El teatro de la imaginación

Fotografía de Thomas Hawk | Flickr

25/06/2022

El filme Halloween (1978), dirigido por John Carpenter y escrito a cuatro manos junto con Debra Hill, es considerado uno de los más influyentes largometrajes que se haya realizado en el género llamado Slasher Film (películas donde un asesino acecha y mata a un grupo de personas usando objetos afilados). El sitial de honor que la pieza visual ocupa en la historia del cine de terror se atribuye al formidable trabajo realizado por el director. Aunque bien es cierto que la labor de Carpenter es clave en los resultados, su reconocimiento no hubiese sido posible sin la intuición de un hombre que, desde las sombras (al igual que el personaje de rostro indescifrable que encarna la mitología de la película), estableció los fundamentos para que la historia del espeluznante y sobrenatural depredador funcionara. Me refiero a Irwin Yablans, productor ejecutivo de la obra.

Yablans tenía el esqueleto de una historia: niñeras siendo aterrorizadas en una noche espeluznante, ¿y cuál es la noche más escalofriante de todas? Esa misma. Carpenter se entusiasma con la propuesta, pero antes de desarrollar el guion, Irwin Yablans le da una pauta: no quiere escenas gore (mutilaciones explicitas con abundante sangre); antes bien, desea que el impacto causado en el espectador sea resultado del «Teatro de la imaginación», que la mente llene los espacios. Yablan es un aficionado a los programas de misterio transmitidos por radio, está convencido de que nada de lo que se muestra en una pantalla puede superar la imaginación. Entendida la idea, Carpenter logra introducir al espectador como un personaje más en el filme utilizando ángulos de cámara que emulan la visión en primera persona y jugando con luces y sombras crea la sensación de que algo oculto e inesperado acecha. El miedo crece ante lo desconocido, la mente trata de identificar la amenaza dibujando emociones en el imaginario de quien se enfrenta al enigma. Se ha roto la cuarta pared. Esto también ocurre en la literatura, en los libros.

La imaginación es la herramienta fundamental del escritor que se vale de la memoria para la interpretación de sensaciones, describiendo actos que estimulen los sentidos del lector. El propósito de esto es lograr ubicar al espectador en un mundo abstracto donde la imaginación suplanta las ausencias de los diversos estímulos provenientes de todo aquello que nos rodea.

En sus primeros años como escritor, Paul Auster sufre un bloqueo creativo que lo paraliza por casi un año. Ya se encontraba casi convencido de que no escribiría nunca más. Pero aquello cambiaría. Un día acepta la invitación de un amigo, artista de la pintura (ambos viven en la ciudad de Nueva York), quien le pide que lo acompañe a ver un ensayo de danza donde su novia (la del pintor, se entiende) es coreógrafa. Paul acepta. Una vez en la tribuna, Auster observa el escenario. No sabe qué esperar. No tiene idea alguna sobre el ballet y sus tecnicismos. Sobre las tablas, aparece Nina (la coreógrafa) y explica al escaso público de qué va el ensayo: una presentación de los principales movimientos de la obra para luego culminar con unos comentarios acerca de la propuesta artística. Aparecen los bailarines evolucionando en el escenario. Se inicia el movimiento de sus cuerpos, pero algo falta. Auster se sorprende: los danzantes se desplazan y contorsionan de una manera acompasada sin acompañamiento musical alguno. Todo se hace en silencio. En la cadencia de sus movimientos se delata que la música está dentro de sus cabezas, las armonías gravitan en un mundo abstracto haciéndose tangibles en cada parte de sus cuerpos. Es un fenómeno fascinante: la danza sin música parece algo indivisible e improbable, ya que ella (la música) impone el ritmo y la pauta estableciendo el tono emocional para el espectador, otorgando una coherencia narrativa. Pero los cuerpos sobre el silencioso escenario llenan el vacío. El roce de los cuerpos y el choque de los pies contra las tablas producen el estímulo: un ruido que se va haciendo música, una armonía que no solo gravita en el mundo interior de los bailarines, sino que ahora existe en el imaginario de quienes observan. Auster escucha la música. Ahora forma parte del acto. La mente (su imaginación) suplanta el vacío. Consigue la solución a su bloqueo creativo. Es este el efecto que busca en su escritura. Lograr el mismo impacto en su narrativa: recrear acciones amparadas en la economía del lenguaje y así encender la llama de los estímulos, de las ilusiones que esperan ser avivadas en el imaginario del lector.

Pasan los años. Paul Auster es un escritor reconocido y consagrado. En una etapa de su vida intercambia correspondencia con otro de los grandes de la narrativa: J. M. Coetzee. Entre los variados temas que abordan cruzan impresiones acerca de lo que se produce en la mente del lector. Auster hace una interesante revelación: asegura que como lector le cuesta situar la acción, ubicar y entender la biografía de una historia. En lugar de proyectarse a los ficticios escenarios que describe el autor, prefiere acoplarlos a lugares que conoce personalmente. Aquellos detalles que el autor omite explicar al referirse a un espacio determinado, Auster (como lector) los soluciona ocupando el área imaginaria con referencias (lugares conocidos) que habitan en su imaginario. El neoyorquino llega a la conclusión de que esto explica por qué cada lector de novela hace una lectura distinta de la de otro lector del mismo libro.

Cada mente adquiere un compromiso activo al leer o al contemplar una obra. Se trata, en fin, del «Teatro de la imaginación» en pleno funcionamiento.


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