Imago Mundi

En carro hasta Barranquilla

Fotografía de ErikSalasA | Pixabay

28/11/2020

Fuimos invitados al Festival Internacional de Poesía en el Caribe (Barranquilla) en la convocatoria de 2015. Les dimos un sí redondo, pero anunciamos que nos iríamos en carro desde Caracas, que no tomaríamos avión. Nos asustaron de todas las formas imaginables para que desistiéramos, pero los cuatro viajeros (Federico, Nelly, Guadalupe y yo) insistimos en el proyecto, que nos entusiasmaba muchísimo.

Avanzamos de un solo envión hasta Maracaibo y allí pasamos la noche en un hotel de primer mundo. Salimos muy temprano hacia Paraguachón, en la Goajira venezolana, colindante con Maicao, ya en la zona colombiana. En el trayecto, el paisaje goajiro venezolano aderezado con unos vehículos de los años ochenta cargados de pimpinas con gasolina, distinguió la ruta. Aquellos viejos Impalas o Caprice destartalados parecían unos elefantes heridos que se arrastraban hasta su destino final, olorosos a gasolina contrabandeada, dando sus últimos gritos. Paraguachón nos recordó muchos otros pueblos de frontera, donde uno intuye que algo se cocina en la trastienda, en medio de un tono relajado y guachamarón.

Un guardia nacional nos detuvo en la alcabala, como es natural, y preguntó: “¿Hacia dónde se dirige, ciudadano?”. A Barranquilla, le dije, con el vidrio abajo. “Buen viaje, doctor, pase adelante.” Subió la barra de acceso y entramos en Colombia. Eso fue todo. Nadie nos matraqueó. A mano derecha había una casa de la policía colombiana donde se sella el pasaporte y se contrata un seguro del carro por el tiempo de la estadía.

El contraste entre las bolsas de plástico regadas por toda la ruta venezolana y la limpieza de las carreteras colombianas es evidente. Hay mucha gente que no ve el entorno, que les da igual que haya cerros de mugre o la dulce superficie de lo limpio, lo cuidado. En todo caso, vaya diferencia. Duele.

Fotografía de ErikSalasA | Pixabay

A medida que avanzábamos hacia Río Hacha la tierra se hacía seca, los chivos flacos y las batolas de las goajiras más coloridas y hermosas. Es como si a la tristeza xerófila del paisaje la alegría del color la salvara de la desolación, imponiéndose sobre los rigores del ambiente. En Río Hacha recordé que José Cortés de Madariaga murió allí de hambre, abandonado, con la piel adherida a los huesos de tanto comer raíces, quizás recordando sus días principales en el cabildo y la catedral de Caracas, o quizás añorando su infancia chilena, cuando jamás sospechó un final ajeno a los resortes de una canonjía. El sol incandescente y la calina hacían del mar una bruma blanca, convulsa e inquietante.

Seguimos hacia Santa Marta, adonde había estado en otras oportunidades visitando San Pedro Alejandrino, y vi el catre donde falleció el héroe caraqueño. Esta vez la ciudad fue de paso, siempre viendo hacia la sierra de los Tayrona con la ilusión de hallarla despejada de bruma y cubierta de nieve. Los cuatro recordamos que en los años sesenta y setenta Santa Marta fue el balneario de los marabinos, comprobando cómo cambia la historia incesantemente.

Después de mucho recorrer llegamos cayendo la tarde al río Magdalena y lo cruzamos por el puente Alberto Pumarejo de Barranquilla. Estábamos en “La Arenosa”, como la llaman con afecto. Desde el instante en que cruzamos el puente que recuerda al político liberal barranquillero, se alojó en mi memoria una canción infantil y comencé a tararearla: “Se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla, comiendo pan, comiendo pan, y arepa con mantequilla.” Allá supe que el caimán era un personaje, no un caimán, y la letra cobró un sentido que no tenía.

Llegué con un lumbago tenaz y al no más dejar las maletas en el hotel corrí hacia la farmacia de la esquina. Me inyectaron de inmediato y al rato comencé a aliviarme. La farmaceuta nos previno de “los arroyitos”. Nos explicó que cuando el río Magdalena crece corre por las calles rumbo al mar y se lleva los carros estacionados y todo lo que se le interponga, que siempre “aparquemos” en calles laterales que no lleven a la costa. Así lo hicimos, no sin alarma y sonrisa.

Fotografía de ErikSalasA | Pixabay

Los organizadores del festival nos atendieron de maravillas, gente amable y grata; los poetas participantes, pues de alta factura, algunos. Conmueve el fervor de los poetas: por más que los lectores de poesía en el mundo son poquísimos, tanto así que es la cenicienta del universo editorial, cuyas cifras altas de lectoría solo las alcanzan los novelistas y los autores de autoayuda, ellos no se rinden. Quizás la conciencia de las dimensiones editoriales ínfimas de la poesía lleva a los líricos a trabajar con la fe de quien espera lo imposible y se empeñan en que sus palabras se impriman, buscando a quien pague la edición de sus poemarios en editoriales que, de otra manera, no se arriesgarían a perder dinero. Una pasión admirable.

Barranquilla no es una ciudad bonita, esa es la verdad, pero tiene su encanto, y mucho. Recorrimos el centro y hallamos un lugar histórico para un venezolano demócrata: la casa donde Betancourt y Leoni, entre 1928 y 1935, tuvieron una venta de frutas y escribieron un plan de gobierno: El Plan de Barranquilla, en 1931. Las calles de la ciudad vieja recuerdan muchas otras en Venezuela. Es el mismo hinterland de la costa caribeña. Nos sentíamos en casa.

Fuimos a “La cueva”, el bar que frecuentaban Gabriel García Márquez y sus amigos y que hoy es un templo literario. Allí acudían a beber y conversar de política, literatura, mujeres, periodismo y deportes, en la década de los cincuenta. Temas de hombres que se repetían desde la noche de los tiempos, y que afortunadamente han cambiado con la incorporación de las mujeres a las peñas literarias. Fue precisamente García Márquez el que llamó a Barranquilla en una crónica: «La ciudad sin historia», ya que es de las grandes ciudades, la de fundación más tardía en Colombia (1627), y sin ningún registro que consagre el hecho. Una fundación fantasma.

Fotografía de Denis Jacquerye| Flickr

No obstante lo anterior, Barranquilla se adjudica un orgullo consistente: en ella se fundó la segunda línea aérea del mundo SCADTA (Sociedad Colombo-Alemana de Transportes Aéreos), el 5 de octubre de 1919, y pasó a llamarse AVIANCA (Aerovías Nacionales de Colombia) en 1940. Usaban hidroaviones que se posaban como pájaros de aluminio sobre el río Magdalena. La primera línea aérea del mundo se fundó pocos meses antes, el 7 de octubre de 1919, KLM (Compañía Real de Aviación), en Ámsterdam.

También fuimos a Cartagena por una autopista nueva, costeña y bien hecha, y así llegamos a la ciudad preciosa. Joya del Caribe colombiano, pero esto sería harina de otra crónica, quizás. Finalmente, volvimos por el mismo camino que nos llevó, pero como suele suceder, el regreso se nos hizo veloz, no había novedad, se imponía otro tempo. Recogimos nuestros pasos y volvimos a quedarnos en el hotel de primer mundo en Maracaibo, y seguimos al día siguiente hacia Caracas. Una semana imposible de olvidar. Quedamos en que en cuanto abran la frontera nos vamos por allí hasta Bogotá. Ojalá sea pronto.


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