Detalle de "La escuela de Atenas", de Rafael
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“Jamás aceptaría pertenecer a un club que admitiera como miembro a alguien como yo”
Groucho Marx
Según la imaginación popular, desde la antigüedad, los filósofos son considerados extraños, personas que no encajan en el mundo como los demás. Están aquejados de una excentricidad que les impide ser útiles tanto para sí mismos como para los otros. También ellos mismos se sienten extraños. El chiste de Groucho encarna muy bien la paradoja existencial del filósofo. Si el mundo lo acepta, entonces no es digno de pertenecer a un mundo que acepte filósofos.
Puede que ese rasgo de su psicología no sea algo casual, sino que esté conectado con la esencia misma de la filosofía. La filosofía nace de la pulsión de explicar racionalmente a la totalidad. ¿Cuál es el origen de dicha pulsión?
Puede que la pulsión detrás de esa búsqueda no sea del todo racional. Sentimos que somos parte de algo mayor que nosotros, pero también nos sentimos exilados de ese algo. Sufrimos el destierro de esa unidad originaria.
José Ortega y Gasset, en su ¿Qué es filosofía?, llama a ese destierro la “nostalgia del trozo”, que él mismo identifica con el “divino descontento”. Es un desarraigo que toma la forma de una sublimación de un anhelo del alma, “como un amar sin amado y como un dolor que sentimos en miembros que no tenemos”; por el cual se transparenta un “echar de menos lo que no somos”, y la aceptación de que nos encontramos “incompletos y mancos.”
La insatisfacción radical
Esa “nostalgia del trozo” se convirtió en algo asfixiante en la cultura del siglo XX y en el centro de la filosofía existencialista. El existencialista siente que esta fuera de la sociedad, fuera del universo y hasta fuera de Dios. No concibe forma alguna de reconciliarse con ninguna de estas entidades. En cuanto a Dios, niega su existencia. El existencialista es el descendiente directo de la muerte de Dios.
En los años cincuenta, en medio de la explosión de la cultura existencialista, Colin Wilson llevó a cabo un diagnostico lúcido de los representantes de esta cultura. Centró su investigación en el concepto de inconforme metafísico, el nihilista que se rebela ante la muerte de Dios. En su The Outsider (1956), afirma que el rebelde está caracterizado por sentirse fuera de lugar. Lo embarga la conciencia del sentimiento de la irrealidad del mundo, así como el sentimiento que él mismo está enfermo, pero esa dolencia le permite acceder a la dolorosa visión del absurdo.
Para ilustrar esto, hace extenso uso de ejemplos literarios. Destaca, por sobre todos, El hombre del subsuelo de Dostoievski, relato que comienza con estas inquietantes palabras: “Soy un hombre enfermo… Soy un hombre rabioso”. El protagonista habita un sótano que él mismo califica de “ratonera”. Vive marginado y trata de sentirse orgulloso de eso. Lleva adelante la gesta solitaria de descubrir el lado oscuro de la condición humana. De esa manera, se le revela que la mayoría de las personas viven tras una máscara conformista que oculta el abismo insondable en su interior. El conocimiento de ese fenómeno lo libera, pero también lo condena: “tener exceso de conciencia es una enfermedad”.
A partir de este ejemplo, a Wilson se le hace fácil ilustrar que, para el inconforme metafísico, la vida es fútil. En otras palabras, la existencia no tiene sentido. El inconforme cree haber descubierto eso, mientras que las demás personas se conforman con sentidos inauténticos. No se han puesto a investigar cual es la realidad de la vida. Aceptan conformes los dictados de la sociedad. No se atreven a enfrentar al abismo que está por debajo de las apariencias. Tratan de evadir al caos consolándose con visiones tranquilizadoras e inauténticas.
En otras palabras, para los existencialistas, el hombre se encuentra arrojado al mundo, tal como afirma Martin Heidegger. Esto implica que el inconforme metafísico está insatisfecho por la imposibilidad de integrarse a la unidad originaria. En el existencialista, el divino descontento termina en puro descontento.
La media naranja
Ahora nos asalta otra pregunta: ¿toda filosofía está afectada por esa frustrante experiencia del absurdo? Estamos seguros que no. La explicación parece estar en el Banquete de Platón. Ese dialogo está lleno de momentos estelares, pero dos destacan para nuestro propósito.
El primero es el discurso de Aristófanes (189a-193d). El famoso comediógrafo explica el amor como la necesidad de reintegrarnos a la otra mitad. Esta posición la ilustra con la pantagruélica imagen de los andróginos divididos, donde cada ser busca desesperadamente a su pareja original. En otras palabras, la antropología aristofánica es que somos seres radicalmente incompletos, pues nos falta la otra mitad.
El instinto del amor es, por lo tanto, un intento de restaurar nuestro estado original. No se trata de un mero deseo físico, sino de un anhelo inefable del alma. Para conseguir nuestra felicidad debemos tomar como guía a Eros y, obedeciendo su mandato, encontrar a nuestro verdadero compañero o, al menos, al que sea más afín a nuestra propia naturaleza y, colmando nuestro amor, volver a acercarnos lo más posible a nuestro estado prístino.
El resultado es que nuestra vida es precaria, nos la pasamos buscando esa otra mitad. En eso consiste la búsqueda de la pareja ideal, la cual parece ser el placebo de la divinidad. Esta concepción trágica de la vida es el supuesto del rebelde metafísico. También es lo que representa a los personajes atormentados de Dostoievski.
El mejor ejemplo es el hombre del subsuelo, con su exploración atrevida en el nihilismo, quien luego termina perdiendo la dignidad frente a unos conocidos que no lo quieren invitar a una reunión. También el mismo Raskolnikof de Crimen y castigo, quien quiere demostrar que es un superhombre como Napoleón, y para hacerlo asesina a una viaje usurera y su sirvienta en un acto de rebeldía blasfema, para luego arrepentirse ante Dios por los pecados cometidos.
¿Es Eros bipolar?
Otra forma de entender a la filosofía, es pensar al amor no como una mitad sino como un intermediario. Exactamente esa es la idea principal del otro gran momento del Banquete, el discurso de Diotima, sacerdotisa de cultos mistéricos, la cual aparece, a su vez, dentro del discurso de Sócrates (201d-212c). Para ella, Eros, es un intermediario entre Poros, el recurso, y Penía, la pobreza.
Diotima argumenta que el origen del amor determina que no sea algo bueno, pero tampoco malo. Afirma que existe un término medio entre los opuestos, poniendo como ejemplo, lo que no es sabiduría no necesariamente ha de ser ignorancia, pues la “opinión”, o doxa, se encuentra en el medio. De la misma manera, existen términos medios entre los dioses y los hombres: los Daimones, seres que interceden entre ambos extremos.
Según Diotima, Eros es precisamente un Daimón. En calidad de tal, representa un nexo entre el mundo de sufrimientos de los mortales, y el mundo celeste de dicha de los inmortales. Por otra parte, Eros no puede ser un dios, pues desea las cosas bellas y buenas, y el deseo es una señal de privación. En otras palabras, un verdadero dios no desea, pues eso significa que está privado del objeto de su deseo.
Esto implica un comportamiento oscilante. Eros pasa por etapas de carencias y otras de plenitud. Para decirlo de otra manera, Eros es bipolar. En tanto Eros filosófico pasa por momentos de exaltación cuando capta una verdad, pero, luego, sufre de depresión cuando descubre que la verdad supone problemas.
Esa forma de concebir al Eros filosófico es como Sócrates ha asumido su misión intelectual. Sócrates adopta la Docta Ignorancia, lo cual supone que la verdad se busca de forma evolutiva, nunca alcanzado la verdad absoluta y siempre con la conciencia de los límites de cada verdad parcial.
El divino descontento
En definitiva, inspirados en el Banquete de Platón, podemos decir que hay dos formas de asumir la filosofía. La primera está representada por las criaturas del mito de Aristófanes en el Banquete: una búsqueda obsesiva de la perfección pérdida, el lugar de su pertenencia. En esta interpretación, hay un profundo descontento existencial. La filosofía queda reducida a darle expresión a esta dolorosa insatisfacción. Esta interpretación es trágica. La investigación racional en sí misma es trivial, pues no hay un progresivo acercamiento a la verdad.
Se pueden contar como herederos de esta posición todos los que sostienen el supuesto metafísico del absoluto irracional, donde se niega la trascendencia, y la mística es algo involutivo, es decir, se aspira a fundirse en un estado pre-consciente. En eso coinciden Freud, Nietzsche, y hasta el mismo marxismo con su idea de retornar a una sociedad primitiva.
En una segunda versión, inspirada en Eros como intermediario, vemos que el hombre necesita una tensión creativa entre la satisfacción y la insatisfacción, que lo conduzca por una ruta de acercamiento progresivo hacia la verdad. No hay que caer en la tentación dogmática como tampoco en la escéptica. Además, esta postura supone el acercamiento progresivo a la trascendencia.
En definitiva, el divino descontento, en sentido propio, supone al Eros como intermediario. Dicho intermediario debe lograr un delicado equilibrio entre amar y odiar al mundo. Chesterton se pregunta cómo podríamos lograr ese equilibrio:
“La pregunta adecuada vendría a ser ésta: «¿Cómo podemos hacer para que el artista se mantenga descontento de su cuadro y evitar al mismo tiempo que esté vitalmente descontento de su arte? (…) Una regla estricta es necesaria, no sólo para reglamentarse sino también para rebelarse.“ G.K. Chesterton: Ortodoxia, p. 63.
Puede que los filósofos sigan siendo personajes excéntricos, pero ahora sabemos que unos lo son porque el mundo se les ha convertido en algo sin sentido, y su reacción consiste en exhibir su descontento existencial. Mientras que otros han logrado una tensión creativa entre lo que piensan que está mal en el mundo y su impulso para corregirlo. Estos, como Albert Camus, han domado su nostalgia del trozo, cosa que han logrado por medio de aceptar el absurdo, pero dicha aceptación no es más que un paso en el proceso de encontrarle sentido a la vida.
Wolfgang Gil Lugo
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