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Llama la atención la cantidad de libros que últimamente se han publicado sobre el estoicismo. No tanto los estudios históricos y filosóficos acerca de la Estoa –que también son muchos-, sino más bien la cantidad de libros que pretenden entregar el saber del Pórtico a la gente común, al ciudadano medio que vive presa de las angustias y prisas de nuestro mundo moderno con el objeto de liberarlo de sus temores y mortificaciones, de “enseñarlo a vivir”. La lista de los últimos cinco años es impresionante: Cómo ser un estoico. Utilizar la filosofía antigua para llevar una vida moderna, de Massimo Pigliucci (2017); La felicidad es el problema, de Pedro Vivar Núñez (2019); Lecciones de estoicismo. Filosofía antigua para la vida moderna, de John Sellars (Lessons in Stoicism. What ancient philosophers teach us about how to live, 2019); El arte de la buena vida. Un camino hacia la alegría estoica, de William Irvine (2019); Mi cuaderno estoico. Cómo prosperar en un mundo fuera de tu control, de Massimo Pigliucci y Gregory López (2019); Escuela de estoicismo moderno. Cómo prepararte mental, emocional y espiritualmente para cualquier cosa que venga (porque vendrá), de Isra García (2020); Invicto. Logra más, sufre menos, de Marcos Vázquez (2020); Diario para estoicos. 366 reflexiones sobre la sabiduría, la perseverancia y el arte de vivir, de Ryan Holiday y Stephen Hanselman (2020), por solo citar algunos. También en Hispanoamérica se han hecho esfuerzos similares, menos guiados, seguramente, por modas editoriales ni por urgencias del mercado. Tengo en mi biblioteca un ejemplar dedicado por mi amigo François Gagin, filósofo de la Universidad del Valle en Cali, de su ¿Una ética en tiempos de crisis? Ensayos sobre el estoicismo (2003), y otro de Éticas de crisis. Cinismo, epicureísmo, estoicismo, del venezolano Josu Landa (2012).
He querido copiar los subtítulos de estos libros consciente de que suelen servir para orientarnos acerca de sus intenciones. Al margen de cuán profesional sea su factura, si han sido escritos por verdaderos especialistas o por simples charlatanes, si el libro nace de una convicción sincera o de una moda editorial, todos parecen partir de un punto en común: la idea de que el remedio para nuestros problemas y el camino para nuestra felicidad se encuentra en nosotros mismos, en nuestro interior. Aquí la herencia socrática se manifiesta. Fue Sócrates, en la Atenas del siglo V a.C., el primero en enseñar que la clave de nuestro destino no estaba en el capricho de los dioses ni en el azar inescrutable, sino en la capacidad de la razón para guiar nuestra conducta por el camino de la virtud y del conocimiento. Como comenta Aristóteles en la Ética a Nicómaco (1141 b 21-27), para Sócrates nadie obra mal sino por ignorancia de lo que es el bien y la virtud. Lo que Sócrates ni sus sucesores Platón y Aristóteles pudieron prever fueron las consecuencias que estas ideas tuvieron para la filosofía y para la política.
En efecto, este “intelectualismo ético”, que después muchos tuvieron tiempo de criticar, significó la creación y el desarrollo de la ética y la política como ciencia y como método, en una palabra, la invención de las humanidades. En efecto, la idea de que el secreto de la felicidad, de las personas como de las comunidades, estaba en el conocimiento del bien y la virtud hizo que los filósofos se abocaran a la búsqueda y especulación –en el mejor de los sentidos- sobre la esencia y la naturaleza del bien, pero también a las relaciones entre nuestra voluntad y el mundo circundante. En otras palabras, la libertad como problema filosófico. A esto se dedicaron Platón y Aristóteles, pero también las llamadas escuelas socráticas menores: cínicos, estoicos, epicúreos y escépticos principalmente. Y cada escuela supo dar su propia explicación a estos problemas.
En realidad, habrá que detenerse un poco en lo que significó la decadencia de la Atenas del siglo IV a.C. para entender por qué los estoicos hicieron suya la búsqueda interior de Sócrates. El 7 de agosto del año 338 el ejército de Filipo II de Macedonia aplastaba al ejército ateniense, lo que significó en cierta forma el fin de la polis. En el 322 morirá Demóstenes, el gran orador de la democracia, pero también Aristóteles. Un historiador del pensamiento como André Bridoux (Le Stoïcisme et son influence, Paris, 1966) llama la atención acerca del sentimiento de abatimiento que debió embargar entonces a los atenienses. Según las cronologías, ocho años después Zenón de Citio, que sería el fundador de la Estoa, llegaba a Atenas.
La ciudad sin embargo todavía conservaba mucho de su antiguo esplendor intelectual. La Academia estaba dirigida por Polemón, su cuarto escolarca; los cínicos seguían a Crates de Tebas y el Liceo tenía por jefe a Teofrasto, discípulo directo y sucesor de Aristóteles. Diógenes Laercio (VII 1) cuenta que Zenón, que era un mercante fenicio, había naufragado frente a las costas de El Pireo. Ya a salvo en Atenas, un día se encontraba mirando libros en la tienda de un librero cuando se topó con las Memorabilia de Jenofonte, una especie de diario que cuenta los recuerdos de Sócrates. Impresionado con su lectura, preguntó al librero dónde podría encontrar hombres tan admirables como los del libro. Justo en ese momento pasaba frente a la tienda Crates el Cínico. Entonces el librero lo señaló y le dijo a Zenón: “¡síguelo!”.
Zenón escuchó a Crates, pero también a otros filósofos durante unos veinte años, hasta que hacia los cuarenta y dos años decidió enseñar y fundar su propia escuela. Comenzó en un rincón del ágora, una pequeña columnata llamada el “Pórtico colorido” (Stoá poikílê), por lo que sus seguidores fueron llamados al comienzo “zenonianos”, y después, definitivamente, estoicos. Los historiadores han reparado en el complejo clima espiritual de aquella Atenas de finales del siglo IV a.C. La ciudad había dejado de ser autónoma y se había incorporado al poderoso imperio macedónico. Los ciudadanos habían dejado de serlo para convertirse en súbditos de un desconocido conquistador llamado Alejandro. La polis había dejado de concentrar la atención de los atenienses, mientras llegaban continuas influencias de las más diversas formas religiosas y creencias místicas orientales. Perdida la polis, expuestos sus antiguos dioses a las más diversas influencias y formas sincréticas, los atenienses debieron recogerse en sí mismos. Refugiados en su propia vida interior, tuvieron que recordar la vieja máxima socrática, y comenzaron a buscar la felicidad en sí mismos.
Zenón y después Crisipo enseñaron que la práctica de la virtud era suficiente para ser feliz, que los vicios son el origen de todo sufrimiento (páthos) y que hay que extirparlos radicalmente como si fueran un tumor. Enseñaron también que nuestro destino ya ha sido decretado por la voluntad divina y que lo más inteligente que podemos hacer es aceptarlo con indiferencia. Que en esto consiste la tranquilidad y la verdadera libertad: aceptar el mundo y controlar nuestras emociones. Enseñaron, finalmente, que todo lo que el hombre común desea: el poder, las riquezas, la fama, la belleza, deben sernos indiferentes, y que lo único que en realidad importa para ser felices es la práctica de la virtud. Es decir, que lo único de lo que verdaderamente depende la felicidad, la anhelada eudaimonía, es de nosotros mismos.
Hacia el siglo I a. C., cuando el estoicismo desembarcó en Roma, su éxito y su acogida no pudieron ser mayores. Los romanos admiraban la virtud y la austeridad de sus antepasados, a la vez que estaban sometidos a un poder cada vez más lejano e impersonal, primero por parte del Senado y después del emperador. Estas circunstancias crearon un clima propicio para que filósofos como Séneca, Epicteto o Marco Aurelio florecieran. Sus vidas no pudieron ser más disímiles. Séneca provenía de una influyente familia cordobesa. En Roma llegó a ser un consumado orador y un senador respetado. Después fue cónsul, consejero y tutor de Nerón. Fue cuando cayó en desgracia con el emperador, quien injustamente lo acusó de sedición y lo condenó a muerte. Entonces Séneca decidió suicidarse. Sus cartas, sus diálogos filosóficos y sus obras de teatro lo convirtieron en el principal exponente del estoicismo romano. Epicteto fue un esclavo frigio que vivió en Roma y que después de ser liberado comenzó a enseñar en Nicópolis, pequeña ciudad al noroeste de Grecia. No escribió nada, pero sus enseñanzas fueron recogidas por su discípulo Claudio Arriano, quien las recopiló en un “Manual”, Enquiridion, y unas “Disertaciones”, Diatríbai. Marco Aurelio fue el último de los llamados “Emperadores Buenos” de Roma. Gobernó entre los años 161 y 180 de nuestra era y su mandato estuvo signado por la justicia y una relativa paz. Escribió unas Meditaciones (Pròs heautón, “palabras para sí mismo”, por su título en griego), una especie de diario filosófico personal. Los tres, sin embargo, comparten una sabiduría común signada por la búsqueda interior, el cultivo de la virtud y la austeridad, el autocontrol y la imperturbabilidad, ataraxía, como camino a la felicidad.
Más allá de los best sellers y los éxitos de venta, más allá de que esta llamada “literatura de aeropuertos” consista en verdaderas reflexiones o meras charlatanerías, la existencia de todo un género de autoayuda que invoca al pensamiento del Pórtico conlleva una serie de consideraciones que no deben soslayarse. Implica ante todo la vigencia de una tradición marcada por una interioridad y una espiritualidad, pero también por una fe inquebrantable en los poderes de la razón como único camino hacia la felicidad. En otras palabras, la persistencia de la tradición socrática. También muestra la existencia, hoy como ayer, de una humanidad frágil y sufriente que busca una respuesta ante los avatares del mundo y los caprichos del destino, que desea blindarse ante la irrebatible existencia del mal, el sufrimiento y el dolor.
Mariano Nava Contreras
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