El Tour de Francia, el más irracional de mis sueños

El ciclista español Alberto Contador pasa la etapa 17 del Tour de France de 2010 rodeado de un grupo de fanáticos. Fotografía de Bernard Papon | Pool | AFP

11/07/2021

Así se nos vaya la vida tratando de llevarlos a cabo, para que cumplan con su condición de ser un proyecto que carece de realidad, sin fundamento y sin ninguna probabilidad de realizarse, nunca debemos completar nuestros sueños. Los sueños no están hechos para hacerse realidad. Aunque no hay nada que limite su tamaño, sí hay que cuidar la cantidad de sueños que nos motivan, porque la vida se trata más de tener los pies sobre la tierra, cumplir metas y tener resultados, que de vivir en las nubes tras lo inalcanzable. Hay que tener presente que un sueño cumplido es una razón menos para seguir. 

Navegar a vela en solitario y bajo una tormenta entre el Cabo de Buena Esperanza y Cabo de Hornos será siempre uno de mis grandes sueños. Haberle dado la vuelta a Margarita en poco menos de 24 horas sobre un pequeño catamarán ha sido lo más cercano que he estado de cumplirlo. Desde que escuché por primera vez el disco Live at Leeds, siempre quise ver a The Who en concierto. En especial a Pete Townshend, con su braga blanca, pletórico de energía, destrozando contra el piso una de sus Gibson SG. En principio podría decir que sí logré hacer realidad este sueño juvenil, pero lo que vi aquella noche no se parecía a lo que toda la vida me había imaginado. Después de seguirles el rastro durante 40 años, conseguí entradas para ver a The Who en Birmingham, Inglaterra. Ya sin los desmanes tras la batería de Keith Moon, ni la extravagante manera de tocar el bajo de John Enwistle y con una versión vieja, calva y ronca de Pete Townshend, tratando, creo que con vergüenza, de no ver al público, mientras Roger Daltrey cantaba I hope I die before I get old”

Otro de mis sueños es comer y beber al borde de la carretera en una de las 21 curvas del Alpe d’Huez, junto a un río de imprudentes que, al llegar la caravana, animan, saltan, gritan y corren completamente borrachos al lado de los líderes del Tour de Francia, mientras escalan hacia la llegada. Es el más irracional de mis sueños. La bicicleta es el más noble de los métodos de transporte que ha creado el hombre. Apenas aprendemos a mantener el equilibrio sobre sus dos ruedas nos sentimos libres, las fronteras comienzan a derrumbarse. Sobre el volante de una bicicleta, de niños, nos aventuramos en ir un poco más allá de lo que tenemos permitido, es nuestra primera declaración de independencia. En bicicleta, si nos lo proponemos, podemos recorrer todo el mundo. El hombre seguirá inventando nuevas y más rápidas maneras de transportarse, pero pedaleando es la forma más accesible, eficiente y sencilla de desplazarnos. La bicicleta, como todo fiel amigo, siempre estará disponible para cuando la necesitemos. Basta con inflar los cauchos y listo.

Un par de espectadores corren a un lado de los ciclistas Egan Bernal, Geraint Thomas y otros en el ascenso al Alpe d’Huez durante la etapa 12 del Tour de France de 2018. Fotografía de Jeff Pachoud | AFP

De todas las competencias que se hacen en bicicleta, el Tour de Francia es la más difícil de completar. Son 23 días de carrera en los que se realizan 21 etapas, con apenas dos días de descanso entre ellas. A lo largo de tres semanas, en pleno verano, un poco más de 180 ciclistas recorren alrededor de 3500 kilómetros cubriendo gran parte de Francia. El Tour, desde 1903, y al menos que se atraviese una guerra mundial o un virus que afecte el normal funcionamiento del mundo, siempre se corre en el mes de julio. Aunque siempre termina en París, dándole vueltas a los Campos Elíseos, el recorrido del Tour de France nunca es el mismo. Este año partió en la Bretaña Francesa, el año pasado lo hizo en el sur, en Niza. El Tour, desde sus inicios, con la intención de exigir más allá de lo humano a los ciclistas, comenzó a explorar nuevas rutas. Su creador, El Patrón Henri Desgrange, un antiguo ciclista que trabajaba como jefe de publicidad de la fábrica de bicicletas Clément, y organizaba carreras ciclistas para promocionarlas, convocó en la primavera de 1910 a un grupo de colaboradores para buscar novedades que añadieran interés a la prueba. Fue el periodista Alphonse Steinés quien propuso una travesía por los Pirineos. Steinés le mostró un mapa de los Pirineos en el que aparecían el Peyresourde, Aspin, Tourmalet, Soulor y Aubisque marcados en rojo. Cinco pasos de montaña difíciles de sortear para los carros de la época que en bicicleta resultaban imposibles. Aunque Desgrange pretendía endurecer el Tour tenía miedo de excederse. Los Pirineos resultaron el atractivo especial del Tour de Francia de 1910. Una edición que pasó a la historia después que Octave Lepize, ganador de ese año, al llegar a la cumbre del Aubisque, luego de tirar su bicicleta al suelo, le gritó a uno de los organizadores “asesinos”. Desde ese día, cada edición del Tour de Francia es más recordada por lo que ocurrió en ella que por el año que se realizó. El Tour en el Greg Lemond derrotó, el último día, a Laurent Fignon en París. El Tour en el que se mató, descendiendo del Col de Portet d’Aspet, Fabio Casartelli. El Tour de la contrarreloj en la que Tadej Pogacard humilló, y le arrebató la victoria, a Primoz Roglic. O el de este año, que no importa quién termine siendo el vencedor, será recordado por ser el Tour de Mark Cavendish.

Cada mes de julio coinciden en Francia los mejores ciclistas del mundo dispuestos a darlo todo con tal de completar el recorrido hasta París, y en el proceso convertirse también parte de la historia. El Tour de Francia seguirá siendo la prueba ciclística más exigente del mundo, el sueño de todo el que disfruta deportivamente el ciclismo. La meta de unos pocos seres humanos que nacieron con la capacidad de soportar hambre, sed, frío, calor, viento, lluvia, caídas, golpes y mucho cansancio durante tres semanas. 

Una placa de titanio adosada con ocho clavos a mi clavícula y una foto, muerto de frío en la cumbre del Tourmalet, son los trofeos que muestro cada vez que hablo de ciclismo, son mis grandes logros. Aunque la próstata ya no me permite pasar muchas horas sobre ella, seguiré subiendo en bicicleta los domingos a la Cota Mil. Posiblemente regrese a los Pirineos y, así sea en una bicicleta eléctrica, vuelva a escalar el Peyresourde para luego bajar y terminar el día en las Bañeras de Luchon. Metas que si me las propongo algún día puedo cumplir. Correr borracho, por el Alpe d’Huez, gritándole al oido del Maillot Amarillo, seguirá formando parte de mis tantos deseos reprimidos, un sueño irrealizable.


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