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Emeterio Gómez nació en La Vecindad, estado Nueva Esparta, el 12 de marzo de 1942. Egresó como economista de la Universidad Central de Venezuela en 1965. Luego pasó a ser profesor de esa casa de estudios e impartió, entre otras materias, “Economía política”, en la cual alcanzó a ser profesor Titular. También llegaría a ser director del doctorado en Ciencias Sociales de la reconocida Facultad de Ciencias Económicas y Sociales (FACES) de la misma institución. Hizo, además, un doctorado en Ciencias Sociales en la Universidad de París y posgrados en filosofía en la Universidad Simón Bolívar. Gómez fue asimismo asesor de la Comisión para la Reforma del Estado (COPRE) y miembro destacado del comité académico de CEDICE.
Entre hacer dinero o dedicarse a la investigación, la escritura y la docencia optó por estos tres últimos oficios. Sus primeros libros de inspiración marxista se vieron relegados al olvido en su obra posterior de profundo cuestionamiento de ese pensamiento. Se asumió liberal y neoliberal. Adoptó la doctrina de Adam Smith con un gran sentido crítico. En sus años finales sus preocupaciones avanzaron hacia problemas de ética y religiosidad. Conferencista consumado; muy activo en los medios de comunicación social, en especial en la prensa escrita y la radio. Iconoclasta, irreverente, cuestionador: Emeterio Gómez muere en España el 20 de abril de 2020 a los setenta y ocho años, afectado por el coronavirus.
Gómez estudió el pensamiento económico venezolano de los años sesenta. Por un lado, Arturo Uslar Pietri insistía en la “siembra del petróleo”: los dineros provenientes de la renta petrolera debían invertirse en agricultura e industria. Por su parte, Rómulo Betancourt hacía énfasis en la distribución de esa riqueza, en especial en el trienio, para elevar el nivel de vida del pueblo. En la práctica, después de la caída de Pérez Jiménez se dio una suerte de síntesis de ambas visiones.
Al tomar el poder Betancourt llevó a la práctica sus ideas sobre la economía y la sociedad, de modo que sus concepciones prevalecieron durante décadas: ante la debilidad de la burguesía venezolana el Estado ocupó el papel de representar a la nación; así coadyuva a la creación de una clase empresarial. Betancourt es estatista, antiliberal, simpatiza con los sectores industriales y menosprecia el comercial y el financiero. Betancourt es partidario de la regulación de precios, del estatismo y de firme convicción en el carácter rentable de las empresas del Estado. Sus ideas se agotaron a finales de los años sesenta, pero han ejercido tal influencia al punto de repercutir en una política tercermundista, antiestadounidense, anticapitalista y antilucro. Todo esto unido a una cultura hispánica y católica antimoderna, a un pensamiento absoluto que se resiste a los cambios y a un radicalismo de izquierda que nos mantienen anclados en el pasado (Emeterio Gómez, «Algunos trazos del pensamiento económico de Rómulo Betancourt» en La economía de mercado. Selección de escritos y ensayos 1985-1991, Caracas, Banco Central de Venezuela, 1992, pp. 53-76).
En los años sesenta la cultura marxista, cepalina, estatista orientó una política denominada «Industrialización por Sustitución de Importaciones (I.S.I)». Esta política suponía que podíamos abrir fábricas sobre cualquier bien que se nos antojara producir. Estas industrias funcionaron bajo una rigurosa protección estatal que impedía la competencia. Se trataba de industrias ineficientes que producían a alto costo y perjudicaban a los consumidores solo para amparar a una minoría de productores incapaces.
Otra errónea política fue considerar que servicios públicos gratuitos o a bajo costo mejoraban la distribución del ingreso. Los usuarios de dichos servicios aumentaban –incluyendo la migración campo-ciudad interna y la de la marginalidad latinoamericana– culminando con una creciente y permanente pobreza, lo cual deterioró los susodichos servicios por no cubrirse sus costos y por sobresaturación.
Las políticas populistas sobraron en la democracia. Durante el gobierno de Carlos Andrés Pérez, por ejemplo, se intentó combatir el desempleo generando puestos de trabajo improductivos que se convirtieron en una enorme carga para el Estado. En esa misma gestión de CAP se violentaron todos los equilibrios macroeconómicos: balanza de pagos, presupuesto fiscal y política monetaria. El keynesianismo tropical de CAP condujo a que en 1977 las importaciones alcanzaran 40 % del PIB y a un sistema de prestaciones dobles que era mal visto por los inversionistas. Además de los ya mencionados empleos improductivos (estas señales anunciaban que íbamos camino al desastre).
Por su parte, el gobierno de Luis Herrera Campins careció por completo de una política económica para enfrentar la crisis. Se acudió al disparate de estimular la salida del país de inversiones para controlar la inflación. Persistió en los gobiernos adecos y copeyanos de estos años la idea socialista de resolver la crisis aumentando el gasto público y los subsidios. En vez de buscar los equilibrios en la economía se supeditaban estos al crecimiento económico y en metas utópicas a largo plazo. El llamado “Viernes negro” no se originó en el agotamiento de ningún modelo de desarrollo. La causa de ese desastre fue el mal manejo de la política económica los diez años previos y el pésimo abordaje de la coyuntura. Se dispararon las importaciones, se multiplicó el endeudamiento masivo a corto plazo para la realización de obras que se debieron realizar en quince o veinte años y se triplicó el empleo improductivo en cinco años. Al caer los precios petroleros en 1982 Herrera Campins, en lugar de propiciar políticas de austeridad, aumentó el gasto con fines estrictamente electorales. La socialdemocracia y el socialcristianismo venezolanos sufren de «el desconocimiento de la dimensión económica de lo humano» (Emeterio Gómez, La economía venezolana y la cultura de izquierda, Caracas, CEDICE, 1986, p. 36).
Con motivo de la crisis del «Viernes negro» del 18 de febrero de 1983 se iniciaron discusiones e intentos de poner en práctica políticas que tomaran en cuenta la rentabilidad de las empresas y la competencia en los mercados externos. En los primeros años del gobierno de Jaime Lusinchi se intentaron restablecer los equilibrios económicos abandonados por el impacto político de las reformas. Se persiste, entonces, en generar crecimiento económico con el gasto público. Lusinchi también se mantuvo reticente a restablecer las garantías económicas (Emeterio Gómez, El empresariado venezolano. A mitad de camino entre Keynes y Hayek, Caracas, Fundación Latino, 1989).
Finalmente, el intento más serio de abandonar las políticas económicas estatistas, asistencialistas, populistas y distribucionistas que se ha intentado en la democracia representativa fue el conocido “Paquete económico” del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez. Para 1991:
Los resultados cuantitativos de estos dos años de ejecución del Programa (…) podrían resultar realmente impresionantes. La reducción de la inflación de 81 a 36 %, el pasar la balanza de pagos de un déficit de 4.600 millones de dólares en 1988 a un superávit de 3.700 millones en 1991 y la conversión del fuerte déficit fiscal de 1988 (9,3 % del P.I.B) en superávit en 1990 (0,8 del PIB) no son, de ninguna manera, logros desdeñables. (Emeterio Gómez, Dilemas de una economía petrolera, Caracas, Editorial CEDICE / Editorial Panapo, 1991, p. 21)
Carlos Andrés Pérez declaró que lo más difícil de los ajustes ya se había realizado. Que en dos o tres años se completarían los cambios estructurales. Emeterio Gómez no era tan optimista, pues consideraba que un cambio a una economía de mercado pudiera llevarse mucho tiempo en Venezuela. Además, el gasto público, contradictoriamente, se halla desbordado y ni una política monetaria fuerte y restrictiva podría contrarrestarlo. Por otra parte, el mercado laboral mostraba poca flexibilidad para poder competir en los mercados externos. El proceso de privatización y de reestructuración de las empresas del Estado apenas se había iniciado. La reforma tributaria y la del aparato judicial revelaban enorme retardo.
El problema fundamental del programa económico de 1989 es que en realidad había dos programas. Uno explicito y otro implícito. El explícito sostenía la necesidad de diversificar la economía, estimular las exportaciones no tradicionales, establecer la primacía del capital privado y la ruptura de la dependencia del petróleo. Asimismo, disminuir el gasto público y el tamaño del Estado.
El programa implícito consistía en una inversión masiva para reforzar el carácter petrolero de la economía. A esto se unían megaproyectos destinados a explotar nuestras ventajas comparativas en petroquímica, energía, aluminio y, en general, productos primarios, entre ellos la agricultura tropical y el sector servicios (turismo). El predominio de este segundo programa incide en la revaluación de nuestro signo monetario por los enormes recursos financieros que ingresaban al país y en que no tengan sentido las periódicas devaluaciones para mantener subvaluado el bolívar y hacer competitivas nuestras exportaciones no tradicionales.
Uno de los peligros del programa implícito era el fortalecimiento del capitalismo de Estado y el debilitamiento de la sociedad civil. La indefinición de llevar adelante dos programas contradictorios, el explícito y el implícito, condujo al fracaso las reformas. Lo anterior, más los alzamientos sociales, los cuartelazos, el poco apoyo que tuvo aquel programa económico y el enjuiciamiento y destitución del presidente Carlos Andrés Pérez lo paralizaron por completo.
A estas alturas Emeterio Gómez, luego de un ardua reflexión que lo llevó del marxismo al liberalismo siendo muy crítico con ambos horizontes ideológicos, señala que el petróleo no es ninguna maldición. Que nos ayudó a convertirnos en un país moderno. Que la industria petrolera es una rama de la economía capitalista de las que genera más ganancias en el mundo. Gómez defiende nuestra condición de país petrolero. Venezuela debe aprovechar –dice– sus ventajas comparativas en la industria petrolera y diversificarla; en el campo de la petroquímica, minería, turismo y agricultura tropical. No debemos seguir malgastando recursos en ramas de la economía donde somos poco competitivos, elaborando bienes costosos y de baja calidad. Hay que reestructurar –afirma– el área no petrolera poco competitiva y de mínima productividad. Importar lo que no podemos producir con ventajas. Hay que privatizar todas las empresas públicas quebradas. Democratizar PDVSA y la CVG distribuyendo entre los venezolanos las acciones de esas compañías. Y colocar bonos en las bolsas de valores internacionales y del país. Hay que hacer un gran esfuerzo educativo para que este proceso sea proclive a la propiedad privada y a la rentabilidad. Se completaría así –señala Gómez– una auténtica revolución cultural y ética. Hay que avanzar en la reforma del poder judicial, en el cambio de las leyes para fortalecer los derechos civiles, políticos y económicos. El marco legal a partir de los años sesenta crea un cerco en contra de la eficacia y la competitividad económica (Emeterio Gómez, «La Constitución de 1961 y la creación de una economía competitiva en Venezuela» en Hacia una nueva Constitución, Caracas, CEDICE, 1992, pp. 9-23).
Profundizar la democratización de la sociedad y del Estado, reformar la legislación laboral para hacer competitiva nuestra economía, capacitar a la población para volverla productiva y hacer descansar la justicia social en la justicia conmutativa. Todos debemos producir e intercambiar lo generado. No se recibe nada sin dar nada. Todos trabajamos por el bienestar de todos. Abandonar el distribucionismo y el paternalismo estatal. Así se fortalecen las libertades individuales, la propiedad privada y la sociedad civil (Emeterio Gómez, Una propuesta económica social alternativa, Caracas, CEDICE, 1994).
Se cierra un ciclo histórico sustentado en las ideas económicas de Arturo Uslar Pietri y Rómulo Betancourt y en el colapso de la democracia representativa. Todo este panorama reformista se derrumba cuando irrumpe lo que Emeterio Gómez llama «la barbarie». A partir de 1999 enfrentó duramente los anacronismos de izquierda. Vaticinó que la inflación, el gasto público excesivo, el dinero inorgánico, las expropiaciones, las nacionalizaciones de empresas privatizadas destruirían a Venezuela. Así andamos, tal como lo analizó en varios de sus trabajos.
David Ruiz Chataing
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