Literatura

El violín de Einstein (relaciones entre ciencia y poesía)

Fotografía de Lwp Kommunikáció / Flickr

07/04/2018

Quiero empezar relatando una breve anécdota. En una oportunidad, un amigo común le prestó al poeta Ramón Palomares el libro de física divulgativa titulado Historia del tiempo, de Stephen Hawking. Después de transcurridas varias semanas, Palomares –según me lo contó él mismo– le devolvió la obra a nuestro amigo, diciéndole: “Gracias. Es un libro de alta poesía”.

Yo, entonces, desearía preguntar: ¿qué es lo que hace que una teoría científica pueda ser percibida por un poeta como un asunto afín a su trabajo creador, como cargada de poesía, en una palabra: como un poema?

Trataremos de responder esa pregunta desplegando suscintamente algunos conceptos en torno al conocimiento humano. Así, pues, diríamos que la facultad cognoscitiva del hombre actúa de tres formas básicas y diversas:

1. Como razón

2. Como intuición

3. Como simbolización

1. Lo típico de la actividad de la razón es el discurrir partiendo de lo conocido a lo desconocido: el instrumento privilegiado de la razón en ese discurrir es el concepto. Y para la formación de los conceptos es necesario que el discurrir racional se apoye de algún modo explícito en los sentidos. La razón conoce ante todo lo individual, lo distinguible, lo diferenciado. Se trata de una actividad múltiple y móvil: el hombre ha de ir pasando de una verdad alcanzada a otra, entrelazándolas lógicamente. Además, la razón, de una manera que le es intrínseca, divide y separa al sujeto del objeto conocido.

2. La intuición es el “intellectus” de los clásicos. Se trata de un tipo de conocimiento a través del cual el hombre capta de un solo golpe una verdad, incluso sin necesidad de la cadena lógica que fabrica el pensamiento discursivo-racional. Si la razón conoce lo individual, lo distinguible y lo diferenciado, la intuición aprehende la globalidad, el conjunto, el todo. Su propia actividad no es diferenciadora. Le corresponde el mundo de la identidad, el ser mismo, indiviso. Y en la intuición se evapora la dualidad sujeto-objeto.

Las relaciones entre razón e intuición pueden ser vinculadas analógicamente con aquellas que se dan entre el movimiento y el reposo o la quietud. Para algunos pensadores, el reposo es el origen y el término del movimiento: lo que se mueve parte de lo que permanece inmóvil y vuelve allí. La razón, que es movimiento, tiene su punto de arranque en la intuición, que es quietud omniabarcante, y tiende a volver a ella.

3. El conocimiento simbólico capta lo real representativamente, es decir, por medio de imágenes.

¿Cuál es el origen antropológico del conocimiento simbólico?

El hombre percibe muchas veces, sobre todo cuando se encuentra en situaciones que lo comprometen por entero, que su experiencia de la realidad implica una especie de excedente de sentido, el cual esa misma experiencia no agota; es decir, experimenta un desfase o desnivel entre:

–lo visto y el trasfondo de la visión;

–lo comprendido y el marco general de comprensión;

–lo captado y aquello que sigue abierto;

–lo que ya tiene y, a pesar de la posesión, continúa buscando;

–lo expresante y la totalidad de lo expresable.

El hombre es, pues, un ente escindido entre el padre-razón, que ve, y la madre-deseo, que siente la inabarcabilidad de lo visto.

De allí brota el conocimiento simbólico: frente a la coherencia unívoca del conocimiento racional, expresada a veces en signos matemáticos, exactos y controlables, el conocimiento simbólico da cuenta de aquella escisión entre lo visto y la inabarcabilidad de la visión: en el símbolo, un nivel de realidad (lo captado y capturable, lo visto, lo comprendido, lo que se tiene) se vuelve significante de otro nivel de realidad, más profundo y totalizante (lo que sigue abierto, lo no capturable, lo inexpresable). Este es el modo privilegiado, el del conocimiento simbólico, que caracteriza a la actividad del poeta. Dicha actividad se confía básicamente a la palabra, de una manera intransferible, como no lo hace el mero despliegue de la razón humana. Los griegos sabían, como nos lo recuerda Albert Bégin, que existen dos formas de emplear la palabra:

–“logos”

–y “mythos”.

Por “logos” entendemos la palabra emanada del pensamiento racional. Por “mythos”, la palabra simbólica, la que brota del conocimiento representativo, o sea, como decíamos, el que hace de lo captado un significante de lo que sigue abierto. Este conocimiento se expresa en imágenes: al contrario de lo que sucede con el conocimiento racional, que es formalizable y operativo, el conocimiento simbólico es axiológico, es decir, valorativo, implica evaluaciones físicas (sensoriales) y psíquicas (anímicas) de los objetos que pueblan el mundo. Le es intrínseco el sentimiento: sentir significa evaluar, valorar las cosas.

Si el poeta se desvía de “logos” para habitar el “mythos”, si mitifica o se sumerge en el mito, lo hace porque su palabra, fruto del conocimiento simbólico, pretende dar cuenta de aquel excedente o exceso de sentido cuando todo él, existencialmente, se halla implicado. El poeta conoce, con un tipo de conocimiento vivencial, experiencial, que solo puede testimoniar ese exceso de sentido, solo puede presencializarlo, si lleva hasta sus últimas consecuencias las posibilidades imaginarias y rítmicas del lenguaje, es decir, si allega a éste, al lenguaje, a lo indecible.

Tácita en el conocimiento simbólico que representa la poesía reside la percepción de la unidad ontológica del universo. Como toda conciencia situada en el marco de nuestra específica civilización, la occidental, la conciencia del poeta, troquelada culturalmente, lo convence de que es un individuo autónomo, separado, un sujeto que se opone a los objetos que lo rodean. Pero el poeta, en virtud de su vocación particular, desde el fondo de su ser aspira a la unidad de la totalidad cósmica (la unidad donde ya no hay sujetos que enfrenten a los objetos y lo interior y lo exterior se encuentran conciliados). En efecto, forma parte del conocimiento simbólico del mundo el postulado, implícito dentro de él, de que hay correspondencias analógicas entre las distintas manifestaciones y niveles del cosmos, entre lo celeste, lo terrestre y lo abismal. Si las cosas pueden ser símbolos las unas de las otras es que existe analogía entre ellas. El vehículo por excelencia de la simbolización del poeta es la metáfora, palabra que puede ser entendida en dos niveles: como lo que conduce al lenguaje más allá, más al extremo de sí mismo (precisamente para rozar lo indecible) y como lo que establece conexiones entre las cosas. De esta forma, el conocimiento simbólico propio del poeta entraña una manera de residir en el universo que empieza por vivenciar a este, no como un objeto o una serie de objetos pasivos e inertes, propicios para la instrumentalización dominadora, sino como un “totum” orgánico, viviente, con el que se mantienen vínculos simpatéticos, empáticos, afectivos. El poeta no es un mero sujeto, sino un verdadero y activo participante: contempla al mundo sabiéndolo interlocutor; este le habla desde la unidad captada por vía analógica. Vía que solo las virtualidades e imágenes inherentes al lenguaje permiten revelar. Pero a lo que el poeta atiende sobre todo en esas imágenes simbólicas entrelazadas por el ritmo del lenguaje es al exceso de sentido que ha puesto en movimiento su actividad creadora. A ese excedente de sentido, el “no sé qué que quedan balbuciendo” las cosas (Juan de la Cruz), lo llamamos precisamente poesía.

Cada vez que el ser humano se encuentra en la coyuntura existencial y cognoscitiva antes descrita –cuando constata ese desfase entre lo expresado y la magnitud de lo expresable– se moviliza su capacidad simbólica en función de aproximarse a lo indecible, de cercarlo. Entonces aparece, de un modo u otro, la poesía. Esta existe más allá del poema, porque puede haber –de hecho hay– muchos cuerpos verbales deliberadamente confeccionados para tratar de abarcar aquel estremecimiento singular en que consiste la poesía que se mantienen, empero, alejados de ella, en verdad extrínsecos a su medular epifanía. La poesía, como excedente de sentido, trasciende al poema y puede revelarse al hombre en muy diversas manifestaciones naturales o culturales: un paisaje, un cuerpo, un teorema, una canción, un edificio, una teoría filosófica o científica, un baile, unas lágrimas, una visión posibilitada por el lente de un microscopio, un sueño nocturno, un abrazo. En la medida en que ante esas manifestaciones el hombre perciba la inagotabilidad e inabarcabilidad de su experiencia, el desnivel ya mencionado entre lo que tiene y lo que busca, experimenta también el hecho poético, se topa con la poesía. Podrá verbalizarla o no como un poema, pero ello no es imprescindible para gozarla y padecerla a fondo.

Ahora bien. Hemos descrito las tres formas en las que opera la facultad cognoscitiva del ser humano. Agreguemos que a estas tres formas corresponden tres tipos de hombres, según se privilegie, dentro de una determinada actividad mental, cada uno de estos modos cognitivos: el sujeto del conocimiento racional es por antonomasia el científico; el del conocimiento intuitivo, es el místico; y el del conocimiento simbólico, el poeta.

Y sin embargo, aunque efectivamente cada uno de estos tres tipos humanos concede importancia primordial, dentro de su esfera propia, a una de las formas cognoscitivas señaladas, ninguno de ellos puede decir que atiende de manera unidimensional solo a aquella que es el centro de su actividad mental, prescindiendo de las otras. Si el místico acalla el pensamiento discursivo-racional para privilegiar el relámpago de la intuición, porque está convencido de los límites inherentes a la conceptualización y los símbolos, y desea acceder a una experiencia radical, sin mediaciones, de la totalidad, no se permite, empero, olvidar que la única manera de garantizar la resonancia existencial de lo percibido intuitivamente, su continuidad psicológica y su aposentamiento en la mente, es acudir al apoyo del razonamiento y de los símbolos. Ello explica que en el Óctuple Sendero, que consagra la Cuarta Noble Verdad del budismo, se especifique que a la “justa visión” le siga el “pensamiento justo”, el “recto pensar”. Y explica también el hecho, aparentemente incongruente, de que un planteamiento casi iconoclasta como el budista –desconfiado en principio de toda representación– conozca sin embargo la profusión simbólica del mito y del arte; bastaría mencionar, para recordar solo el caso del zen japonés, sus artes plásticas, su caligrafía, su jardinería, su artesanía, la ceremonia del té, las artes marciales, la forma poética del hai-kú: todas estas expresiones culturales iconizan un imaginario, vuelven plásticamente simbólica una experiencia, en última instancia indecible e inenarrable, de la realidad.

El poeta, por su parte, al enfatizar los alcances del conocimiento simbólico, tampoco puede en modo alguno abolir en la órbita específica de su actividad la apoyatura imprescindible de la intuición y de la razón. A nadie le resulta difícil detectar que el proceso creativo de simbolización surge a menudo de intuiciones cognitivas –preñadas de realidad– que luego necesitan, para explayarse y transmitirse, precisamente de la corporalidad concreta de los símbolos, la plasticidad de las imágenes, la fuerza contagiosa de los ritmos del lenguaje. Cuando el poeta termina su poema, redondeando su arquitectura verbal –la cual da toda la medida de su acabamiento formal– con frecuencia obtiene el regusto de una calma intuitiva, como si el difícil ensamblaje de las piezas de su discurso simbólico culminara en un solo y globalizante sosiego a través del cual le es dado saborear, ya sin palabras, una auténtica experiencia del ser, quieta en su inabarcabilidad. Y en cuanto a la razón, a lo intrínsecamente unida que está la razón a su propio trabajo, todo poeta nos dirá que ese organismo viviente de palabras llamado poema está dotado de estructura y música. A una materia concreta –algunas palabras de su idioma– el poeta debe otorgarles forma. Y formalizar significa siempre regular internamente una materia determinada. ¿Y quién operará esa regulación formalizadora sino la razón del poeta, puesta al servicio de su creatividad simbólica? ¿Quién sino la “ratio”, que estructura y mide las palabras dentro de un diestro, rítmico encadenamiento sintáctico, organizará el material imaginario y sonoro del poema para que este no se disperse en el sin-sentido?

Y, en fin, ¿qué diremos del científico? ¿Podrá prescindir este, en el ámbito eminentemente racional donde trabaja, de los aportes del conocimiento intuitivo y del simbólico?

En primer término, al postular, al comienzo de este texto, que las relaciones entre razón e intuición pueden ser vinculadas analógicamente con las que se dan entre el movimiento y la quietud estábamos señalando que el conocimiento racional nace de la intuición y hacia ella, en última instancia, se dirige. La facultad raciocinadora, que se mecaniza mediante los conceptos, descansa, al final de su trayecto argumentativo, dentro del reposo totalizador de la intuición. A este respecto quiero citar a Thomas Merton: “Toda ciencia ha de llenarse la conciencia de su propio conjunto”. Es decir, lo desmenuzado y particularizado que solo la razón discierne y vivisecciona para ser aprehendido como conjunto orgánico, debe ajustarse a una visión integradora que solo la intuición garantiza, por más que, luego, esa intuición global, al dar cuenta de sí misma, deba nuevamente apelar a la formulación conceptual y matemática.

Por otra parte, ¿no está llena la historia de la ciencia de raptos intuitivos, surgidos de la creatividad mental y espiritual de los científicos, por medio de los cuales incluso un acontecimiento natural, un encuentro inopinado y brusco con aspectos inesperados de la vida desembocaron en la epifanía desbloqueadora que otorgó la solución buscada de un problema o el despertar de un riguroso ordenamiento lógico?

Eso en cuanto a la intuición. ¿Y en cuanto al conocimiento simbólico y poético? ¿Forma parte del trabajo científico el contacto tácito o explícito con ese tipo de conocimiento?

Hemos dicho anteriormente que cada vez que el hombre se encuentra en medio del desnivel entre lo captado y lo que permanece retadoramente abierto, entre lo comprendido y el marco general de comprensión –en definitiva, entre la razón y el deseo–, tal situación convoca, soterrada o manifiestamente, a la poesía. Habíamos afirmado que esta es el exceso de sentido brotado en el espesor mismo de aquella situación. Ese excedente de sentido, decíamos, puede no ser verbalizado como poema sin dejar por ello de ser poesía.

Así, pues, ¿no se encuentra muchas veces todo científico, en especial los teóricos, dentro de la situación descrita, cuando estalla en la conciencia el hecho incontrovertible de que lo captado no agota el marco general de captación, más aún, de que este último permanece insondable, abierto, inabarcable? ¿No nos ofrece hoy la física cuántica y las visiones cosmológicas derivadas de ella, verdaderos cuadros poéticos del universo, poéticos no solo en el sentido escueto de su belleza formal, sino en el infinitamente más profundo de que ante ellos somos colocados de bruces frente al desafío de lo indecible, de lo que en su inagotabilidad de significado subvierte nuestra habitual seguridad cognoscitiva, nuestras costumbres mentales? La realidad fáctica de que la gravedad tenga como efecto curvar el espacio y, entonces alrededor de un objeto material –por ejemplo, una estrella o un planeta–, el espacio que lo ciñe se curve, dependiendo el grado de curvatura de su masa, y, como el espacio no puede ser jamás separado del tiempo, este se ve afectado por aquel mismo objeto material, propagándose a diferentes velocidades en las diversas regiones del universo (el tiempo, pues, es tan múltiple como el espacio); el hecho paradojal de que una cosa sea una partícula, es decir, una entidad contenida en un pequeño volumen, y a la vez, al mismo tiempo, sea una onda, moviéndose sobre una vasta región del espacio; la asombrosa, aterradora hipótesis que sostiene que en el centro de la singularidad del “hueco negro” –y al parecer los hay en nuestra propia galaxia– cese de haber espacio-tiempo: todas estos postulados, y muchos otros de la misma índole, ¿no son descripciones poéticas, percepciones a partir de las cuales accedemos a un exceso de sentido que toca la frontera de lo inexpresable y que están llamando, en virtud de su propia dinámica cognoscitiva, al poema, a un conjunto de imágenes simbólicas que atestigüen nuestro pasmo, nuestro asombro, nuestra capacidad de maravillarnos y nuestra reverencia ante las posibilidades copiosas de la realidad? Pero quizá no haga falta tal poema. Ya existen sus equivalentes: son las fórmulas físico-matemáticas donde aquellas certezas e hipótesis están dichas para siempre.

***

(Conferencia dictada en la Escuela de Física de la Universidad de los Andes, Mérida, en octubre de 1991).


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