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El nombre de Pavía, la ilustre ciudad italiana a 30 kms al suroeste de Milán, es recordada amargamente por los historiadores franceses. Fue en sus afueras donde se habría de producirse el episodio conocido por los estudiosos como “El desastre de Pavía”, donde, en 1525, el emperador Francisco I de Francia fue derrotado y, lo peor, hecho prisionero después de caer de su cabalgadura mal herido por las tropas de otro emperador, Carlos V de Habsburgo, y transportado en esa condición lamentable a Madrid. Como todos los grandes episodios de la historia francesa, la gastronomía se hizo presente esta vez. Antes de su traslado madrileño, Francisco le rindió los honores a la sopa que había conocido en prisión, la cual inmortalizó con el nombre de Sopa Pavesa, cuyos elementos básicos (caldo, pan y huevo) sabiamente administrados por una campesina, aliviaron las penas de su encarcelamiento.
Encantado y agradecido, Francisco, a su regreso a París, la dio a conocer entre sus cortesanos. No sería la única vez, por lo demás, que un emperador galo padeciera semejante suerte. Casi trescientos años más tarde, y no en Pavía, sino en Waterloo, Napoleón, después de perder el día frente a los ejércitos del “pérfido” Wellington, terminaría sus días como prisionero en una isla improbable. Su sobrino, Luis Napoleón, mejor conocido como Emperador Napoleón III, que trató de emularlo en todo, y que solo lo igualó en las dimensiones de una caída, que lo llevó a protagonizar otro “desastre”, esta vez el de Sedan, donde de nuevo, a la derrota frente a los prusianos, siguió la detención del monarca, quien terminaría sus días, no prisionero, pero si condenado a amargo destierro.
Sin embargo, Pavía debe ser conocida por muchas otras cosas. Los lectores de Stendhal saben que la cartuja que le sirvió de escenario para su mejor novela, no era la de Parma, sino la de Pavía, la cual visitó con frecuencia durante sus años en Milán. En la actualidad, la cartuja de Pavía sigue siendo una de las grandes construcciones religiosas de norte de Italia y, con el imponente Castello Visconteo, un testimonio de la importancia de la ciudad durante la Alta Edad media y el Renacimiento. Precisamente en estos días, el Castello Visconteo sirve de sede a la magnífica exposición Los lombardos. Un pueblo que cambia la historia, donde se recuerda el rol de este pueblo germánico en la historia de Italia. Lo que incluso los italianos, al parecer, habían olvidado.
La historia de los lombardos es fascinante y misteriosa. Originarios del noreste de Europa, como la mayoría de las tribus bárbaras, conocidos por los romanos y mencionados por Tácito, llevaron una vida nómada durante varios siglos de peregrinaje hacia el sur, hasta que un buen día, como quién decide que es hora de ocupar la tierra prometida, invadieron una Italia en la que el imperio no era más que un vago recuerdo, y la potencia ocupadora, los ostrogodos, se encontraban exhaustos de siglos de guerra. Sin encontrar mayor resistencia, avanzaron, en 568, desde el Friuli y el Véneto, dirigidos por el rey Alboino, hacia el oeste y el sur, dejando de lado a una Roma reducida a una población fantasma de 50.000 habitantes del millón que albergó en tiempos de Constantino.
Para finales del siglo VII, habían incorporado vastos territorios peninsulares que incluían, aparte del Véneto-Friuli y la llanura del Po, el Piamonte, Liguria, Umbría, Toscana, Lacio y casi todo el sur, con excepción de Puglia, Calabria y las islas mayores. Durante más de dos siglos, los lombardos, transformados en Italia en un pueblo sedentario, dominaron de manera aprovechada los destinos de lo que había sido el centro del imperio romano. Organizados en un reino cuya capital fue Pavía, y los ducados de Espoleto y Benevento, se incorporaron paulatinamente a la cultura latina y, con no menos esfuerzos, serían cristianizados.
El proceso de catequización de los lombardos, revela el alcance de la oposición que tuvieron que enfrentar los difusores del cristianismo oficial en estos tiempos de la Alta Edad Media. En el caso de los lombardos, se vieron forzados a competir con la popularidad del arrianismo, el cual, con la protección oficial de algunos reyes como Grimoaldo (662-671) el último rey arriano, había construido una cantidad importante de iglesias y sitios de culto. Los tiempos del arrianismo en dominios lombardo serian sofocados por la hegemonía del cristianismo oficial. A pesar de superar su destino nómada, el desarrollo de la civilización lombarda estuvo marcado por sus orígenes. Después tomar posesión de numerosas muestras del sofisticado urbanismo romano, los lombardos no supieron sacar provecho.
A la existencia en las espléndidas e higiénicos urbanismos imperiales, prefirieron la vida limitada en sus propias viviendas de piedra, madera y paja. Nada dejaron que no hubiese sido ya realizado, holgadamente, por los ingenieros del imperio. El único monumento literario es la fantástica Historia Langobardorum, escrita en latín por Paolo Diacono en 789. Aunque tal vez más interesantes para el historiador resulten las Leyes de Rotario, promulgadas por este monarca durante su reinado, y que constituye una elocuente muestra de las curiosas concepciones jurídicas posteriores a Roma.
Tal vez el más conocido de los episodios de la historia lombarda, sea el que involucra al naciente estado pontificio y que habría de determinar, al menos en parte, el futuro de la cultura occidental. Doscientos años después de su llegada a Italia, los lombardos se sentían en capacidad de iniciar la natural expansión de las tierras conquistadas. El primer objetivo era Roma, que apenas iniciaba la consolidación de su poder temporal. Ante la amenaza, el Papa solicitó el auxilio de Carlomagno, rey de los francos. A comienzos de 770, Carlos descendió hacia Lombardía en una exitosa campaña que los llevaría a la victoria definitiva en 774. En lo sucesivo, los dominios lombardos, con excepción del ducado de Benevento, serían absorbidos por el naciente imperio carolingio. Las pretensiones lombardas, aparte de precipitar el fin de su historia, sirvieron para desencadenar el enfrentamiento que habría de marcar la historia europea por lo menos hasta finales del siglo XIX. Con la ocupación de los francos, Pavía dejó de ser la capital de un reino, sin dejar de ser una gran ciudad provincial y así se ha conservado hasta nuestros días. La muestra del Castello Visconteo nos pone en contacto con su brillante pasado como capital de una era que ayudó a definir el rostro de la Italia post-imperial.
Alejandro Oliveros
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