Perspectivas

“El Viejo y el mar”, o ¿el último viaje de un héroe?

Pescador. Fotografía de Luis Silva | Flickr

04/02/2023

I 

Primeras impresiones y emociones

Termino de leer, años después de hacerlo por primera vez, la historia de El Viejo y el mar, y siento una enorme ternura.

Ternura por este viejo tan digno, tan noble; por esa vida suya completamente entregada a su destino de pescador. Por su respeto y amor al mar y sus criaturas. Por la certeza de que es posible amar y matar lo que se ama que anidaba en su viejo pecho.

Me estás matando, pez –pensó el viejo–. Pero tienes derecho. Hermano, jamás en mi vida he visto cosa más grande, ni más hermosa, ni más tranquila, ni más noble que tú. Vamos, ven a matarme. No me importa quién mate a quién.

Ternura por Manolín, ese muchacho que admiraba, respetaba y quería tanto a ese viejo, muy viejo pescador-maestro. Por su entrega de aprendiz, y porque comprendía mejor que los de más edad.

El muchacho vio que el viejo respiraba y luego vio sus manos y empezó a llorar. Salió muy calladamente a buscar un poco de café y no dejó de llorar en todo el camino.

Y, sin duda, por Ernest Hemingway, quien supo narrar con un lenguaje limpio y directo, una historia profunda y llena de simbolismo, y empapada de descarnada ternura.

Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.

Gracias al viejo Hemingway.

II

El último, y más importante, viaje del Viejo Santiago

Santiago, el viejo pescador protagonista de la novela de Ernest Hemingway El Viejo y el mar, publicada en 1952, posee una fuerza especial, ésa que le da su convicción de que nació para ser pescador. Aunque a sus ochenta y cinco años está viejo –El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello– y sin la suerte de antaño, sigue comprometido con su destino. El personaje que Hemingway nos devela en esta historia, es un hombre capaz de enfrentar con total entrega el hambre, la sed, la debilidad, el dolor, la soledad -ya no recordaba cuándo había empezado a hablar solo-, porque se sabe pescador. Conoce el mar, conoce sus aperos, tiene trucos, pero sobre todo ama lo que hace y sabe lo bueno que es en ello. Hasta que se enfrenta a la verdadera y definitiva prueba.

Pero el hombre no está hecho para la derrota –dijo–. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado

La mala racha de ochenta y cuatro días sin pescar nada, no lo desanima. Por el contrario, se embarca en su más importante aventura: su viaje iniciático a las entrañas del mar.

El viaje de Santiago se inicia cuando su determinación de terminar con su mala suerte lo conduce más lejos de la costa -lejos del mundo conocido- de lo que nunca había llegado. Allí atrapa a un pez tan grande que la batalla entre ambos se extiende durante tres días, con sus noches. Días durante los cuales Santiago libra la batalla de su vida. Enfrenta sus miedos, su cansancio, el dolor sangrante de sus manos acalambradas y, sobre todo, la permanente incertidumbre de si morirá él o logrará matar al gigantesco pez, su hermano.

Me estás matando, pez –pensó el viejo–. Pero tienes derecho. Hermano, jamás en mi vida he visto cosa más grande, ni más hermosa, ni más tranquila, ni más noble que tú. Vamos, ven a matarme. No me importa quién mate a quién.

Santiago ha atravesado un umbral, físico y psíquico. El momento en el que el marlín pica el anzuelo es el exacto momento en que Santiago se lanza completa y definitivamente a la aventura total, casi mística, cuyo llamado aceptó cuando se adentró solo a la mar.

–Pez –dijo–, yo te quiero y te respeto muchísimo. Pero acabaré con tu vida antes de que termine este día.

Me gustaría dar de comer al pez –pensó–. Es mi hermano. Pero tengo que matarlo y cobrar fuerzas para hacerlo.

–Virgen bendita, ruega por la muerte de este pez. Aunque es tan maravilloso.

Los obstáculos se suceden uno tras otro. El Viejo, después de haber vencido a su gran pez, debe atravesar por una segunda prueba, como todo héroe: intentar defender su preciosa carne del despiadado ataque de los depredadores. El dolor que le produce ver a estos voraces animales ir devorando al valioso marlín que ya había logrado amarrar a un costado del bote, se convierte en furia y, finalmente, en desgarramiento. Y es que esta segunda prueba que el destino le presenta a este Viejo, terminaría de reducir a añicos su anterior yo. Y aunque con las exiguas fuerzas que aún le quedaban logra matar a cinco tiburones, no regresaría triunfal con el soberbio pez para lucirlo frente a los pescadores que antes se burlaban de él. Volvería a las aguas del Gulf Stream solo con el esqueleto del magnífico ejemplar -dieciocho pies de la nariz a la cola-. Su pequeño ego es devorado en la tenaz lucha con el enorme animal marino, primero, y la feroz contienda con los insaciables tiburones, después.

Aun así, Santiago completó su viaje iniciático. Por dos veces luchó, por dos veces venció, solo que la segunda vez, además de tener que atacar a varios escualos -los mismos que durante su larga vida de pescador le proveyeron de aceite para librarse de gripes y catarros, como era la costumbre entre pescadores- con fuerzas que ni él -ni nosotros- sabíamos de dónde le salían, tuvo que enfrentarse a su propio orgullo. Su necesidad de probarse frente los demás quedó aniquilada. El Santiago que regresa no es el mismo que partió: Ninguna creatura puede alcanzar un más alto grado de naturaleza sin dejar de existir, como afirma certero Ananda K. Coomaraswamy.

Navegó ahora livianamente y no tenía pensamientos ni sentimientos de ninguna clase. Ahora estaba más allá de todo.

A su regreso, casi muerto, solo Manolín intuye la grandeza de la gesta librada por su querido mentor.

–¡Ése sí que era un pez! –dijo el propietario–. Jamás ha habido uno igual. También los dos que ustedes cogieron ayer eran buenos.

–¡Al diablo con ellos! –dijo el muchacho y empezó a llorar nuevamente

El cuerpo de Santiago ya casi en el límite, arrastrando hasta la costa –hacia lo civilizado, nuevamente- el destrozado cuerpo del que había sido un gran pez, simboliza la pérdida del sentido de valía anterior. Ese pez devenido solo un soberbio espinazo, inservible para la venta o para alimentar a nadie, y el pescador incapaz de otra cosa que llegar a rastras a su choza, tirarse en su cama y dormir durante días, representan la muerte de las formas externas, y la emergencia de nuevos significados.

No es tan mala la derrota –pensó–. Jamás pensé que fuera tan fácil.

Ha muerto, pues, el ego y sus motivos. Santiago duerme, duerme y duerme, como lo hacen los recién nacidos…

Y la cama –pensó–. La cama es mi amiga. La cama y nada más –pensó–. La cama será una gran cosa

Ese anciano exhausto logrando traer consigo el gigante esqueleto es imagen del triunfo de la dignidad, de la extensión de los límites habituales, pero también de una hermandad originaria entre criaturas: Santiago sabe que él y el pez están unidos, en la vida y en la muerte, que se pertenecen, que sus destinos están entrelazados, como lo estaban los peces que sirvieron de alimento a este viejo pescador durante su prueba máxima.

III

El Viejo y el joven, dos opuestos que se complementan

En su profunda soledad, y ante la enormidad de su empresa, Santiago recurre, como a menudo sucede, a fuerzas superiores:

—No puedo fallarme a mí mismo y morir frente a un pez como éste —dijo—. Ahora que lo estoy acercando tan lindamente, Dios me ayude a resistir.

Rezaré cien padrenuestros y cien avemarías. Pero no puedo rezarlos ahora.

Sabemos, además, por la descripción de Hemingway al inicio de la novela, que Santiago convivía con imágenes devotas:

En las paredes, de pardas, aplastadas y superpuestas hojas de guano de resistente fibra había una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre

El cuerpo del pez, desgarrado por los insaciables predadores, y el de Santiago, que casi sucumbe en su impostergable lucha, han sido la ofrenda de este héroe a los dioses de su destino. ¿Su recompensa? Otra vida, otro ser, otro sentido de su lugar en el mundo. Pero también para Manolín, como si el viaje del Viejo, y sus transformaciones, hubieran obrado similares efectos en el muchacho, quien súbitamente abandona la obediencia de la niñez y se compromete aún más con su destino de pescador:

–Tiene que ponerse bien pronto, pues tengo mucho que aprender y usted puede enseñármelo todo. ¿Ha sufrido mucho?

  –Bastante –dijo el viejo.  

–Ahora pescaremos juntos otra vez. 

–¿Qué va a decir tu familia?

–No me importa. Ayer pesqué dos. Pero ahora pescaremos juntos porque todavía tengo mucho que aprender

No sabemos si este Sénex, el Viejo ahora sabio, podrá volver a hacerse a la mar, a pesar del entusiasmo del Púer, su joven compañero. Lo que sí sabemos es que el viaje heroico que Santiago logró completar, ha convertido su vínculo ya estrecho con Manolín -que había comenzado cuando éste era solo un niño de cinco años- en uno definitivo. Y que ha insuflado en el joven, ¡qué duda cabe!, un anhelo de vida, de aventura, un respeto por el oficio de pescador y por gente con auténtico arrojo, que lo dejan mejor dotado para encarar su propio destino, con o sin su mentor. Este devoto y leal aprendiz, que llora copiosa y silenciosamente la muerte del que hasta ese momento fue su compañero, sabe que, dentro de ese cuerpo ahora solo capaz de dormir, hasta que despierte, ya no habita el mismo Santiago: él, y solo él, intuye la grandeza y contundencia del misterio que se ha obrado en su maestro.

También nosotros, los lectores, quedamos transformados con la intensa proeza de Santiago. Hay un Santiago dentro de cada uno de nosotros (aunque solo lo sabemos después, no antes, de cada prueba, y sólo cuando nos hacemos a la mar), capaz de enfrentarse a terribles monstruos –fuera y dentro–, dar la batalla y salir airosos/abatidos, y por ello, devenidos en otros. Ahora sabemos, o confirmamos, que las malas rachas, los fracasos, pueden ser la puerta de entrada a un nuevo destino que se presenta ante nosotros. ¿No han sido, a menudo, nuestras derrotas el evento necesario que nos ha conducido a nuevos territorios que jamás hubiéramos osado transitar si todo en nuestra vida hubiera sido solamente luminoso?

Si el Viejo no hubiera tenido tantos días sin atrapar ni un solo pez, no habría sentido ese impulso de lanzarse solo en su pequeño bote más allá de los confines habituales de su labor. Al adentrarse en el ancho y profundo océano, donde enfrentará peligros solo comparables al tamaño y tenacidad del pez que captura, su cuerpo, sus fuerzas se verán llevados a extremos inéditos. Luchará, dudará, estará a punto de rendirse, insistirá… y también comprenderá que ha fracasado, en apariencia, pero luego sentirá que, de alguna manera, ha vencido. Muerte y renacimiento.

La llamada a la aventura definitiva de Santiago surge precisamente ante su aparente fracaso como pescador. El tiempo cronos –el mismo para todos– indicaba derrota; el tiempo kairós, el tiempo oportuno para cada uno individualmente, en cambio, era ahora, a sus ochenta y cinco años. Su enconada lucha con el pez lo enseñó, lo obligó a esperar… Y era para otra cosa.

¿Y no es precisamente eso lo que nos ha tocado vivir a cada uno de nosotros una, o varias veces, a lo largo de nuestras vidas? ¿No seguimos enfrentando pruebas hasta el último momento? ¿No hemos tenido que esperar -mientras que nuestros egos desesperaban- a que adentro algo incubara suficientemente hasta estar listos, según una sabiduría más allá de los pequeños yoes, para la siguiente aventura/prueba? (Creo que hay que aprender a esperar, como si se tratara de una creación, como bien sabía Václav Havel) 

IV

Hemingway y Santiago

La profundidad que mostró este escritor al condensar nítidamente, en una breve, intensa y aparentemente sencilla historia, tramos inevitables y definitivos de toda vida humana, hace que el otorgamiento del Premio Pulitzer y el Premio Nobel, en 1953, justo al año de ser publicado El Viejo y el mar, haya sido más que merecido. En su discurso de aceptación del máximo Premio Literario, Hemingway dijo:

Cuán fácil resultaría escribir literatura si tan sólo fuera necesario escribir de otra manera lo que ya ha sido bien escrito. Debido a que hemos tenido tantos buenos escritores en el pasado es que un escritor se ve forzado a ir más allá de sus límites, allá donde nadie puede ayudarlo.

Exactamente lo que le ocurrió a su entrañable protagonista en su ¿última? faena de pescador, íngrimamente solo y forzado por las inéditas circunstancias hasta casi morir en el intento. Lo suyo no era una pesca más… Tampoco la nuestra: en la esfera de lo individual, o como sociedades, en ciertas tareas vitales importa sobremanera no olvidar qué estamos pescando, y hacer de nuestra pesca, arte.


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