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El 4 de febrero de 1981 salió de imprenta la primera edición de uno de los libros capitales de la literatura venezolana: El cuaderno de Blas Coll, del poeta Eugenio Montejo (1938-2008). Prodavinci conmemora esas primeras cuatro décadas con un grupo de trabajos solicitados expresamente para celebrar la impronta de ese texto inolvidable.
No creo necesario insistir en el hecho de que Eugenio Montejo (Caracas, 1938 – Valencia, Ven., 2008) es uno de los mayores poetas hispanoamericanos de la segunda mitad del siglo XX: pese a su desaparición física, estando su persona ya al margen de los medios de comunicación o los ritos de sociabilidad intelectual, su legado sigue vigente en nuestra tradición cultural. Ha dejado de ser “actual”, pero no de ser “contemporáneo”, si adoptamos las distinciones sugeridas por Giorgio Agamben en “Che cos’è il contemporaneo?” (2006).
Lo anterior se corrobora si apreciamos la sostenida pertinencia no solo de la poesía, sino de la poética de Montejo. Las líneas más memorables de su pensamiento, en efecto, suponen un “desfase” crítico como el requerido por Agamben para que podamos aceptar una auténtica contemporaneidad. Aludo a un desencanto de la versión de lo moderno exaltada por las vanguardias dominantes en la primera mitad del siglo XX; un desencanto que, en el contexto venezolano, se fortaleció con otros de índole no estética: a la desconfianza de las modernolatrías literarias que el poeta demostró desde los años sesenta, cuando hubo diversos estallidos neovanguardistas, fue sumando su descreencia en los discursos de la modernización propios de la esfera económica. Bien leídos, en numerosas oportunidades los versos de Montejo despliegan su elegante censura del optimismo desarrollista. Así pues, “Caracas”, composición de Terredad (1978) reducida por ciertas interpretaciones a conmovedora efusión de nostalgia personal, puede depararnos una inesperada veta política que apenas se ha comentado:
Tan altos son los edificios
que ya no se ve nada de mi infancia.
Perdí mi patio con sus lentas nubes
donde la luz dejó plumas de ibis,
egipcias claridades,
perdí mi nombre y el sueño de mi casa.
Rectos andamios, torre sobre torre,
nos ocultan ahora la montaña.
El ruido crece a mil motores por oído,
a mil autos por pie, todos mortales.
Los hombres corren detrás de sus voces
pero las voces van a la deriva
detrás de los taxis.
Más lejana que Tebas, Troya, Nínive
y los fragmentos de sus sueños,
Caracas, ¿dónde estuvo?
Perdí mi sombra y el tacto de sus piedras,
ya no se ve nada de mi infancia.
Puedo pasearme ahora por sus calles
a tientas, cada vez más solitario;
su espacio es real, impávido, concreto,
solo mi historia es falsa.
Elaborado a partir del antiguo tópico del ubi sunt?, el poema nos dispone a la revisión elegíaca de los estragos del tiempo en cualquier orden de la existencia, aunque obviamente el artilugio retórico tiene, además de destacar en la voz lírica un abolengo clásico, la función de vertebrar una actitud ante el aquí y el ahora. El poeta arraiga expresivamente en el pasado para enjuiciar los peores errores del presente, que, como advertimos, consisten en la destrucción de nuestra identidad cuando volamos los puentes que la comunican con nuestros ancestros. Que no se trata de un simple accidente lo prueba, para no abundar en ejemplos, otro de los poemas de Terredad, “Están demoliendo la ciudad”, cuyo título, explícito, nos ahorra una cita extensa. El colapso venezolano que se produjo entre milenios no hizo más que robustecer en Montejo el receloso escrutinio de un progresismo indetenible cuyos fundamentos eran precarios.
Tan radical es la crítica de lo moderno por lo moderno en su obra que incluso el mito o lo que con él se involucra ―llámese “Tebas”, “Troya”, “Nínive”― aparece consustanciado con la memoria. Urge, en este punto, discutir aspectos adicionales de la diferencia que Agamben establece entre lo “actual” y lo “contemporáneo”. Me refiero a lo que a ese binomio aporta su concepción de lo “arcaico”:
Los historiadores de las letras y las artes saben que lo arcaico y lo moderno tienen una cita secreta, no por la fascinación que las formas antiguas ejercen en el presente, sino porque en lo inmemorial o lo prehistórico se esconde la clave de lo moderno […]. Puede incluso afirmarse que para acceder al presente debemos practicar una variante de la arqueología.
Añade Agamben, poco después: “Ser contemporáneo consiste en recobrar un presente en el cual jamás estuvimos”. A esa presencia de lo ausente nos remiten los “fragmentos de sueños” en el poema “Caracas”. Ello nos obliga a reexaminar las múltiples ocasiones en que la poesía montejiana nos lleva de viaje por Manoa, la ciudad de oro; por la Lisboa legendaria que Ulises fundó mientras intentaba regresar a Ítaca; y, ya que la mencionamos, por Ítaca misma, a la que también dedica versos. La alianza de lo cercano hecho vaporoso e irreal con la persistencia de un espacio en principio fabuloso se ajusta a esos regresos a períodos y geografías donde no hemos estado. Podría catalogarse de presente mítico, si recordamos a uno de los autores más determinantes en la carrera de Montejo, Fernando Pessoa, quien, en su Mensagem, definió el mito como “la nada que lo es todo”.
No conviene soslayar las sugerencias de Agamben a la hora de describir el modo en que operan lo remoto o lo mítico en Terredad y otros libros de su autor. Un enamorado de lo “actual”, sin más, se confina a las seducciones de la cronología lineal, con la consecuente adoración del futuro o el desdén por lo pasado. El artista realmente “contemporáneo”, en cambio, divisa intersecciones “inactuales”, no racionales, entre el hoy y el ayer, entre lo tangible y lo intangible, entre lo vivido y lo deseado: forma parte íntegramente del flujo temporal por no negarse a ninguna de sus facetas, manifestadas o por manifestarse.
Otro motivo de la contemporaneidad absoluta de Montejo tiene que ver con la sintonía de su poética con aquello que, en el mundo de lengua inglesa, sobre todo desde fines de los años noventa, ha dado en llamarse New Sincerity: una superación de ciertos hábitos impuestos por el triunfo en círculos intelectuales de lo que solía entenderse entonces como “posmodernidad”. Esta observación exige algunas explicaciones. En un estudio clásico acerca del perfil cultural del capitalismo tardío, Postmodernism (1991), Fredric Jameson postuló que la “mengua del afecto” (waning of affect) era uno de los elementos característicos de diversas artes, asociado a una cosmovisión donde la subjetividad burguesa previa, coherente consigo misma y egocéntrica, sufría una crisis en la que acababa reemplazada por subjetividades oriundas del desierto de la producción en masa e hijas del consumismo global. Jameson se ocupaba preferentemente de la plástica, cotejando, por ejemplo, El grito de Edvard Munch y Los zapatos de polvo de diamante de Andy Warhol. Mientras que en el primero la representación se altera gracias al conflicto del entorno y la emoción ―el paisaje se deforma desde dentro del sujeto―, en el segundo, emblema de lo posmoderno, se sugiere el exilio de los sentimientos ante la invasión de artículos industriales que, con su pertinaz materialidad, monopolizan nuestra atención como fines emancipados de quienes los compran o acumulan: petrificación de los objetos en un espacio poshumano.
Ese exilio o pérdida del afecto late en lo que David Foster Wallace conceptuó como “ironía” posmoderna y quiso, en sus ensayos, cuentos y novelas, corregir invitándonos a recuperar la inmediatez emocional, la “sinceridad”. Tal ansia la observamos en otros escritores de las dos primeras décadas del siglo XXI ―narradores como Jonathan Franzen, Zadie Smith y Michael Chabon o poetas como Dorothea Lasky, Tao Lin, Nate Pritts y Andrew Mister―. Pero mucho antes de los años noventa y en una coyuntura problemática distinta, se vislumbraba la vindicación de los afectos en el ideario y en la escritura de Montejo. Si en la historiografía literaria hispánica las neovanguardias de los cincuenta, sesenta y setenta, a las que no se afilió, son ―mutatis mutandis― un equivalente del postmodernism anglosajón, comprenderemos el paralelo. El proyecto montejiano se transparenta del todo en el “Fragmentario” de El taller blanco (1983):
Aprender a sentir: esta sola tentativa, que no es nada pequeña, formaría mejor al joven poeta que todo el aprendizaje perseguido a través del conocimiento literario, las reglas, modas, etc. Los manuales olvidan con frecuencia este dato esencial, sin el cual todo intento creativo queda en el aire. A través del sentir puede válidamente conquistarse el lenguaje que lo exprese; el sentimiento mismo, cuando es legítimo, procrea su forma o la posibilidad de inventarla. Lo contrario, en cambio, es menos probable.
Una pregunta a continuación completa la propuesta: “¿Cómo bajar de la red formal a la desnudez sentimental del mundo?”. Si nos fijamos en el Warhol que Jameson analizaba, todo lo que encontramos es la vestimenta de lo humano, aquello que lo tapa o recubre, mientras que en el entendimiento de Montejo prevalece una voluntad de des-cubrir; una desnudez que llega, incluso, más allá de la piel, a un plano anímico donde, no obstante, empieza a generarse la serie de atavíos formales que asociamos al arte. Alcanzar y asimilar tanto lo que en nuestra existencia es perceptible como lo que se resiste a serlo constituye la clave de esta empresa literaria, y explica el consenso de sus mejores lectores en enfatizar como piedra angular el equilibrio. Américo Ferrari, al prologar la primera edición de Alfabeto del mundo (1987), notaba, por ejemplo, el balance “entre la forma o el sonido y lo que dicen o declaran los versos, a tal punto que es difícil decidir si la forma verbal y la musicalidad de los versos son determinados por el tema específico del poema, o bien si el objeto es suscitado y como despertado por […] un ritmo o una melodía”.
Un sentir que conquista el lenguaje que lo exprese implica una actitud conciliadora de supuestas polaridades, una difuminación de los tiránicos deslindes que la razón, cuando actúa independientemente, trata de imponer en el cosmos. Así como la obra de Montejo se desvía de los binarismos al consustanciar contenido y expresión, la contraposición radical del “yo” y el “otro” se topa con un desafío igual de importante, si pensamos no solo en la complicada red heteronímica que se teje alrededor del tipógrafo de Puerto Malo desde la publicación de El cuaderno de Blas Coll (1981), sino también en la advertencia socarrona que en 1983 agrega el Montejo editor: “no me atrevo a negar la existencia del sabio tipógrafo como no osaría a negar rotundamente la mía”. En otras palabras: aun si quisiéramos celebrar la autonomía de Coll y sus discípulos ―los “colígrafos”―, ello debería hacerse al amparo de la duda, porque no caben las separaciones tajantes entre ficción y realidad.
En cada escrito de Montejo se avista un umbral donde, como diría el poema “Los ausentes”, de Partitura de la cigarra (1999), nos sentimos “algo intermedio / […] / contentos de estar en la tierra y de no estar en ella”. En esas transiciones se concentra la emotividad; allí cristaliza la experiencia melancólica de una época donde varias promesas fundamentales de la modernidad no se cumplieron, poblando de ilusiones el horizonte tanto nacional como internacional. El primero, invadido por falsos mitos colectivos del desarrollo que ocultaron los mitos que de verdad podrían haber religado ―es decir, con sinceridad― a los venezolanos consigo mismos como pueblo. El segundo, sometido a la lógica del capital que ha perseverado en exacerbar los procesos de cosificación, desalojando de nuestras expectativas lo humano como referente o valor.
Acaso la gran ambición de Eugenio Montejo consistió en el hallazgo de un punto de convergencias éticas y metafísicas conducentes a una contemporaneidad genuina, exenta de frívolos espejismos.
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