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Aunque sus padres formaban una modesta familia en La Paz (Bolivia), Eliana Sevillano nació en el mundo de la pintura. Dos tíos eran creadores reconocidos, uno de ellos de filiación “realista-socialista” y el otro, Oscar Pantoja, personalísimo y versátil explorador de la libertad expresiva. Es éste quien estimula a la niña, desde sus cuatro años, a jugar con imágenes, cuadernos, acuarelas. Hasta el extremo de ofrecerle hacer una exposición con sus garabatos.
En 1955 la familia (Hugo Sevillano, Ana Alandia Pantoja y sus dos pequeñas hijas), sintiéndose oprimida por la revolución de 1952, abandona Bolivia. Se radica en Caracas, donde Eliana ingresará aún púber en la Escuela de Artes Plásticas.
La década de los sesenta le resultará prodigiosa. El trato, la inventiva, la disciplina y la revelación de mundos singulares la rodean por influjo de sus maestros: Jacobo Borges, Rafael Ramón González y por la capacidad analítica y crítica de Clara Diament de Sujo. Son los años en que trabaja con el óleo y sobre un tema incesante: la figura humana, fascinación que deriva de su encuentro con la obra de Armando Reverón. El gran paisajista la subyuga desde sus atmósferas y sus siluetas irradiantes.
Nada tan importante en el panorama cultural de Venezuela para entonces que los Salones Oficiales, donde se confrontaban consagrados y jóvenes. Casi de manera precoz, Sevillano se atreve a participar allí y al ser aceptada lo hará muchas veces.
La historia del Museo de Bellas Artes de Caracas es deslumbrante. Instalado en un palacete creado por Carlos Raúl Villanueva en la década de los treinta, rodeado por el bosque de Los Caobos y en el núcleo trepidante de la ciudad, recibirá a artistas antiguos y modernos de fama mundial. En plena juventud, Sevillano contemplará y estudiará allí las creaciones de Tàpies, Burri, Albers, Turner.
Poco después se producirá su experiencia reveladora con la exposición del colombiano Alejandro Obregón, que la induce a introducirse, para siempre, en el reino de la abstracción. En ese mismo rapto la absorbe el tratamiento visual que Mateo Manaure realiza con su legendaria muestra “Suelos de mi tierra”. Estamos ya en 1970 y a estas transformaciones perceptivas se une la utilización del acrílico.
Pero la década también ha encendido una alianza importante: jóvenes de diversas edades (como Ángel Luque, Maite Ubide, etc.) suscitan el círculo del Pez dorado en el que Sevillano participará activamente. Primero por Los Caobos y luego en la avenida Casanova, el grupo realiza recitales poéticos, conferencias, exposiciones.
En 1977 ingresa al CEGRA, donde confía en las enseñanzas de Luisa Palacios, Manuel Espinoza, Carúpano, Edgar Sánchez. Y un año después recibe la Bolsa de Trabajo del CONAC para trabajar en artes gráficas en Arezzo, Italia. Con el tiempo, Sevillano comenzará a vivir en esta ciudad, como lo hace hoy, aunque su presencia artística y personal en Caracas no pierde intensidad.
Para 1990 con motivo de una muestra suya en Nueva York vivirá otra de sus grandes experiencias: el hallazgo de las envolturas, los lienzos, las telas dobladas en la sala egipcia del Metropolitan, promete para ella sensaciones nuevas. La fuerza de este contacto, creo, debió tener para la artista viejas resonancias: despertaban su anterior e íntimo vínculo con los materiales de Armando Reverón.
En el otro gran museo le corresponde comprobar, como lo afirma con entusiasmo hoy, “la revolución de las revoluciones plásticas”: la obra de Claude Monet, trazos, sustancias y sus piezas gigantescas, síntesis de la mirada de su tiempo y futuro que no concluye.
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Por oposición o afiliación nadie queda excluido en Venezuela del influjo que ejercen las búsquedas geométricas y los estallidos cinéticos, afirmados en la década de los cincuenta y en franco combate con la irrupción del informalismo y del pop al iniciarse los sesentas.
Albers y Mondrian sostienen a nuestros primeros abstractos; y un secreto eco de ellos vibra tras las rítmicas composiciones de Eliana Sevillano, siempre. Sólo que su sensibilidad la lleva hacia la ebullición, el fermento, lo matérico de ciertas formas esenciales (cuadrado, rectángulo, franjas, perspectivas, asomos), que parecen anteriores al rigor geométrico.
Nada cuesta imaginar a la joven artista caraqueña sumergida o flotando en un universo creado por Luisa Palacios, Jacobo Borges, Luis Guevara Moreno, Luisa Richter, Régulo Pérez, Humberto Jaimes Sánchez, José Antonio Dávila, Alberto Brandt, Francisco Hung, Elsa Gramcko, Ángel Luque. Algo hay en la tarea cumplida por el color, en la angulación de figuras y fondos, en las audacias temáticas de todos estos creadores, que los conduce a una profunda unidad imaginante, pese a sus totales diferencias conceptuales.
Quizá sin tal cerco de posibilidades Sevillano no habría sido impulsada al raro fenómeno del hallazgo personal –equidistante y opuesto, similar pero único, nuevo y anterior– en que se fragua la duración de una obra, es decir, la vida verdadera del artista. Creo que su encuentro con los maestros internacionales ya nombrados y otra vez con ellos y otros hoy en los museos del mundo, ese múltiple encuentro afinó, descartó y enfatizó lo que el humus estético de Caracas ya había establecido en ella.
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Hacia 1950 se inicia el trabajo abstracto de Mercedes Pardo. Nada extraño si tomamos en cuenta el grupo de artistas, acabado de citar, que abrían novedades en nuestra plástica. Sólo que con Pardo la abstracción será definitiva y su experimento con el color es tan extraordinario que ocuparía un gran lugar en el estudio y la comprensión del color y en su goce. Ambos rasgos también pueden ser advertidos en la obra de Eliana Sevillano. Ajena a la rigidez de aquélla, su ruta con las formas es, sencillamente, personal; también su capacidad de invención, sugerencia, sustituciones, acoplamientos y dispersiones con el color parece inagotable. Puede traducir el blanco en matices incesantes; escribir para el espectro visual con notas siempre inesperadas.
El lenguaje formal de Mercedes Pardo podría estar más cercano a lo que el norteamericano Clyfford Still lograba en esos años. Su economía espacial, la elegancia compositiva y su vitalidad son permanentes. Sevillano en cambio (no en vano había sentido hondamente la irrupción del informalismo) se inclinará (o será elegida) por la textura, por la materia. Hasta el extremo de rehuir el refinamiento, lo completamente acabado. Un vínculo secreto con el arte povera.
Así, lo que es común a cualquier pintor, la lucha con matices y líneas, adquiere en Sevillano una singular unidad a través de sus instrumentos predilectos: formas, colores, dimensiones. Su repertorio formal, sin duda centrado en el cuadrado, posee cualidades imprevisibles, puesto que a partir de él desarrolla –con la excepción casi unánime del círculo– el más rico tema con variaciones. Su coloración desafía a la pupila, ya lo hemos dicho. (La omisión de lo esférico en Sevillano bien merecería atención especial, por cuanto su gusto por el lienzo, las telas, los tejidos, de tan acendrada vinculación con lo femenino o lo maternal, no posee correspondencia gráfica en su obra con el signo circular, planetario, atributo de la Tierra, del origen. ¿Quizá porque el círculo es también referencia a lo acabado, a la perfección?).
Pero el sabio manejo del acrílico y la controlada incorporación de sustancias propician uno de los mayores secretos (o revelaciones) de esta artista: la desafiante y misteriosa fuerza de las dimensiones. Apenas entramos en contacto con alguna de sus telas, su posible centro, sus lados, sus bordes tensan nuestro ojo hacia diversos lugares. Y el principio para este hechizo radica en el soporte sobre el cual la artista procede, que ya es tela misma, donde quizá tierras o arena, otras telas y tejidos, restos de ropa, tules, orone, pintura gruesa, huellas se adhieren a la superficie y la transforman.
El cuadrado o el rectángulo inicial (tela de la obra), apenas sea tocado por la artista con sus sugerencias de colores o sus texturas, comienza a superponer estrías, planos, abismos, límites y secuencias que parecen huir o acercarse. Desde la inquieta serenidad de las superficies un mundo se balancea. Sin advertirlo estamos descubriendo así que los elementos del cuadro flotan o caen, y con ellos, nosotros también. Sin trampas al ojo, sin recargamientos barrocos. Esto no excluye, desde luego, obras en que el primer plano domina, dirige y sostiene su extensión. Sevillano practica un raro clasicismo ascético. Más próximo a Calímaco que a Séneca.
Por lo tanto, el repertorio expresivo antes aludido se convierte en una in/móvil vitalidad espacial; en un inestable acorde de dimensiones subjetivas, desencadenadas por la materia pictórica. Como si el llamado de estas obras nos obligase a la pura percepción: zonas que se apoyan unas en otras, filos sutiles, rugosidades interrumpidas, rendijas, perspectivas que nos conducen hacia algo in/mediato. El cuadro existe para mostrar su envés, sólo que éste es la superficie misma: y ésta el testimonio de un acto de mirar: ventana a un más allá que somos la obra y nosotros.
Todo ello nos permite arribar al singular carácter de esta obra. Para hacerlo, citaré algunos de los títulos con que Sevillano ha designado sus exposiciones: Elemento Tierra, Realidad latente, Del oro a la arena, Materia irreal, Rojo del amor o alquimia del sentimiento, Transmutaciones, Zona intermedia, Lo profundo de la superficie y algunos títulos de sus cuadros: A la noche, Agua, Azul como infinito, Plenitudes, Blancos del alma, Jaspe, Hacia oriente, Encuentro, Morada, Regreso, Inquietudes, Solares, Inmaculada, Nueva luna.
Así como ha pintado, durante décadas la artista ha elegido los vocablos que, en su imaginación, captan el aura de las imágenes. Y lo hace con impresionante coherencia, hasta el punto de que no sabemos si el nombre es anterior o simultáneo con la ejecución. Entre ambos, palabra y materia, no hay distancia; y casi podríamos decir que lo pintado es el centro cambiante de la personalidad emotiva de la artista.
No hay duda de que su infancia tuvo el dramatismo del exilio y que en su juventud padeció los ardores del desencanto y las dificultades, así como en la madurez optó por otra lengua y otro país, señales también de doloroso doble desarraigo. Sin embargo, el poder superior de esta pintura es su otra dimensión: la de la sensibilidad abierta a la vida, al hechizo de lo natural; la sensibilidad para convertir al dolor en penumbra y melancolía, en sereno encuentro.
Dentro de nuestros días ríspidos, crueles y tumultuosos, esta obra persiste como un eco de la solidaridad, del resplandor y la dicha.
José Balza
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