Telón de fondo

En Venezuela nadie quería cargos públicos

14/01/2019

Capitolio Federal de Venezuela

Cuando Páez se instala en Caracas como primer mandatario, en 1831, adornado por sus laureles de guerrero y con la simpatía del partido anticolombiano, un político de la intimidad refiere la dificultad para hallar colaboradores en Valencia: “Ni siquiera en esta ciudad tan afecta aparece gente que sirva los empleos, aunque se les implore”, asegura Ángel Quintero. Una carta que llega en 1834 al despacho presidencial, procedente de Mérida, insiste en lo que parece una anomalía:

Aquí nadie quiere trabajarnos, lo que ha producido diez y seis vacantes en provincia, jueces, escribanías, intendencias y guardias, pero sin que tengamos molestias de la población; eso quiere apuntar a la rareza de la falta, que no tiene origen en descontento por lo que venimos haciendo por las órdenes acertadas del Señor Presidente.

Los informes hablan de una indiferencia inexplicable, debido a que no obedece a reacciones negativas ante la acción oficial.

En 1837 se produce una estampida que referimos en anterior columna, cuando las asambleas escogen funcionarios dependientes del Concejo Municipal de Caracas. La mayorías de los llamados a ocupar funciones de alcaldía presentan argumentos médicos para alejarse del cumplimiento del deber, hasta provocar un vacío que se comenta en los periódicos. Según El Conciso, existe una suerte de “Canciller de Inválidos”, llamado Esculapio, que se llena de dinero aportando excusas para que sus clientes eviten el trabajo en la cámara edilicia.

La situación persiste en 1848, de acuerdo con noticias enviadas por el gobernador de Ciudad Bolívar:

Acontece con frecuencia que se elige a un individuo para servir un destino, y ocurre a un médico que le libra una certificación en que consta que el elegido padece éste o aquel mal, que por razones que el médico tiene buen cuidado de especificar, le imposibilitan para estar sentado, si el empleo es sedentario, moverse si su desempeño requiere ejercicio corporal, etc.

Un informe de 1857 incluye una elocuente estadística de indiferentes y renuentes. De acuerdo con su contenido, en 1852 se presentaron catorce excusas por matrimonio y dos por enfermedad para el ejercicio de cargos concejiles en Caracas. En 1853, diez personas se negaron a trabajar como escribientes en los tribunales de diversos lugares debido a que sufrían, sin excepción, afecciones asmáticas que recrudecían por el contacto con los papeles polvorientos de los archivos. La es verdad que no hay muchos archivos entonces porque se carece de presupuesto para adquirirlos, pero el punto funciona como excusa. En 1854, seis personas escogidas para trabajar en los hospitales de Caracas y Valencia se excusan por la debilidad que les causan los achaques, pese a que ninguno llega a la edad de veinte años. La lista es más extensa, pero la parte que hemos recogido basta para llamar la atención sobre los problemas de la administración pública cuando debe encontrar personal para cumplir sus funciones.

Debe agregarse el asunto de la poca capacidad de quienes se toman la molestia de trabajar para el gobierno. Un documento de Valle de la Pascua, enviado al Ministerio del Interior en 1840, dice que:

Ningún empleado sirve para nada, garabatean, ensucian el papel, no se saben vestir, no van a las audiencias del superior y duermen desde las doce hasta las tres.

Las deficiencias también son recalcadas por el jefe político del cantón Tocuyo, quien no puede encontrar comisarios de policía por las siguientes razones:

En la mayoría de las parroquias y lugares no hay individuos que sepan firmar, a la vez que este requisito es necesario pese a que algunos son miembros de juntas comunales.

Hay otros materiales de contenido semejante, pero los que se han visto parecen suficientes para entender las dificultades de los primeros gobiernos del período nacional ante la marcha de planes administrativos y frente al desafío de atender las necesidades de la ciudadanía que busca soluciones, o un mínimo entendimiento de su vida. Del contorno no salen los auxilios humanos que se necesitan, para que las promesas de eficacia, respeto y bienestar ofrecidas por la república permanezcan en el aire.

La situación puede obedecer a los flacos emolumentos que ofrece el estado a sus servidores, poco atractivos y no pocas veces intermitentes (Ver mi País archipiélago, Caracas, Alfa, 2014), pero hay una razón de relieve en la que se detiene Felipe Fermín Paúl, abogado célebre, cuando opina sobre las ausencia de alcaldes en la Caracas de 1837 comentada arriba, que merece especial atención. Asegura que la resistencia en los casos de atención municipal se debe a “falta de espíritu público”, es decir, a una falencia que remite a la precariedad del proyecto de republicanismo que se está ensayando debido a la carencia de soportes para llevarlo a cabo en la cotidianidad. No hay manera de hacer que la república aterrice porque no tiene tripulantes para el acercamiento del vuelo, o los tiene reducidos a escalas escandalosas de mengua e inhabilidad por la indiferencia que los aleja de los negocios públicos. La república no es asunto de la mayoría de los venezolanos en el siglo XIX. No les incumbe el republicanismo. Pensar en esta observación primordial hace que la crónica que ya termina supere los límites de la trivialidad.


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