40 años de El cuaderno de Blas Coll

Bido Cupir: cada hombre es la biografía de su desorden

19/06/2021

El 4 de febrero de 1981 salió de imprenta la primera edición de uno de los libros capitales de la literatura venezolana: El cuaderno de Blas Coll, del poeta Eugenio Montejo (1938-2008). Prodavinci conmemora esas primeras cuatro décadas con un grupo de trabajos solicitados expresamente para celebrar la impronta de ese texto inolvidable.

Fotografía de Mariana Yépez, perteneciente al álbum familiar.

A Miguel Montoya

En mis clases de filosofía, el profesor Miguel Montoya aclaraba que para Aristóteles el eidos es el modo de ser particular del ente, la razón de su existencia. Mientras explicaba el término aristotélico yo pensaba en el verso de Montejo: «La terredad del pájaro es su canto». Este y otros como: «desde que nace ya nada lo aparta de su deber terrestre», y «porque en el tiempo no es un pájaro/sino un rayo en la noche de su especie» (Terredad, Mérida, Venezuela, Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes, 2012) se empecinaron en acompañarme en mis lecturas de textos filosóficos; el oído se abría a una voz que dialogaba con la antigüedad. Los versos citados hablan del ser de las cosas, de su eidos, su esencia, su ousía. «La terredad del pájaro es su canto»: la terredad es, pues, su modo de ser; el canto es la manifestación de la esencia de ser pájaro. Montejo no estaba más que reafirmando las conclusiones de Heidegger a partir de la lectura de Hölderlin: «el trabajo de los poetas es dar nombres, fundadores del ser y de la esencia de las cosas» (Martin Heidegger, Hölderlin. La esencia de la poesía, Barcelona, Editorial Anthropos, 1994, p. 32).

Me obsesioné de tal manera con lo que Montejo develaba y al mismo tiempo ocultaba, como lo hace la naturaleza, que escudriñé cada página para encontrar más pistas que pudieran justificar mi intuición porque, se sabe, aunque la filosofía primigenia fue mítica y poética los filósofos posteriores fueron tomando distancia, así que estaba pisando un terreno resbaladizo. Pero en nuestro poeta hallé hilos que me llevarían hasta Heráclito y Pitágoras. En su obra hay reflexiones que lo ponen en diálogo con el pensamiento filosófico de la antigüedad; la suya es una poesía de carácter cósmico cuyo centro es el mundo habitado por el hombre y su devenir. Su mirada y oídos puestos en la naturaleza, la insistencia en una armonía musical y la reincidencia de un tiempo cíclico nos hacen recordar las consideraciones presocráticas, especialmente las pitagóricas. Esa fijación del autor con la musicalidad poética como manifestación armónica entre el hombre y el cosmos alcanza su cenit en Partitura de la cigarra (Valencia, España, Editorial Pre-Textos, 1999).

En ese seguimiento de páginas Montejo me llevó hasta Puerto Malo. El poeta rastreaba a un personaje difuso, un poco legendario, con vestigios de verdad en los fragmentos o retazos escombrosos que quedaron de su escritura (algunos hallados en el dorso de un almanaque de 1950). Eugenio Montejo, cual documentalista, iba tras el excéntrico Blas Coll. Fue así como conocí al loco de las palabras, el tipógrafo rural, un exiliado, un expatriado lingüístico, el hombre que pretendía crear, como sugiere Miguel Gomes, «una especie de lingüística en las fronteras de la alucinación» («Montejo, la otredad y el tiempo literario», prólogo a El cuaderno de Blas Coll y dos colígrafos de Puerto Malo, Valencia, España, Editorial Pre-Textos, 2007, p. 21) y encumbrar la monosílaba como la más perfecta expresión de la lengua. Un delirante que escribió un diccionario y una cartilla escolar para recrear una lengua algebraica porque consideraba que el castellano está desbordado de sílabas, y mantenía en sus extravagantes consideraciones que «el infierno debería nombrarlo una palabra esdrújula. En cuanto al paraíso, para que éste sea tal, requiere un monosílabo» (El cuaderno de Blas Coll y dos colígrafos de Puerto Malo); y sin temblor de alma refunfuñaba: «¿A dónde vamos con una lengua que, en estado de supremo peligro para el hablante, le impone decir: s-o-c-o-r-r-o? Cuando alguien grita así, mar adentro, se me antoja replicar desde aquí: ¡déjenlo que se ahogue!».

De Blas Coll se contaba en Puerto Malo que estaba trastornado, un sujeto que al principio de su llegada a ese inhóspito lugar se hacía entender, pero con el tiempo fue descuidando su aspecto y perdiendo la capacidad de comunicarse con los lugareños, al punto de que lo evitaban porque «ya viene el viejo con sus gruñidos». Ese hombre que «decía que mejor llegaría a expresarse el que se guiara por el lenguaje de los pájaros» es el personaje que hoy celebramos en su borrosa existencia y supuesta desaparición en las aguas de Puerto Malo: adentrándose al mar con las ropas cargadas de los tipos de la imprenta que, según él, sobran en la lengua.

El cuaderno de Blas Coll me trastocó; libro transgenérico que deambula entre los géneros de poesía, los aforismos, el ensayo, la ficción narrativa y una combinación entre una especie de arte poética y reflexión lingüística. En él encontré un vuelco en la obra de Eugenio Montejo, hallé un humor desopilante («Cuando mi pobre hamaca se enferma, me quedo en casa a cuidarla»), un guiño a la ficción detectivesca y el falso documental, un delirio lúdico con el lenguaje que alcanza su máxima expresión en «La caza del relámpago», donde la lengua se deshace de su carga de significación y asume un ritmo comprimido en sílabas que buscan la brevedad de las notas musicales. Al igual que en el resto de sus libros, Montejo deja cabos para remitirnos a un tiempo en que los pensadores se preguntaban por el logos y el ser de las cosas: «El Logos es un pájaro con las alas húmedas que toca a las puertas del aire». Y si para Heráclito en su famoso fragmento 40: «A los que están entrando en los mismos ríos otras y otras aguas sobrefluyen» (Miroslav Marcovich, Heraclitus, Mérida, Venezuela, Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes, 1968, p. 58), para Sergio Sandoval, otro de los desdoblamientos de Eugenio Montejo: «Dentro de un hombre hay un río/ que va pasando por él» (Guitarra del horizonte, Caracas, Alfadil Ediciones, 1991), mientras que «El añalejo» se pregunta: «¿Y qué es un río?», al tiempo que se responde: «Un relámpago viejo, lento y dubitativo». Entre tanto, Lino Cervantes, uno de los colígrafos de Puerto Malo, enuncia en «En la caza del relámpago» su desmedida ambición: «Mi vida es la sed del relámpago permanente», ante esto es inevitable no recordar el fragmento 79 de Heráclito: «El rayo timonea todas las cosas» (en Marcovich, p. 110). Creo que a Montejo le gustaba ese diálogo con el huraño de Éfeso.

Y hablando de huraños, no dejo de pensar en cómo Blas Coll pretendía convertir el imperativo «Prohibido escupir» en un sintético «bido cupir», encubriendo posiblemente, en uno de sus alucinados juegos lingüísticos, sus propias iniciales: BC. Si Puerto Malo existiera y no fuera tan desagradecido con el excomulgado de las palabras –a quien en definitiva le debe su presencia en el mundo– debería celebrar fiestas patronales en honor a ese hombre que terminó hablando en su propia lengua, «el colly», el tipógrafo que al salir de su taller colgaba un cartelito que decía: «Volveré tarde. Salí a buscar una vocal», el mismo que «pertenecía a esa clases de seres que no se atreven a estornudar sin partitura» y que «solía reconocerse como criatura de Dios, pero una criatura apócrifa».

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