y con un dedo hacía una señal como llamándole. El filósofo, por su parte, le indica con la mano que espere un poco, y de nuevo se pone a trabajar con su cálamo y sus tablillas, pero el espectro hacía sonar las cadenas para atraer su atención. El filósofo vuelve la cabeza y ve al fantasma hacer la misma seña de antes. Entonces, para no hacerlo esperar más, coge la lámpara y lo sigue”.
El fantasma avanzaba lentamente como si le pesaran las cadenas. Ambos salieron al patio de la casa y allí el espectro se desvaneció sin dejar rastro. El filósofo entonces recogió unas hojas secas y marcó el lugar donde el fantasma había desaparecido. Al día siguiente volvió con unos magistrados y comenzó a cavar en el lugar, hasta encontrar el cuerpo de un anciano ya corrompido por el tiempo, sujetado con gruesas cadenas y grilletes. Los magistrados reunieron los huesos, se los llevaron y los hicieron enterrar según la costumbre, a costa del erario público. Concluye así Plinio su narración: “después de esto la casa quedó liberada de su fantasma, una vez fueron enterrados sus restos convenientemente”.
No ha pasado desapercibido a los estudiosos el hecho de que el protagonista de esta historia de terror ateniense haya sido, amén de su fantasma, un filósofo, el hombre capaz de sobreponerse al miedo irracional y comprender incluso lo sobrenatural. En ese sentido, la escena de la espera, prolijamente narrada, no es gratuita. Por lo demás, Atenodoro de Tarso, llamado también Atenodoro Cananita, fue un filósofo estoico que en efecto vivió en el primer siglo antes de Cristo. Estudió con Apolonio de Rodas y llegó a ser maestro nada menos que de Octavio, el futuro César Augusto, cuando ambos coincidieron en Apolonia de Iliria. Por el contrario, de su estadía en Atenas no se conserva más información que la curiosa historia de la carta de Plinio.
Como ha escrito Francisco García Jurado, quien además tradujo espléndidamente la carta, la historia del fantasma y el filósofo es, con todos sus elementos, “una suerte de arquetipo de todas las historias de fantasmas narradas con posterioridad hasta nuestros días”. No llegaremos a asegurar que los griegos inventaron a los fantasmas, pero sí la palabra con que los nombramos. Phántasma es, en efecto, un derivado del verbo pháinô, “aparecer”, de donde proviene también la palabra phainómenon, “fenómeno”.
Mariano Nava Contreras
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