Puerto Montt. Fotografía de Boris Kasimov | Flickr
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De los viajes en barco que he hecho, este es el de mayor millaje. Largos trayectos con días enteros de navegación. Zarpamos de Valparaíso, una ciudad que se precipita desde la montaña hacia el océano Pacífico. Plaza fundamental de la historia chilena. Allí nos esperaba el trasatlántico de quince pisos. Blanco y horizontal, como un hotel de grandes proporciones, nos llevaría desde allí hasta Buenos Aires, pasando por el Cabo de Hornos, cerca de la Antártida. Esa tierra del fin del mundo que muchos reclaman y a nadie pertenece.
Desde la tarde que zarpamos de un día de diciembre de 2009 me llamó la atención el oleaje del Pacífico. Entre una y otra ola un espacio vasto como un valle inclinado, que hacía que el barco fuese ladeado hacia babor. En la tarde del día siguiente la inclinación se tornó dramática por unas ráfagas de viento sorprendentes. Vi el piano moverse de un extremo al otro del barco, destruyendo a su paso mesitas y floreros, como si fuera un autobús que se precipita por un despeñadero. Entonces supimos que algo extraño pasaba. Subí a cubierta a buscar noticias del hecho y se vivía un temporal de grandes magnitudes que tenía al borde de un ataque de nervios a los marineros. El doctor Rafael Muci-Mendoza y yo cruzamos miradas de estupor y preocupación.
El temporal se extendió por horas hasta que el capitán griego, que al parecer estaba ocupado de asuntos más urgentes, tomó el timón y cambió el rumbo colocando al barco menos enfrentado a la dirección del viento. Todos respiramos. Cuando fuimos al camarote hallamos un desorden de cuchitril sobrepoblado. Nada estaba en su sitio, ni siquiera la ropa que se salió de las gavetas. Por los pasillos corrían noticias sobre la magnitud del estropicio. Lo que más lamentábamos, pero no supimos si era cierto, era que se habían roto centenares de botellas de vino que se cayeron de sus anaqueles. Yo recordé al capitán Haddock y lo que habría sufrido con este estruendo de vidrios rotos. Los marineros indios, nepalíes y pakistaníes decían en un inglés dificultoso que nunca habían vivido algo así en años de navegación sin novedad. ¿Por qué ocurrió aquello? ¿No pudo preverse? Todavía me lo pregunto.
Puerto Montt
Superado el trance del tifón traicionero amanecimos al tercer día en Puerto Montt. Un sitio hermosísimo del sur de Chile. Apacible, con la placidez de las aguas de un lago. La ciudad fue fundada en 1853 por los colonos alemanes establecidos allí gracias a políticas públicas del presidente chileno de entonces, Manuel Montt, quien se propuso auspiciar la inmigración europea calificada para aquellas regiones despobladas del sur. Al día de hoy Puerto Montt cifra casi doscientos mil habitantes y es la puerta de entrada a la Patagonia chilena, y está en la llamada Región de los Lagos.
Puerto Montt fue devastado por el terremoto de Valdivia de 1960. Recuérdese que este sismo es el más severo que ha padecido el globo terráqueo desde que se llevan registros: alcanzó la cifra de 9.5 y destruyó el 70 % de las edificaciones de la ciudad lacustre. Ya recuperado, es el centro de negocios del sur de Chile y una ciudad enmarcada en un entorno geográfico que quita el aliento por su belleza. Recuerdo que fuimos a visitar a una amiga venezolana casada con chileno que habitaba una casita frente a uno de los volcanes, junto a uno de los lagos, en una finca hermosa.
Al regresar al barco seguimos rumbo hacia los fiordos, por entre montañas y canales avanzábamos hacia el Estrecho de Magallanes, aquel espacio de gran poder simbólico por donde el navegante portugués y su hueste pasaron del océano Atlántico hacia uno nuevo y desconocido, al que bautizaron como Pacífico, en 1520.
Punta Arenas
Precisamente a orillas del Estrecho de Magallanes fue fundada la ciudad de Punta Arenas en 1848 por militares chilenos, a quienes les urgía el control del territorio que, además, se prestaba por su lejanía para establecer una colonia penal. Al día de hoy es un puerto de cerca de cien mil habitantes donde se respira cierto esplendor pasado, cuando no se había abierto el canal de Panamá (1914) y el Estrecho de Magallanes era la única comunicación posible entre un océano y otro.
Ushuaia
Lo primero: Ushuaia significa en la lengua de los yaganes “bahía profunda”. Sin duda, un vocablo hermoso de los amerindios aborígenes del sur de Chile y Argentina. Y, precisamente, ya estábamos en la isla grande de Tierra del Fuego, en el país de Jorge Luis Borges, en la ciudad más austral del mundo, con cincuenta mil habitantes, es el centro poblado de magnitud más cerca del Polo Sur. Fue fundada en 1884 a orillas del canal del Beagle, que también conecta al océano Atlántico con el Pacífico, para reafirmar la soberanía argentina en la zona remota.
Con una arquitectura adecuada a los rigores del frío y la nieve, cuenta con un espacio llamado “Museo del Fin del Mundo” que da cuenta de dónde estamos. Recuerdo que subimos por un teleférico personal en tándem a ver la ciudad portuaria desde las alturas y el frío pelaba, a pesar de que estábamos en verano. Por allá probamos la centolla fueguina, la merluza negra, el besugo y el amadejo, típicos de la región, y nos quedamos con las ganas de dar cuenta de un cordero patagónico.
Al día siguiente zarpamos de Ushuaia rumbo al cabo de Hornos: ese lugar remotísimo donde los océanos confluyen abiertamente, ya sin canales ni puertos, sino en la vastedad de la mezcla de sus aguas. Ese día de navegación, para sorpresa de todos, las aguas estaban serenas. Ya solo nos faltaba seguir hacia el sur y llegar a la Antártida, pero no lo hicimos. Dimos vuelta atrás y comenzamos a subir por la costa argentina del Atlántico durante casi dos días de navegación.
Puerto Madryn
Su nombre se le debe al Barón de Madryn, Sir Love Jones-Parry, quien de acuerdo con el gobierno argentino en 1865 asentó una colonia galesa de ciento cincuenta personas en el sitio que habían avistado dos años antes con tal propósito. Entonces, Gales buscaba otros destinos y la Argentina requería con urgencia inmigrantes que la ayudaran a poblar sus enormes vastedades. Hoy es una ciudad de ciento quince mil habitantes y es la capital nacional del buceo. En una de sus playas vimos centenares de lobos marinos rugir con escándalo y dormitar con placer sobre la arena. También hicimos un paseo para ver una colonia de pingüinos; en el camino nos topamos con un avestruz con el cuello alzado que todavía no había enterrado la cabeza en la tierra para ignorar al mundo.
Punta del Este
Seguimos subiendo por la costa atlántica hacia Punta del Este (Uruguay), el paraíso de veraneo de los uruguayos, argentinos y no pocos europeos. Nos impresionó la escultura de Mario Irarrazábal en Playa Brava. Los cinco dedos de una mano, de grandes proporciones, que sobresalen en la arena; también, Casa Pueblo, la casa museo del artista Carlos Páez Vilaró con reminiscencias dalinianas y griegas en Punta Ballena, desde donde se avistan los gigantescos cachalotes cuando expiran chorros de agua que delatan su presencia. Es una playa civilizada, con hermosos edificios y un agua demasiado fría para caribeños remolones como nosotros.
Montevideo
Era enero y 2010. El verano sureño en su esplendor. Pocos días antes habíamos recibido el Año Nuevo en alta mar y algo apuntaba en mi psique que venían grandes cambios en mi vida. Así fue. Por lo pronto, Montevideo se anunciaba en la distancia con su pequeña loma que le daba nombre a la ciudad mitad marina, mitad fluvial.
Había estado varias veces antes y me gusta muchísimo su tono de ciudad suspendida en los años cincuenta del siglo XX. Un país que alcanza su independencia liberándose de Brasil, y antes de España, y donde la Iglesia Católica llegó levemente a tal punto de que es el país con uno de los mayores números de agnósticos confesos en el continente. Interesante. Desde hace años lo llaman “la Suiza de América”, y hay razones para ello. Democracia y liberalismo se dan la mano, incluso cuando han gobernado los izquierdistas. Un caso raro de sensatez y sentido común, el Uruguay. La mayoría son personas adultas, ya curadas de “enfermedades infantiles”, seguramente.
Buenos Aires
Al no más bajarnos del barco el calor y la humedad nos sacudieron. Entonces entendí porque la ciudad se vacía en el verano. Es insoportable. Hicimos poco en las calles ardientes que nos empujaban a guarecernos en aires acondicionados de sitios cerrados. No obstante, volvimos a Puerto Madero y la Recoleta, y seguimos los pasos de Borges en su recorrido diario entre su casa y la Biblioteca Nacional. También volví a una plaza céntrica de la ciudad gigantesca que lleva el nombre de un venezolano excepcional que vivió allá en uno de sus exilios: José Antonio Páez. Volvimos a un restaurante de carne cuyo nombre es el de la calle donde queda: Sucre, una vía en recuerdo del Gran Mariscal. El trayecto concluía y a mí me seguía estremeciendo el recuerdo de la tormenta y el barco ladeado por la furia del viento. Todo es tan frágil y tan fuerte, a la vez.
Rafael Arráiz Lucca
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