Perspectivas

El Sísifo de Los Cárpatos

11/03/2020

Bela Lugosi y Helen Chandler. Fotograma de Drácula (1931)

“Beware, beware…”

(Béla Lugosi)

Drácula persevera siempre en su gesta, condenado al regreso eterno. Al menos en el cine. Acaso gracias a la inquietud de los productores disfruta su retorno periódico y, sencillamente, se niega a morir, aunque tenga que pasar por golpes de estacas, reflejos de crucifijos o imprevistos baños de sol.

En el origen hay un hecho económico y migratorio. Según la anécdota madre, el conde decide partir desde la periferia del mundo civilizado al núcleo del imperio, Londres. Y ese periplo ulula en una melodía de tinieblas desafiantes y esdrújulas: Cárpatos, Drácula, Borgo Pass, Nosferatu. Una miniserie de Netflix es la última entrega (seguramente por poco tiempo) y pretexta esta historia del personaje. Ya decía Wilde que se puede resistirlo todo menos la tentación. Y una cita con el vampiro mayor, si no un imperativo, es al menos un reto y una oportunidad de revisar la saga.

A contrapelo de la leyenda, Drácula no fue conde y si bien nació en Sighisoara –Transilvania– su gesta transcurrió al sur de ésta, en la vecina Valaquia. Corría 1456 y los turcos estaban a las puertas de la cristiandad. Frente a ellos se alzó Vlad Tepes, el tercer hijo de Vlad II, voivoda (suerte de gobernador) de Valaquia, perteneciente a la orden del Dragón. De ahí su apodo, Vlad el Dragon o Vlad Dracul, y la mala prensa que lo acompañaría por centurias. Valaquia era el último frente en la defensa frente a los turcos. Y Vlad fue sucesivamente su prisionero y alumno, luego su títere y a partir de 1456, patrocinado por los húngaros, su enemigo. Estrictamente hablando su móvil era noble. Defender la cristiandad del ataque de los turcos. Lo hizo, y exitosamente. Pero con la crueldad que a partir de ese momento acentuaría su nombre. Drácula empalaba a sus enemigos. De ahí que una segunda posible acepción de su gentilicio encontraría camino a través de las montañas. Vlad el empalador pasó a ser Dracul, el diablo. Logró el control definitivo de Valaquia en 1476, año de su muerte a manos de los turcos. Cien mil cadáveres confirmaban su leyenda.

Un paréntesis no menos medieval nos trae el mito del «no muerto» que devendrá, en la jerga vampírica, el «nosferatu», palabra cuyo origen se pierde en la bruma de los dialectos para aparecer en boca del Dr. Van Helsing nombrando al «no muerto». Este primer resorte garantiza la angustia esencial del género: no se puede matar a un vampiro porque ya está muerto. De ahí su permanente acecho y garantizado retorno. En el ecosistema vampírico toda victoria contra el Mal es táctica y temporal. Jamás estratégica ni permanente. Y de paso vale la pena atender una sutileza del idioma inglés, que el español no refleja: «Not dead» significa no muerto, pero la mencionada jerga prefiere el término «undead», una negación alterna al mero «no» que implica no solo la negación, sino además una carencia. Un estado en el que algo falta. El vampiro no está vivo, tampoco es exactamente un «no muerto» según la traducción literal corriente. Padece una ausencia de muerte, que no es lo mismo. Bebe y se alimenta al mismo tiempo del Mal, la muerte y la nada.

Todas las civilizaciones coquetean con esa franja del miedo que ensancha el límite entre la vida y la muerte desde el lobizón rioplatense, el talamaur melanesio, el gashadokuro japonés, el soucouyant trinitario, o el dearg due irlandés. La figura del vampiro halló un terreno fértil en la Edad Media. El miedo a Dios también era un miedo al demonio y sus mensajeros. Pero el dato que nos interesa es su potencial narrativo. Si la fe es el refugio último de los fieles, un enviado del demonio solo puede entrar en casa de quien lo ha invitado por voluntad o debilidad y este resorte dramático gobernará toda la literatura vampírica. A todo esto se une un dato biológico. El vampiro posee un robusto sistema inmunológico que le permite beber la sangre y contagiar enfermedades, manteniéndolo a él sano.

Dejemos la historia y saltemos a su conclusión lógica (al menos para este texto), la literatura. Salvo mejor opinión, Frankenstein y Drácula son los dos jerarcas mayores del horror, desde 1818, el primero, y 1897, el segundo. En realidad son primos cercanos, hijos torcidos del romanticismo y la restauración. Todo comienza en Ginebra en mayo de 1816, ciudad en la que coinciden para unas vacaciones, el poeta Percy Shelley, su esposa de dieciocho años Mary Wollstonecraft Godwin (con el bebé de ambos de cinco meses) y Claire Clairmont, una hermana ocho meses menor de Mary. Lord Byron, su médico personal John Polidori y varios sirvientes llegan una semana más tarde. Todos se alojan en el Hotel d´Angleterre. Dos secretos horadan al grupo. El primero es que Claire, un mes antes, ha sucumbido a los encantos de Byron y ha descubierto que está embarazada de él. El segundo es que el muy pulcro Polidori ha aceptado del editor John Murray quinientas guineas por llevar un diario de sus aventuras con Byron, a quien de una forma –también secreta– admira y envidia. Un dato presumible completa el cuadro: Polidori, de veinte años, quisiera ser escritor y no médico, su tesis doctoral ha versado sobre el sonambulismo. Pero al parecer el talento le es esquivo. De lo que ocurre en los días siguientes da cuenta el diario de Polidori y algunas cartas de Mary. A los pocos días de ese «año sin verano» el grupo se muda a dos villas del otro lado del lago. Una noche cualquiera a alguien se le ocurre leer dos volúmenes de un libro encontrado por azar en Ginebra. Se trata de Fantasmagoriana o recopilación de historias de apariciones, espectros y fantasmas. Acto seguido Lord Byron propone que cada uno escriba un cuento fantástico. Y, en medio de choques de egos, desprecios, conversaciones filosóficas y pugnas creativas que Shelley algún día describirá como «the tempestuous loveliness of horror» (la tempestuosa hermosura del horror), dos historias y cuatro versiones de cómo llegaron a ellas se abren paso. Es ocioso intentar saber qué pudo haber ocurrido ese verano de lluvia, tensiones soterradas y alta competitividad en una Ginebra presumiblemente feliz de haberse librado, el año anterior, del yugo francés. Soplan vientos de restauración y algunos cronistas hablan de orgullosos oficiales ingleses que aún festejan el triunfo en Waterloo en las calles. Lo que importa es que, al cabo de varias semanas extenuantes, Mary Shelley escribiría su Frankenstein. Y, navegando entre mayores, Polidori rescataría al vampiro de los cuentos de hoguera para hacerlo entrar en la literatura, con una novela corta llamada, sin sorpresas, El vampiro.

Su relato sugiere un libertino de mirada penetrante, Lord Ruthven (las malas lenguas sugieren que era una proyección de Lord Byron), que captura la imaginación del joven Aubrey, lo lleva en un viaje hasta Italia durante el cual atrae la amarga suerte de los que lo rodean y cautiva con malas artes a las jóvenes. Eventualmente, muere a manos de unos ladrones para reaparecer al principio en Grecia, donde termina con la vida de la amada de Aubrey, y luego en Inglaterra, donde acaba con Aubrey, primero, y su hermana (a quien ha desposado), después. Más allá de su título y su aire trágico, la pieza dibuja la figura del vampiro y, sin ser una gran obra, tiene el premio consuelo de ser uno de los primeros exponentes modernos del género. John Polidori, amargado, acosado por las deudas y aun secretamente destilando odio y envidia hacia Lord Byron, se suicidó en 1821.

Frankenstein se publicó en 1818; El vampiro, en 1819. Ambos personajes, la criatura y el vampiro, seguirían caminos divergentes y se reencontrarían, ya maduros, más de un siglo después –tras un océano y un continente de por medio– frente al Pacífico, escapados de sus libros para caer en los estudios de la Universal Pictures —con las mismas mañas pero diferente plumaje. Ambos, hijos de la Restauración, tendrán frente a las demás criaturas de la noche una ventaja de cuna. Son y serán siempre nobles y el odio de clases los condenará una y otra vez a ser quemados por el proletariado –uno–, y traspasado por una estaca burguesa –el otro–.

La carta ganadora la tuvo un irlandés de nombre Abraham Stoker. Nació muy débil, en 1847, y nadie esperaba que sobreviviera a una infancia que lo mantuvo en cama sus primeros nueve años. Cuando creció lo hizo con energía acumulada. Como su padre, tuvo un puesto anónimo en el gobierno, pero su pasión por el teatro lo convirtió en crítico y eventualmente en gerente de la compañía del actor John Irving. Paralelamente comenzó a escribir relatos cortos (al menos uno magistral llamado «The squaw» —«El graznido») y novelas cada vez más inclinadas hacia el lado oscuro. Se codeó con otros dublineses de fama (Oscar Wilde, George Bernard Shaw). Una noche de 1890, en uno de estos cenáculos literarios, conoció a Arminius Vambery, profesor de lenguas orientales en la Universidad de Budapest, que se preciaba de escribir en doce idiomas, hablar dieciséis y conocer veinte. Era además un viajero apasionado que había perseguido en China la ruta de Marco Polo y hablaba de lugares donde el misterio y la fe en los espectros aún reinaban. Uno de esos lugares era Transilvania. Es verosímil concluir que Stoker fue seducido por el sonido de las palabras. Vambery hablaba de «stregoica», «ordog», «pokol» (brujas, infierno, Satán). Como no imaginar a Drácula dialogando con las criaturas de la noche. Siete años después los cuentos de Vambery, las historias de la madre de Bram –que había vivido la epidemia de la peste en Stigol en 1830–, la imaginería irlandesa y la ya copiosa literatura vampírica (Sheridan Le Fanu, otro precursor, había publicado su Carmilla en 1872) azuzadas por la fama de Vlad Tepes y con la inquieta mente de Stoker al mando, cristalizarían en la obra que los inmortalizaría a ambos: al escritor y al héroe. Este último ahora con nombre artístico, devenido villano sobrenatural, dueño y víctima de la ausencia de muerte.

La novela se lee como un rompecabezas tramado por el diario de Harker –incauto notario enviado a Los Cárpatos en un desliz inmobiliario–, recortes de periódicos, testimonios de los demás protagonistas (Mina, Lucy, Van Helsing) y la espeluznante bitácora del capitán del barco que lleva el monstruo a Londres. Stoker, el fabulador, se cubre con una capa de verosimilitud en la que entran la locura, la muerte, la peste. Y, por supuesto, la inocencia, el deseo y la maldad hacen que la historia se cuele como una crónica.

(Un recuerdo personal. El libro, ajado, desde cuya tapa centelleaba el anillo de la Casa Dracul, cayó en mis manos a los diez años con una afirmación de su dueño, un año mayor que yo: «Drácula existió, y si no me crees, aquí está lo que cuentan los que lo vieron». Debo muchas noches de insomnio a esa advertencia.)

La ironía trágica es que la novela tantas veces citada sería cubierta, no tanto por su personaje (aunque cabe preguntarse quién es más protagonista, si Drácula o su perseguidor, el positivista Van Helsing), sino por sus sucesivas metamorfosis visuales. En palabras de Jonathan Harker, Drácula tiene un rostro fuertemente aquilino, de nariz fina con fosas nasales peculiarmente combadas, frente elevada y arqueada, pelo escaso en las sienes pero muy profuso y desordenado en el resto de la cabeza. Su boca bajo el bigote es cruel y exhibe unos previsibles dientes blancos y afilados que sobresalían sobre los labios. Su cuerpo transmitía un efecto de extrema palidez y sus uñas eran finas y cortantes. Tras esta descripción, Drácula se inclina y musita dos plegarias. La primera al escuchar a lo lejos el aullido de un lobo. «Escúchelos, criaturas de la noche, que música nos regalan». Y tras observar la reacción de Harker, ataca con desprecio: «Ustedes moradores de la ciudad, no pueden penetrar los sentimientos del cazador». La obra conoció un importante éxito de ventas, ridículo si se lo compara con la fama posterior del personaje. Stoker continuó con desigual fortuna su vida de empresario artístico y escritor. Murió en 1912, a los sesenta y cuatro años, dejando una herencia de cuatro mil setecientas veintitrés libras.

Entra en escena, literalmente, otro irlandés relevante en esta historia, el actor Hamilton Deane. Stoker había intentado, sin éxito, convencer a su amigo y socio Henry Irving de las posibilidades teatrales de su novela. Y luego más de un empresario había rondado, también sin éxito, a Florence Stoker en busca de los derechos. Obviamente, Deane poseía más labia que todos ellos. Tal vez porque era un consumado actor shakespereano que había conocido fugazmente a Stoker y estaba convencido de sus posibilidades teatrales. Tras una larga temporada en Estados Unidos, regresó en 1918 acompañado por un único libro que había releído incontables veces. Durante años buscó infructuosamente un escritor que lo adaptara, mientras la fama del texto crecía. En 1924 su primera actriz, luego su esposa, lo convenció de algo obvio. Debía adaptarlo él mismo. Lo hizo, eliminando el viaje de Harker a Los Cárpatos e instalando al conde en Londres haciendo de las suyas. Y agregó un aporte fundamental: la capa. La obra se estrenó en mayo de 1924 en el Grand Theatre de Derby; tres años después saltó al West End y de ahí, con algunas modificaciones, en octubre de 1927, a su consagración en Broadway donde estuvo en cartel cuarenta y una semanas. Había otra transformación importante en ese cambio de país y de libreto. Drácula era interpretado por un joven actor húngaro, de acento indoblegable y estampa aún desconocida para el público. Se llamaba Béla Ferencz Dezso Blasko y había nacido en 1882 en un pueblo hoy rumano llamado Lugos. Estudió arte dramático, padeció la Primera Guerra; los avatares políticos de la Hungría de Horthy lo empujaron a Alemania y luego a Estados Unidos donde una dudosa fama lo esperaba. Había tenido, al comienzo de su carrera, la precaución de recortar su nombre. Broadway lo recibió como Béla Lugosi.

Pero el primer paso hacia la inmortalidad cinematográfica lo dio Drácula en Alemania, clandestinamente y bajo seudónimo: el conde de Orlok, en 1922. El momento histórico amerita unas líneas. A partir de la derrota de 1918 el espíritu alemán andaba desasosegado, sobre todo tratándose de una nación tan orgullosa. El Kaiser Guillermo II no había tenido el pulso suficiente para evitar que el país eligiera la contienda y el desenlace llevaría a un reacomodo mayor: la caída de la monarquía y la débil pero muy fecunda República de Weimar. En el cine y el teatro ese clima ominoso soñado por humillados hizo nacer el expresionismo, esa escuela que buscaba, a través de los juegos de luces, las arquitecturas demoníacas y la primacía del gesto como una manera de transmitir el espíritu de la época. Y vaya si sus promotores lo lograron. La década larga se inaugura con Caligari, un mago que predice el futuro; pero en tropel se le une el Golem, el Estudiante de Praga y su doble, Mabuse, el archicriminal que busca dominar el mundo; M, el asesino serial, y muchos otros que  cristalizarían –en la realidad– en un villano mayor. No en vano la obra clásica sobre el período se titula De Caligari a Hitler.

En 1922 un par de productores amantes de lo oculto y con poco capital planean llevar a la pantalla la obra de Stoker. Un detalle nimio se les escapa y obvian pagarle los derechos a Florence Bascombe, la empobrecida y vigilante viuda del autor. No es extraño entonces que en Nosferatu, una sinfonía del horror algunos nombres y circunstancias sean alterados para proteger a los inversionistas. El filme es considerado con total justicia una obra maestra del cine y fue dirigida por un artista mayor: Friedrich Wilhelm Murnau. Para el papel del conde se había agenciado el concurso de Max Schreck y elegido una fisonomía que no tendría continuidad en el cine. Orlok es pequeño, parece un ratoncito de manos como paticas y largos incisivos frontales. La leyenda narra que Schreck era un desconocido de andar raro y temperamento solitario, que apareció y desapareció en la bruma de esos tiempos melancólicos. (Una película muy mala que sin embargo le valió una nominación al Óscar a Willem Dafoe, La sombra del vampiro, se apoya en esta ficción). La historia merecería ser cierta y es una lástima que no lo sea. En la cruda realidad Schreck era un consumado actor de teatro, y luego de cine, con actividad regular hasta su muerte en 1936. La película es tributaria de los tonos oscuros del expresionismo que, junto con las epidemias de peste y las ratas, logran disputarle al vampiro su protagonismo. En el mundo judicial, para nuestro beneficio, Orlok tuvo más suerte. Prana Films, incapaz de pagar los derechos debidos, se declaró en bancarrota. La justicia alemana ordenó destruir todas las copias. Pero ya se sabe lo difícil que es destruir al príncipe de las tinieblas. Algunas copias se salvaron de la estaca burocrática y resurgieron a fines de esa década del veinte. Más importante aún, una copia ganó un natural refugio en la bóveda de la Universal Pictures, en Hollywood.

En 1979, Werner Herzog haría un remake anclado en tres cartas mayores: el respeto a las líneas narrativas de Murnau, la borrascosa fragilidad de Isabelle Adjani y Klaus Kinski, que recuperaba para el vampiro su nombre y su linaje conservando la fisonomía de Schreck. Era un Drácula de los mejores que oscilaba entre la maldad, la ternura, la desgracia y que en una memorable escena de lluviosa impiedad retomaba la plegaria original a las criaturas de la noche.

En 1931 el cine había alcanzado su primera madurez. Atrás había quedado el tiempo de los pioneros del cine mudo y los estudios, en plena depresión, proveían un respiro de imaginación a las masas. Con cierto grado de especialización la Metro tenía el glamour, la Warner sus gánsteres y otro estudio importante, la Universal, encontró en las criaturas del lado oscuro un nicho de mercado en el cual haría historia. Allí fueron a parar los condenados de la tierra: Frankenstein, el hombre lobo, el hombre invisible y, por supuesto, el conde Drácula.

Para dirigirlo el productor Carl Laemmle Jr. seleccionó a un director singular: Tod Browning, quien había sido payaso de feria, actor, alcohólico ocasional y un director de probada solvencia. Según sus biógrafos era un sujeto de pasiones oscuras y gusto por el lado opaco del alma humana (una película mórbida sobre los fenómenos de circo así lo confirmaría oportunamente). Tras idas y venidas varias, y una revisión del Nosferatu de Murnau, se le asignó a otro alemán como director de fotografía, veterano del expresionismo y cuyo presumible olfato lo había impulsado a Hollywood. Se llamaba Karl Freund y había sido un colaborador habitual de Murnau y de Fritz Lang y su Metrópolis. En 1931, con Béla Lugosi en el papel central, la primera versión americana de Drácula exhibiría una cita de antología que inmortalizaría el acento y el gesto del húngaro. «I never drink… wine / Yo nunca bebo… vino».

Alguno de sus biógrafos sostuvo, con razón, que Lugosi siempre fue más una presencia que un verdadero actor. Su figura, la cortante rigidez de sus rasgos, la sonrisa amenazante convocaban el lado oscuro de la condición humana. Ese núcleo opaco al que solo podemos aludir con palabras como miedo o angustia. Y vaya si era eficaz en este ademán, a la vez su triunfo y su caída. La historia posterior es tan desgraciada como los fallidos intentos de Drácula por burlar a Van Helsing. Obtuvo quinientos dólares a la semana por las siete que duró el rodaje y a los pocos años se encontró en bancarrota, estado con el que se familiarizaría el resto de su vida. La película vendió setecientos cincuenta mil dólares en Estados Unidos y un millón doscientos en el resto del mundo, consolidando la posición maltrecha de la Universal. En cuanto a Lugosi, su imposible acento lo aprisionaría en personajes exóticos y perversos (Legendre en White Zombie, Vitus Werdegast en The Black Cat). Sería el torvo comisario político Razinin en la Ninotchka de Ernst Lubitsch, y luego se perdería en roles menores y en su adicción a la morfina. El personaje, y con él el género, conocería una época desangelada (es un decir). En su rodada había pasado a ser telonero de otro grande, Boris Karloff, o de Abbott y Costello, y sobrevivía con pequeños roles, reflejo pálido de sus épocas de gloria. Se cuenta que era un amigo solidario y generoso pese a su escaso dinero. Béla Lugosi murió en agosto de 1956 y la leyenda lo cuenta enterrado con la capa que lo hizo famoso, olvidado por todos y velado por unos pocos amigos. Con él, Drácula perdía su mejor intérprete hasta la fecha. En 1995, Tim Burton rendiría homenaje a la amistad que Lugosi mantuvo con un perdedor ilustre, el inefable Ed Wood, en un filme de ternura feroz y esquiva.

Pero no es fácil terminar con el destino de un vampiro. En Londres una compañía productora de dudoso brillo buscaba un golpe de fortuna. La casa Hammer debe su nombre a Will Hammer (en realidad William Hinds), dueño de una cadena de joyerías que en la década del treinta decidió probar suerte en el cine, con poco éxito inicial. Hasta que en 1956, luego de varias reorganizaciones y a la integración de la dinastía Carreras (Enrique, James y Michael; abuelo, hijo y nieto, respectivamente), descubrieron el ansiado filón. Un monstruo de la Universal maltratado y en el olvido dará origen a La maldición de Frankenstein, con una criatura que, batalla legal de la Universal de por medio, debía ser radicalmente distinto del original. Para encarnarlo buscaron a alguien diferente a Boris Karloff. Hammer tenía varios ases bajo la capa: Peter Cushing, el barón; el escritor era Jimmy Sangster, y el muy talentoso Terence Fisher en la dirección. Con ese cuadro de talento plebeyo codeándose con la nobleza del género, el próximo paso era inevitable. En noviembre de 1957, con un presupuesto de ochenta y un mil libras, comenzaba el rodaje de Horror of Dracula. El libreto introdujo un giro copernicano en la trama. Esta vez Harker y, siguiéndolo, su amigo Van Helsing tomaban la ofensiva decididos a terminar con el conde. En Los Cárpatos –aristocrático, magnífico, ávido, con el ánimo más esdrújulo que nunca–, Drácula salía de su bóveda en la estampa de un intérprete espléndido: Christopher, de apellido Lee. El más digno representante del conde en la tierra.

Para la época en que se envuelve en la capa más célebre del horror, Lee tiene treinta y cinco años. Ha sido un estudiante dedicado a quien cautiva el cine y tiene poco éxito en el teatro. En la guerra se inscribe en la Royal Air Force, pero contratiempos de salud lo derivan hacia el mundo de la inteligencia en Rhodesia y Egipto. Al término del conflicto mundial, condecorado, se une a las filas de la Rank Organisation y luego de una carrera de brillo desigual, desembarca en la Hammer y encarna la mencionada criatura de Frankenstein. En lenta decadencia protagonizará nueve entregas de Drácula con la Hammer y una con el inefable Jesús Franco en España, adquiriendo en el periplo un aura de respetabilidad que lo acompañará hasta su muerte en 2015, a la venerable edad de noventa y tres años.

El resto es olvidable. En 1979, Drácula retornó en una versión blanda y desdentada en la cual su capa cobijaba a Frank Langella y susurraba sin asustar. Una lástima porque esta versión que ahondaba en la vertiente erótica del príncipe de las tinieblas merecía un mejor destino, considerando que su Van Helsing era nada menos que Lawrence Olivier. El filme servía para confirmar que no hay Drácula exitoso sin un Van Helsing convincente que lo persiga. Tal vez por ello, trece años más tarde, Anthony Hopkins hacía una entrega magistral en la versión operática y desmelenada, pero muy disfrutable, de Francis Ford Coppola, hasta el momento la última entrega creíble del héroe de Los Cárpatos.

Cabe preguntarse por la fascinación que el personaje suscita entre lectores, espectadores y, por supuesto, editores y productores. Si bien es un ser que proviene de las tinieblas, sería natural buscar sus rastros en pulsiones muy humanas, con la búsqueda de la inmortalidad en la base de la pirámide; pero además la creencia muy arraigada en las potencias de la sangre como fluido vital y sanador y, ya que estamos, rejuvenecedor. Al mismo tiempo, la saga de Drácula, en su origen y su desenvolvimiento a través de cinco siglos y medio, es una historia de poder. Ya sea en su matriz histórica o en su secuela imaginaria el conde ha buscado lo que todo poderoso busca: extender su dominio y convocar adeptos y cortesanas que, en su caso, caen muy eróticamente bajo la protección de su capa. Porque, se sabe, la literatura y el cine son la continuación de la historia por otros medios. Y como Sísifo, aquel otro bribonzuelo condenado por chivato a arrastrar una piedra y volver a arrastrarla, Drácula está condenado por la historia y la imaginación al acento en la primera sílaba y al eterno retorno. Pues, para su desgracia y nuestro regocijo, de todas las formas posibles de la inmortalidad el cine es aquella que el vampiro ha elegido.


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