El rey de Ásine

25/09/2021

«La máscara de Agamenón», ca. 1550 a.C. Museo Arqueológico Nacional de Atenas.

A Erasmia Stravropoulou, amiga y maestra

En abril de 1940 Yorgos Seferis publicaba su poemario Diario de a bordo I. Hacía solo dos años que había vuelto de Albania, a donde lo habían enviado como cónsul de Grecia. La segunda mitad de la década de los treinta ha sido de una actividad frenética. En 1934 termina su poemario Mythistórima, dos años más tarde publica en la prestigiosa revista ateniense Ta Nea Grámmata su traducción de La tierra baldía de Eliot y en marzo de 1940 publica Cuaderno de ejercicios, un volumen que reúne sus poesías escritas entre 1928 y 1937. En mayo saldrá también un volumen titulado simplemente Poemas, que reúne títulos como Strofi, La cisterna, Mythistórima y Gymnopedia. Paralelamente publica, también en Ta Nea Grámmata, ensayos sobre literatura griega, mientras se relaciona con escritores como André Gide, Lawrence Durrel y Henry Miller. Todas estas creaciones van configurando un carácter especial en la lengua y la estética de Seferis. “Una lengua clara y abierta, donde se percibe inmediatamente que ha acertado en la expresión perfecta, que aquello no puede decirse de otra manera”, dice Linos Politis en A History of Modern Greek Literature (Oxford, 1073).

Son los años en que Seferis va preparando su Diario de a bordo I. El poemario está salpicado de los nubarrones que presagian la guerra, y finalmente su estallido en septiembre del 39. El 10 de abril de ese año el poeta había escrito en su diario: “Esta guerra (guerra bajo una paz que es una manera de decir) tiene una característica: una fuerza del mal ha encontrado la manera de humillar, de maltratar, de aplastar un mundo entero, sacando a la superficie el interés, la cobardía, la pequeñez, la vileza, de modo que llega uno a creer que esas son las características básicas de los hombres que gobiernan este mundo”. 

Así pues, cuando Diario de a bordo I sale a la luz, en abril del 40, ya el horror de la guerra se ha desatado por buena parte de Europa. Aún no ha llegado a Grecia, pero la tensa espera no durará mucho tiempo. Esta angustia domina el clima emocional del poemario. La guerra finalmente llega a Grecia el 28 de octubre de 1940, con la invasión italiana motivada por el ultimátum de Mussolini y su rechazo por parte del gobierno de Metaxás. Los griegos logran rechazar la invasión fascista, pero el 6 de abril la Wehrmacht cruza la frontera búlgara arrollando lo que se interponga en su camino. Seferis, como funcionario del Ministerio de Exteriores, debe huir con el resto del gobierno primero a Creta y, después de la sangrienta toma de la isla por los alemanes, a Egipto y Sudáfrica. El 16 de mayo de 1941 escribe desde el exilio: “Pensar en los amigos, en tus hombres, en aquellos que han muerto o que no sabes si viven, en aquellos que combaten todavía, en tu país crucificado”.

El rey de Ásine es “uno de los poemas cumbre y más estremecedores de Seferis”, en palabras de Miguel Castillo Didier siguiendo a Politis (Seferis íntegro, Santiago de Chile, 2014). Ásine fue una pequeña ciudad enclavada en la Argólida, en el Peloponeso, muy cerca de Nauplia. Homero apenas la nombra en la Ilíada, en el Catálogo de las naves (II 560), como parte de las fuerzas que acudieron a Troya acaudilladas por Diomedes, “valiente en el combate”. Según Heródoto (VIII 73, 2) estuvo originalmente habitada por tribus dríopes. Hacia el año 740 a.C., y como venganza por haber tomado parte de la guerra entre Argos y Esparta a favor de los lacedemonios, los argivos al mando del rey Erato la asediaron, y luego de su caída la arrasaron hasta los cimientos. Según Pausanias (II 36, 5), los habitantes de la pequeña ciudad fundaron una nueva Ásine en Mesenia, en un territorio cedido por sus aliados espartanos. Al parecer, el lugar de la primera Ásine solo volvió a ser poblado en tiempos helenísticos. Después la ciudad cayó en el olvido, hasta que fue desenterrada por los arqueólogos suecos Otto Frödin y Axel Persson en 1922.

En el poema, Seferis busca denodada e infructuosamente la tumba del rey de Ásine:

Buscamos toda la mañana en torno a la ciudadela

comenzando por el lado de la sombra allí donde el mar

verde y sin destello, pecho de pavo real muerto

nos acogió como el tiempo sin ninguna grieta…

… … 

Ningún ser viviente las tórtolas idas

y el rey de Ásine al que buscamos desde hace dos años

desconocido olvidado por todos aun por Homero

solo una palabra en la Ilíada y ella insegura

arrojada aquí como la máscara funeraria de oro.

También Seferis supo lo que era perder su tierra y que de ella no quedara sino un incierto nombre. Lo supo y lo supo dos veces. La primera en septiembre de 1922, al final de la guerra greco-turca, cuando las tropas de Atatürk tomaron Esmirna, su ciudad, arrasándola y quemándola hasta los cimientos. Esmirna nunca volvió a ser griega y de la vieja ciudad solo quedó su antiguo nombre en turco: Izmir. El joven Yorgos tenía entonces veintidós años y estudiaba derecho en París, pero la tristeza por la tragedia de su patria lo acompañará para siempre, tan profundamente que se convirtió en uno de los motivos centrales de su poesía. La segunda, ya lo hemos dicho, será en abril de 1941, un año después de la publicación del poema, cuando las tropas alemanas invadan Grecia y el poeta deba partir al exilio junto con el resto del gobierno. Quizás por eso el poeta siente que la historia de la pequeña Ásine es un poco la suya y la de su ciudad:

El rey de Ásine un vacío debajo de la máscara

junto con nosotros en todo lugar junto con nosotros en

/cualquier lugar, debajo de un nombre:

…y Ásine …y Ásine

y sus hijos estatuas

y sus anhelos aleteos de pájaros y la brisa

en los espacios de sus pensamientos y sus navíos

anclados en un puerto invisible;

debajo de la máscara un vacío.

El 20 de septiembre de 1971, hace exactamente cincuenta años, murió Yorgos Seferis en el Hospital Evanguelismós, un viejo edificio con una plaza llena de árboles y palomas en el barrio de Kolonaki, en el centro de Atenas. Una sola vez volvió a Esmirna, en 1950, solo para confirmar que de ella lo único que quedaba era el nombre.


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