Perspectivas

El último rey filósofo

24/07/2021

Réplica de la estatua ecuestre de Marco Aurelio. Colina Capìtolina, Roma.

El 26 de abril del año 121, hace mil novecientos años, nació en Roma Marco Aurelio Antonino Augusto, que más tarde llegó a ser el emperador Marco Aurelio. Por el lado de su padre, Marco Annio Vero, el futuro emperador llevaba sangre hispana, pues era de un pueblo cercano a Córdoba. Sin embargo, Marco Annio murió cuando su hijo apenas tenía unos diez años. Será en cambio su madre, Domicia Lucila, emparentada con la más rancia nobleza romana, la que ejercerá profunda influencia sobre el emperador. De ella aprendió, dice el mismo Marco Aurelio, “el ser piadoso, generoso, y la aversión no solo a hacer el mal, sino incluso a llegar a pensarlo”. También de su madre aprendió a vivir con sencillez.

Pudiéramos decir que la juventud de Marco Aurelio transcurrió como debía transcurrir la de un noble romano, de no ser por un rasgo que lo distinguió desde su infancia, y fue su inclinación a la reflexión y al estudio. Seguramente ese fue uno de los talentos en que se fijó Adriano cuando quiso nombrar como sucesor a Antonino Pío, con la condición de que adoptara y designara de una vez como herederos a Marco Aurelio y Lucio Vero. Era inevitable, pronto Marco Aurelio se aficionó a la filosofía, al punto de que llegó a escribir algunas obras en griego y en latín. Se compenetró particularmente con la obra de Epicteto, una de las máximas figuras del estoicismo romano. Epicteto es uno de los personajes más interesantes del pensamiento romano. Nacido en Jonia y llegado a Roma como esclavo, consiguió su propia libertad y se convirtió en maestro de filosofía. Como Sócrates, nunca escribió nada, pero sus lecciones fueron recogidas por sus discípulos. Al parecer, cuando el emperador Domiciano expulsó a los filósofos de Roma en el año 93, Epicteto marchó a Nicópolis de Epiro, al norte de Grecia, donde fundó su propia escuela. Sus doctrinas fueron recopiladas en un texto con el nombre de Enchiridion (o sea, “manualito”), que ha llegado hasta nosotros. Allí explica, más o menos, cómo alguien que había sido esclavo podía ser capaz de conquistar su propia libertad y ser feliz gracias a la filosofía. Dicen los historiadores que Epicteto había gozado en vida de una fama y consideración mayor que la del propio Platón, y no era para menos. De hecho pudo contar a un emperador entre sus devotos lectores.

A estas alturas creo que será bueno aclarar lo que era la filosofía en la antigüedad. No se trataba del mero conocimiento de los autores y las doctrinas ordenados históricamente. No. La filosofía era mucho más que eso. Como ha mostrado Pierre Hadot y explica Javier Campos Daroca en un hermoso trabajo, “la filosofía no era un conjunto de doctrinas, sino una forma muy exigente de vida”. Es decir, que la gente no solo “sabía de filosofía”, sino que la vivía, sometía a su cuerpo y su mente a unas normas muy estrictas, de acuerdo a los dictados de la “recta razón”. Como dice Ortega y Gasset, los griegos, cuando pensaban en la filosofía, “pensaban en un hombre, en una vida”. No pensaban simplemente en unos libros, en unos datos biográficos. Así pues, la delicada cuestión de las relaciones entre filosofía y vida cobran para Marco Aurelio una dimensión dramática y existencial, pues ¿cómo se puede ser a la vez filósofo y emperador? Delicado compromiso, pues muy difícil es, sin duda, la relación entre filosofar y gobernar.

Marco Aurelio se convirtió en emperador de Roma a los cuarenta años, cuando los griegos decían que el hombre alcanzaba la flor de la edad, la akmé, el equilibrio perfecto entre juventud y madurez. Al parecer no lo hizo tan mal, puesto que fue tenido como “el último de los cinco emperadores buenos”, frase que debemos nada menos que a Maquiavelo. Su reinado estuvo sin embargo marcado por los conflictos militares. A pesar de haber tenido que enfrentar importantes agresiones externas como la guerra contra los partos o la de los germanos, promovió reformas que protegían a los estratos más vulnerables de la población, los esclavos y las viudas, y los historiadores recuerdan su mandato como el período de mayor prosperidad del Imperio, la llamada Pax romana

Sin embargo, su nombre no hubiera sido más que otro en la lista de los emperadores romanos si no fuera porque escribió una de las obras más importantes de la filosofía: las llamadas Meditaciones (en realidad, su título en griego es Pròs eautón, es decir, “a sí mismo”). Puestos en lo mejor de la tradición platónica, los estoicos habían defendido desde sus inicios que el filósofo podía y debía participar en la vida política. Para ellos existe un solo bien, que es la virtud, y un solo mal, que es el vicio. El filósofo, pues, está llamado a ejercer su influencia benéfica sobre los ciudadanos, mostrándoles cómo ser felices a través de la virtud y cómo construir un Estado justo. Compuestas en medio de campañas militares entre los años 170 y 180, las Meditaciones de Marco Aurelio son una serie de apuntes y reflexiones acerca de la vida y la naturaleza humana, escritas en griego por un estoico desde la inigualable óptica del máximo poder.

Tal vez la figura de Marco Aurelio encarne como ninguna otra en la Antigüedad el viejo ideal platónico del rey filósofo, que une en una sola persona dos extremos aparentemente irreconciliables: pensamiento y poder. A nosotros más bien nos enseña, dos mil años después, que no es suficiente llegar al poder y retenerlo, sino que es mucho más importante saber qué hacer con él.


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