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A mi amigo Valmore Agelvis
No cabe duda, el vino es un regalo de los dioses, pero sobre todo, una de las grandes herencias culturales de los países mediterráneos. El vino es la bebida por excelencia de la antigüedad. Creo que no hay una bebida que tenga una relación tan estrecha con la literatura, ninguna tan cantada en la poesía, tan estudiada por la historia y la geografía, y por supuesto, por los tratados gastronómicos que ya entonces se escribían. Teodoro de Hierápolis (Ath. X 412 e) refiere las monumentales borracheras de Alejandro de Macedonia y su padre Filipo. El Symposion de Platón, uno de los textos filosóficos más influyentes de la antigüedad, es también el relato de una gran borrachera. El vino y las palabras, creo que está allí gran parte de su éxito y pervivencia. No tengo que decir que el vino es mencionado en la literatura desde el mismo Homero. Quizás con la sola excepción de los pitagóricos, su aprecio es general. Gracias a ello conocemos detalles que desconocemos de cualquier otra bebida de la antigüedad. Sabemos cómo se elaboraban, dónde, cómo se consumían y cuáles eran los más estimados.
En la antigua Grecia se consideraba que el vino no solo era saludable, sino nutritivo, siempre que se bebiera con moderación. Como dice Platón (Ley. 674 b) y repite Eurípides (Ba. 772), solo tres copas diarias: una para la salud, otra para el amor y otra para el sueño. En Homero, el término para nombrar al vino es óinos, pero también aparece como méthy, vieja palabra indoeuropea para nombrar a todo lo que sirviera para emborrachar. También aparecen las palabras gleûkos y tryx para designar el mosto sin fermentar o el vino nuevo sin añejar o poco refinado. Respecto a los colores, sabemos que entonces ya se diferenciaba entre el vino “negro” (mélas) o tinto oscuro, el “rojo” (erythrós) o el “blanco” (leukós), que ya mencionan Homero y Arquíloco. Ayer como hoy, era opinión general que el vino blanco era más ligero, diurético y digestivo, aunque con tendencia a subirse a la cabeza, según atestigua nada menos que Hipócrates (Vict. I 1-2).
Cómo se elaboraba
Celebrada la vendimia, la uva era llevada a las prensas, donde se destilaban tres tipos de mosto: el primero fluía antes del prensado y era el más dulce y desde luego el más apreciado. Con él se hacía el apreciado prótropos, especialidad de la isla de Lesbos según Ateneo (I 26 b), pero también de Cnido, cuenta Plinio (XIV 75). El segundo era el mosto de prensa, que desde luego era menos apreciado, y menos aún el hollejo vuelto a prensar, con un alto contenido de taninos. Con este se hacía un “vino de segunda”, déuteros óinos, para consumo de esclavos y gentes de escasos recursos, según cuenta Dioscórides en su De materia medica (V 6, 15-16). En general se procuraba que la uva estuviera lo más madura posible para aumentar el contenido de azúcar y lograr el “vino dulce”, glykòs óinos, muy apreciado. Es el caso del prótropos de Lesbos, pero también el psíthios de Creta, el hypókhytos de Rodas y otros de Tasos y de la zona de Egóstena, en la frontera entre el Ática y Beocia. Menos apreciado era el omphakítes, un vino de uvas verdes y agrias, la omphákes.
La fermentación de los mostos se realizaba en odres de barro, donde podían permanecer diez, quince y hasta veinte años. Era inevitable que el mosto adquiriera mal sabor. Para evitarlo, untaban a los odres resina de pino, que tenía el problema de que también alteraba el sabor. Todavía hoy, dos mil años después, es común hallar en las mesas griegas, especialmente en el Ática, el vino de resina, la Retsína. Solo en época romana, por el contacto con los galos, se comenzó a madurar los mostos en barricas de madera (cubae) y a utilizar el corcho, como cuenta Horacio en una de sus Odas (III 8, 10), pero no parece que fuera lo más común. Los griegos, para proteger los caldos de la oxidación, “taponaban” los odres cubriéndolos con una capa de aceite y después los tapaban con arcilla.
Para clarificarlos, estabilizarlos, preservarlos de la acidez y simular olores y sabores desagradables, se procedía a mezclarlos con otro mosto, como cuenta Teofrasto y dice Ateneo que era el caso de los vinos de Heraclea y Eritrea, y más tarde el caso del romano Falerno y el de Quíos, como dicen Horacio (Sat. I 10, 23-24) y Tibulo (II 1, 27-28). También se les añadía agua, incluso agua de mar, que servía para darles cuerpo según Plinio (XIV 120), aunque el gaditano Columela en su Re rustica (XII 25, 1) dice que era para su conservación, especialmente después de que los caldos griegos comenzaron a ser exportados a Roma. También podían añadírsele minerales como arcilla, mármol o yeso para darles cuerpo, purificarlo y estabilizarlo, lo que aún se hace. Plutarco (Mor. 914 d) dice que este procedimiento era común en zonas alejadas del mar. Una manera de acelerar la crianza era someter a los vinos al calor, independientemente de la costumbre de beber vino caliente en invierno, que existía en Roma y aún se usa en Alemania. El “vino ahumado” figura en algunos menús romanos que han llegado hasta nosotros.
Cómo se bebía
La porosidad de los recipientes de barro tenía dos consecuencias: por un lado permitía la entrada del oxígeno, lo que daba a los caldos acidez, y por el otro aceleraba la evaporación del agua y por tanto la preeminencia del alcohol. Los antiguos apreciaban estas características como garantía de antigüedad y calidad. Homero cuenta (Il. XI 632; Od. X 234) que un aditivo para mejorar el sabor de los vinos era una mezcla de harina de cebada con miel. Al parecer, la harina se usaba para suavizar el sabor. La miel, obvio, para dulcificarlo. A la mezcla del vino solamente con miel llamaban oinómeli. También, y era lo non plus, solo para exquisitos y pudientes, lo aromatizaban con la llamada Rhodiakaì khytrídes. Aristóteles (frs. 110 y 111) la describe como una mezcla de mirra, junco aromático, anís, azafrán, bálsamo, amomo y canela. Nótese que muchas son especias que no se producían en Europa. Sin embargo, el aditivo común por excelencia era el agua dulce, mejor si pura de manantial, que licuaba y atemperaba el amargor de los caldos añejos, tal y como lo muestran numerosas fuentes principales como Platón y Jenofonte, autores de dos diálogos titulados precisamente Symposion, palabra traducida como “Banquete”, pero que estrictamente significa “beber juntos”.
Los Symposia
Había toda una cultura alrededor de los symposia. Se trataba de una práctica social restringida a las élites. Generalmente había un escanciador, esclavo encargado de mezclar el vino de acuerdo a las instrucciones del “director del simposio”, el symposiarca, el cual solía ser el anfitrión o algún invitado especial. El symposiarca ordenaba al escanciador mezclar en la cratera el vino y el agua según la proporción que consideraba conveniente (generalmente dos partes de vino por cinco de agua, según Hesíodo), dependiendo del estado de embriaguez de los invitados. Claro que esto no impedía que el director pudiera terminar por ser el primer borracho. El escanciador también estaba encargado de servir el vino en las copas (kylix) de los invitados. A pesar de las idealizadas descripciones de Platón y Jenofonte, sabemos que buena parte de los simposios terminaban a puñetazo limpio y con las mesas volando, con los invitados durmiendo sobre charcos de vómito o, en el mejor de los casos, haciendo el trencito (kómmos) por las calles de Atenas. En general, había acuerdo en desaconsejar el consumo de vino sin mezclar, que los griegos tenían como propio de gentes sin cultura o de pueblos bárbaros como los escitas (Ath. 486 d). Este consumo quedaba reducido a ocasiones muy puntuales: la primera copa del simposio, dedicada al Agathòs dáimon (“el buen genio”); algunos usos medicinales y unos desayunos, los akratismói, consistentes en pan mojado en vino sin mezclar.
Los mejores vinos
Como es de imaginar, el catálogo de los vinos griegos es muy amplio y muchas veces está relacionado con el lugar donde se producen. Ya hemos hablado del prótropos. Homero, y después Aristófanes, hablan también del pramnios, que Néstor ofrece a Macaón (Il XI 630) y con el que Circe droga a los compañeros de Odiseo (Od. X 234-235). Al parecer se trata de un vino seco y con mucha fuerza, quizás proveniente de la isla de Icaria, aunque según otros de Lesbos. Otro vino “histórico” es el biblino, que Hesíodo (Op. 589) aconseja beber en verano. Teócrito (XIV 15) dice que era muy aromático, mientras que Eliano, en su Varia Historia (XII 31) asegura que viene de Sicilia. Ya hemos mencionado también el psíthios, un tinto dulce, espeso y nutritivo asociado a la isla de Creta (Plinio XIV 80). Parece que el psíthios se elaboraba con vides atacadas por un hongo, el Botrytis cinerea, que deshidrata las uvas y hace que se concentren los azúcares. También Polibio menciona el anadéndrites, vino de gran calidad a partir de una cepa trepadora de este nombre.
Como se ha dicho ya, aparte de estos casos, la mayoría de los nombres de los vinos en la Grecia antigua están asociados a la región donde se producían, al punto de que las zonas productoras colocaban sellos a las ánforas para identificar y proteger su nombre en el mercado, una especie de denominación de origen. Es el caso del vino de la isla de Tasos desde el s. V a.C., donde además había leyes que protegían a los productores. En las fuentes primarias aparecen mencionadas Tracia y las islas orientales del Egeo como Lesbos, lo hemos visto, como principales áreas vinícolas. En la Grecia continental solo se mencionaban Antedón, en Beocia, y Esparta. En el período clásico ya el cultivo se extiende a otras islas como Quíos, Cos, Cnido o Creta, mientras que en el continente destacan casi todo el Peloponeso y la Calcídica, así como algunos puntos del Ática. Paralelamente, la expansión griega llevará la producción del vino a Sicilia y el Mar Negro. Después, será con las conquistas de Alejandro y Roma que la cultura del vino se expanda y homogenice al contacto con los pueblos de Europa y el Cercano Oriente.
Mariano Nava Contreras
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