¿Eran machistas los antiguos griegos?

06/02/2021

Rostro de mujer. Escultura en mármol. S. V a.C. Museo de la Acrópolis, Atenas. Fotografía de Mariano Nava Contreras

Al igual que ciertas erupciones cutáneas, algunos libros son una señal de otros desarreglos interiores. Acabo de leer la reseña de un libro tan desconcertante como significativo: Mujer y violencia en el teatro antiguo (Catarata, Madrid, 2021). El libro, dice la reseña, “explora las raíces de la sociedad patriarcal en las comedias de tradición grecolatina”.

Se trata de cinco ensayos en los que “filólogos clásicos analizan el repertorio grecolatino desde una perspectiva de género”. Uno de ellos, por ejemplo, “se centra en las comedias de Plauto”, de las que extrae “ejemplos muy ilustrativos” de “la violencia física y verbal como medida de control y sometimiento de las mujeres”. Estos ejemplos son frases como “si no te largas, por bonita que seas, te voy a dar una buena zurra”; o diálogos como uno tomado de Las tres monedas, donde un hombre se lamenta de que su mujer esté viva. Otros ejemplos quieren mostrar también cómo se ejercía violencia física contra las esclavas, o casos de explotación sexual de jóvenes romanas. Frases que abundan en el repertorio cómico y que, según la nota, “no eran solo un recurso humorístico, sino un reflejo de la realidad”, y “dejan ver la misoginia imperante”. Un poco como si pensáramos, después de haber visto un capítulo de Los Tres Chiflados, que los norteamericanos normalmente hacen guerras de tortas de merengue; o si creyéramos que todos los mexicanos en su vida cotidiana son como los personajes del Chavo del ocho o Cantinflas.

Otro ensayo hace lo propio con las comedias atenienses de Aristófanes y Menandro. No podía escapar el análisis de obras como Lisístrata y Las asambleístas. En Lisístrata, recordemos, las mujeres atenienses declaran una huelga sexual contra sus maridos en protesta contra la guerra. Finalmente las mujeres vencen y se reconcilian atenienses y lacedemonios, pero también esposas y maridos. En Las asambleístas, las mujeres de Atenas dan un golpe de estado e instauran un gobierno protocomunista. Sin embargo, para la autora, las obras tienen “un final completamente patriarcal”, pues las revolucionarias terminan por volver con sus maridos sin poder atinar otra forma para un final feliz. Otro ensayo “ofrece un análisis lingüístico de las distintas formas de violencia verbal de los personajes masculinos de las obras de Plauto”. Otro, explora “cómo se manifiestan las formas de violencia machista en la tragedia”, y uno más nos recuerda cómo Dido es víctima “de las trampas del amor romántico” por parte del héroe de la Eneida. En fin, el libro sirve “no solo para constatar que la ideología patriarcal (el subrayado es mío) estaba firmemente arraigada en el mundo clásico, sino para explorar las raíces de determinados comportamientos que todavía hoy perduran”.

Un libro lleva a otro. No pude evitar recordar el estupendo ensayo de Nicole Loreaux, Maneras trágicas de matar a una mujer (Paris, Hachette, 1985). Escrito con menos militancia y seguramente mayor profundidad, el ensayo de Loreaux explora las formas de la muerte de las heroínas trágicas. Como dice James Redfield al recordar al maestro Arnaldo Momigliano en El hombre griego (Laterza, Roma, 1991), apenas disponemos de fuentes para el estudio de la vida doméstica en la época clásica. La vida doméstica se desarrollaba en espacios privados, lejos del bullicio del ágora y la asamblea, de modo que la única forma en que podemos acceder a ella es a través de fuentes indirectas, es decir, las fuentes literarias, entre las que destacan, sin duda, los textos de la comedia y de la tragedia. Pero aún así, la escena trágica y cómica se desarrollan en el exterior, expuesta, fuera de los hogares. Rarísimas veces podemos ver en escena lo que ocurre al interior de las casas y de los palacios. Las fuentes, pues, no son más que signi indicativi o frammenti que, dice Momigliano, hay que saber leer. Tanto más si son fuentes literarias, y más si se trata de poesía dramática. El drama, lo sabemos, es el reino de la hipérbole.

Pero volvamos a Loreaux. Su ensayo comienza con una comparación entre la muerte heroica del hombre, tal y como se ensalza en el célebre “Discurso fúnebre” de Pericles, y la muerte nada heroica de una tal Nicoptóleme, anónima esposa cuyo modesto epitafio se conservó entre las tumbas del Cerámico, por cierto bastante cerca del lugar donde Pericles debió pronunciar su discurso. Si hemos de creer a Tucídides, Pericles habló ese día de la gloria que pervive a la muerte de los guerreros caídos por la patria, pues, recordemos, “la tierra entera es la tumba de los hombres ilustres”. En cambio para Nicoptóleme (con ese nombre tan militar, por cierto: “la que vence en el combate”), tan solo breves líneas:

“De tu valor, Nicoptóleme, jamás el tiempo borrará el eterno recuerdo que dejaste en tu marido”

Para guardar memoria de su gloria, kleos, basta la memoria del marido. Quizás porque, concluye Loreaux, “la muerte gloriosa solo puede ser viril”, o lo que es lo mismo, “la gloria de las mujeres consiste en carecer de ella”.

Calladas. Lo dijo San Pablo después, mulieres in ecclesia taceant, “las mujeres que se callen en la asamblea”. También Aristóteles, en la Política (1260 a 30), recordaba las palabras de Sófocles, cuando decía que “en la mujer, el silencio es un adorno”. Es, pues, en la escena donde se les permite hablar y morir. Hablar y morir públicamente, aunque esa muerte pública no se pueda mostrar en escena (se puede ver a la mujer muerta, pero no la muerte de la mujer). Y morir como se muere en las tragedias: violentamente, es decir, trágicamente. La muerte doméstica, oikéios phónos, se convierte, gracias a la subversión trágica, en una muerte familiar, sí, pero a la vez irremediablemente pública. En eso, solo en eso, se parece a la muerte gloriosa, la hermosa muerte de los hoplitas, kalós thánatos.

En la heroína trágica, la muerte violenta se concreta de dos maneras: con la soga o con la espada. De ellas, el ahorcamiento es la forma más femenina. El lazo, el cinturón, el velo, el hermoso instrumento de seducción que se convierte en herramienta de muerte, reflejo de la vieja mêtis, esa mítica mezcla de inteligencia y astucia que preferiblemente poseen las mujeres. Yocasta, Antígona, Fedra… la heroína que en la tragedia se suicida (la palabra es latina. Los antiguos griegos no tenían un término para nombrar la muerte por propia mano) lo hace para seguir a su hombre a los infiernos. Edipo muerto de vergüenza, Hemón e Hipólito condenados por la maldición del padre. Morir con su hombre. Morir por su hombre. El suicidio, el nudo corredizo que cuelga del techo como máxima consumación del matrimonio, la única gloria posible.

A lo que vinimos: ¿eran entonces machistas los antiguos griegos? Hubiera sido muy útil poder preguntarlo a alguno de ellos, pero nos hubiéramos topado con un formidable escollo: la lengua antigua carecía de una palabra para nombrar al machismo, del mismo modo, obviamente, que para el feminismo. Y como aquellos carecían de la palabra también desconocían el concepto. Existe una noción fundamental a la hora de comprender un fenómeno o un período histórico: el anacronismo consiste en ubicar un problema histórico fuera de su contexto. Esto origina formidables errores de comprensión y no pocos prejuicios. Como dijo Momigliano, las fuentes no son más que “signos indicativos” que hay que saber leer. No cabe duda de que entre los antiguos griegos y romanos eran comunes prácticas y conceptos respecto de la mujer que abiertamente chocan con nuestra sensibilidad moderna. Su situación social, legal y política dista mucho de lo que hoy pudiéramos considerar como justa; pero intentar valorarla a partir de conceptos, categorías, prejuicios y modas actuales solo conseguirá alimentar la confusión y la ignorancia.


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