Perspectivas

Elogio de la ficción

02/04/2022

Póster de «Troya» (2004), de Wolfgang Petersen

Todavía recuerdo cuando estrenaron en Mérida la película Troya. Estaba protagonizada nada menos que por Brad Pitt, Eric Bana, las bellísimas Diane Kruger y Rose Byrne, y los maestros Bryan Cox y Peter O’Toole. Mis alumnos de literatura griega acudieron en masa el mismo día del estreno, pero también los profesores del Departamento de Literaturas Clásicas nos pusimos de acuerdo para ir a verla, aunque con expectativas muy diferentes. Al otro día, la cara de decepción de mis alumnos era de antología. “¿Y qué, muchachos, qué tal les pareció la película?”, pregunté. “No, profe, eso no sirve para nada. Nada que ver”, me dijeron, y de inmediato comenzaron a enumerar con mucha erudición todos los aspectos en que la película se apartaba de la Ilíada. Que la flota griega no había sido tan numerosa, que ese no había podido ser el aspecto de Aquiles, que la toma de Troya no pudo ser de esa forma… todo en la película parecía una traición al reverenciado poema de Homero. Yo estaba orgullosísimo del conocimiento de la Ilíada que mostraban mis alumnos, sin embargo, habían olvidado un aspecto fundamental: “pero bueno muchachos, ¿se trata de una película o de un documental?”, les pregunté.

El asunto lo trata suficientemente Aristóteles en un pasaje de la Poética que hemos citado varias veces. Allí el filósofo establece la diferencia entre lo que es historia y lo que es poesía. Dice que el historiador cuenta las cosas “tal y como ocurrieron” y que el poeta canta “lo que pudiera ocurrir”. Por eso la poesía es “más filosófica y elevada” que la historia, porque canta “lo universal” (tà kathólou), mientras que la historia cuenta “lo particular” (Poet. 1451 b). En realidad, Aristóteles está estableciendo la diferencia entre lo que es ficción y lo que no es. La ficción no tiene límites. Puede narrar cosas que pudieron haber ocurrido o no, en cualquier lugar, en cualquier tiempo. La ficción es el territorio de lo imaginario, por tanto no conoce otros límites que los de lo verosímil (tò eikos). No tiene compromisos con la verdad, como sí los tiene la historia, aunque ese es un punto hoy bastante debatido. En todo caso, el único compromiso de la poesía es con la belleza. En ese sentido el poeta es, sin duda, más libre que el historiador.

En otro fragmento, esta vez escrito por un poeta, hacía tiempo que se había explicado esta extraña relación entre ficción y realidad. Al comienzo de su Teogonía, Hesíodo cuenta que un día que se encontraba apacentando sus ovejas al pie del monte Helicón se le aparecieron las Musas y le aseguraron que ellas podían “decir muchas mentiras con apariencia de verdades”, pero también, cuando querían, “sabían proclamar la verdad” (Theog. 27-28). Al aludir a estas mentiras con apariencia de verdades que pueden decir, si les da la gana, las Musas, Hesíodo se refiere, al igual que Aristóteles, al concepto de verosimilitud. Casi cuatrocientos años antes que Aristóteles, Hesíodo lo tenía muy claro. El poeta, para ser creído, no tiene más que decir cosas que parezcan verdad aunque no lo sean, aunque todos sepamos que no lo son y jamás serán. No pasa nada. Por eso es que Platón temía tanto a los poetas, al punto de expulsarlos de su república ideal, porque sabía que los poetas, y solo los poetas, tienen licencia para mentir, y en ese sentido son poderosamente subversivos. No olvidemos que Platón era un filósofo y un político frustrado, y por tanto temía profundamente los poderes de la imaginación.

Quizás, y por razones más que comprensibles, no haya otros más conscientes de los poderes de la palabra y de la ficción que los sofistas, esos maestros de la dialéctica y la manipulación que tuvieron que sufrir la maldición de Platón y la expulsión de la filosofía. Gorgias de Leontinos, el maestro siciliano que perfeccionó la retórica en el siglo V a.C., escribió un singular tratado con el nombre, provocador donde los haya, de Elogio de Helena. El tratado en realidad es un ejercicio retórico donde Gorgias demuestra que, con las debidas técnicas y adecuadas estrategias, es perfectamente posible defender aún las causas más indefendibles (cuanto era la causa de Helena, que abandonó su tierra y su marido en pos de un amante, ante los ojos de los antiguos griegos). En un célebre pasaje del Elogio de Helena (Hel. 8-9), Gorgias afirma: “la palabra es un señor muy poderoso, que con un cuerpo diminuto y casi imperceptible es capaz de realizar las acciones más divinas (theiôtata érga), pues es capaz de detener el miedo, aliviar el dolor, suscitar la alegría y acrecentar la compasión”. Y poco más adelante: “un temor reverencial, una afligida compasión y una nostálgica tristeza se insinúan en los que escuchan la poesía. Por intermedio de las palabras, el espíritu se deja afectar (psykhê épathen) por un sentimiento especial relacionado con aventuras y desventuras de personas y acontecimientos que nos son ajenos”.

Todos hemos ido alguna vez al cine y sabemos que ese monstruo terrible que es Godzilla, que ese villano insuperable que es Dart Vader, no existen ni han existido ni existirán jamás, y que solo pueden existir en la imaginación de sus creadores y en la magia de la pantalla. Y sin embargo, queremos creer cuanto estamos viendo. Con cuánto placer nos abandonamos a las leyes aparentemente caprichosas de la mentira, con cuánto gusto nos perdemos en los laberintos de la ficción. Se trata de uno de esos misterios de la psique humana que ojalá queden ocultos para siempre: ¿por qué nos causan tanto placer algunas mentiras artísticamente elaboradas?, ¿cuál es el secreto por el que nos gusta tanto sucumbir ante los poderes de la ficción?

Fue el pequeño pero insuperable error de mis alumnos. No entendieron que aquella película no era más que un ejercicio de ficción inspirado en aquel poema que tanto veneraban. No calibraron el punto exacto, el límite preciso donde acababa la historia que tan bien creían conocer, y dónde comenzaba a volar la fantasía y la imaginación. No toleraron que se alterara una letra de aquella historia en la que les enseñamos a creer, sin sospechar apenas que también esa historia venerada podía ser una mentira. No quisieron dejarse llevar por aquella nueva historia que les estaban contando, no quisieron jugar a la ambigua seducción de lo verosímil, y por eso se perdieron de un buen rato de manos de una nueva mentira más o menos bien contada. Tal vez, como aquel viejo Platón que cuidaba celosamente de su República, tuvieron mucho miedo de los poderes insuperables de la ficción.


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