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“Cuando se extrae significado del asesinato, el riesgo es que más asesinatos aporten más significado”. Timothy Snyder: Tierras de sangre: Europa entre Hitler y Stalin (2010).
En su libro Insumisos (2016), Tzvetan Todorov exalta la figura de los personajes históricos que han sabido representar lo mejor de la humanidad, tales como Boris Pasternak, Nelson Mandela o Edward Snowden. Su amor a la humanidad ha mantenido, en sus espíritus, los principios éticos por encima de las pasiones políticas. Se caracterizan por ser disidentes, indóciles y no-violentos. No han caído en la tentación de ver a los adversarios como enemigos, y mucho menos como alimañas que deben ser destruidas de forma despiadada. Se les puede caracterizar como capitanes de su propia alma, tal como afirma el poema “Invictus”.
Lamentablemente, estos insumisos son la excepción en el campo político. Llama mucho la atención que la derrota del fascismo en la segunda guerra mundial no acabó con los líderes que glorifican la violencia. Mientras Martin Luther King Jr. lucha pacíficamente por los derechos civiles de los negros norteamericanos, el Che Guevara glorifica el “asesinato lógico” como arma de liberación del Tercer Mundo:
“El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”. Mensaje a la Tricontinental (1967).
Uno esperaría que los intelectuales constituyeran la reserva moral de la humanidad, pero la realidad ha sido muy decepcionante. También, luego de la segunda guerra, una gran cantidad de intelectuales se comportó de forma muy irresponsable en el orden moral. En cuanto a este rasgo, el mundo cultural francés ha sido muy representativo, a pesar de honorables excepciones, como Raymond Aron. Michel Houellebecq afirma:
“A lo largo del siglo XX muchos intelectuales habían apoyado a Stalin, Mao o Pol Pot sin que se les hubiera reprochado nunca verdaderamente; el intelectual en Francia no tenía que ser responsable, eso no estaba en su naturaleza.” (Sumisión, p. 254).
Sartre y la violencia
En ese ambiente, Sartre destacó en esa inconsciencia, tanto por su gran talento como por su fama internacional. Es manifiesto que fue un hombre fascinado por la violencia, la cual ocultaba con la hoja de parra de los eufemismos. Uno de ellos era “contraviolencia”, la cual utiliza cuando conmina a tomar partido por las protestas estudiantiles agresivas.
“Cuando la juventud se enfrenta a la policía, nuestra tarea (la de los intelectuales) no es sólo mostrar que son los policías los violentos, sino también unirnos a los jóvenes en la contraviolencia.” (Entrevista de 1971).
Lo reprochable es que Sartre quiera convertir a los jóvenes en terroristas. Ese mensaje tuvo muchas repercusiones en todo el mundo. En Latinoamérica, vimos a muchos estudiantes empuñar armas y plantar explosivos para luchar contra legítimas democracias. Luego, ya adultos y “pacificados” algunos han adoptado el populismo para seguir conspirando contra las libertades.
En cuanto a los conflictos raciales en Estados Unidos, Sartre utiliza menos eufemismos. De forma clara, invoca el deber moral de respaldar a los oprimidos que toman venganza contra sus represores.
“(No apoyar la violencia) es ser culpable del asesinato de los negros, igual que si realmente hubiese oprimido los gatillos que mataron (a los panteras negras) asesinados por la policía, por el sistema.” (Entrevista de 1971).
En estas palabras se niega, de hecho, que la posición del intelectual sea mantener la ecuanimidad para poder juzgar con imparcialidad. Según Sartre el intelectual debe llenarse de ira y hacer uso de la violencia, ya sea personalmente o través de otros.
Muerte a los imperialistas
Frantz Fanon, nacido en la caribeña isla de Martinica, fue un revolucionario y psiquiatra, cuya obra influyó en los movimientos de los años 60 y 70. Fanon es conocido como un radical en la cuestión de la descolonización y la psicopatología de la colonización.
En 1961, Fanon publicó un libro muy importante sobre el tema: Los condenados de la tierra. Esta obra es un diagnóstico psiquiátrico, político, cultural e histórico de la colonización en Argelia, además de constituir un llamado al Tercer Mundo a emprender la lucha descolonizadora, es decir, a crear un hombre nuevo.
El libro fue acompañado de un prefacio de Sartre, lo cual contribuyó a su éxito a nivel mundial. Allí Sartre explica el primer momento dialéctico de la colonización cultural. Con propósito de dominación, los colonizadores le otorgan a una élite indígena el privilegio de “pertenecer” a la cultura imperial. Se educa a los nativos en los valores de Occidente, que sepultarán los propios. Para lograr esta aculturación, sólo hay una forma: despojarlos de su humanidad. El segundo momento dialéctico consiste en la toma de conciencia del sometimiento. Con esta nueva conciencia, el odio crecerá en su alma. Al comienzo, al colonizado le cuesta reconocer este odio, pero esto pronto cambiará. En un tercer momento, el colonizado aceptará su odio contra su opresor. Esto conduce a que, finalmente, la violencia sea la herramienta.
Sartre no solo describe el proceso dialéctico del amo y el esclavo, sino que pasa a justificar la violencia. La violencia colonial solo puede ser barrida por una violencia mayor. Es una guerra total, sin cuartel. En esta batalla, el colonizado recupera su humanidad. Aquí lanza otra arenga sedienta de sangre:
“Porque en los primeros momentos de la rebelión, hay que matar: matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido. Quedan un hombre muerto y un hombre libre; el superviviente, por primera vez, siente un suelo nacional bajo la planta de sus pies.” (Prefacio, p. 20).
Esta es una de las expresiones más contundentes y siniestras, pues glorifica al odio y legitima el asesinato.
El maniqueo revolucionario
Según el historiador británico Tony Judt, los discursos políticos de Sartre suponen la fórmula toxica según la cual “la revolución era un imperativo categórico. No era cuestión de análisis social ni de preferencia política, ni era tampoco el momento de la revolución, algo que uno pudiera seleccionar sobre la base de la experiencia acumulada o de la información.”(Pasado imperfecto, p. 52).
Es paradójico que el existencialista Sartre, quien, a nivel teórico, ha afirmado el carácter absoluto del arbitrio humano, y que, consecuentemente, no puede aceptar ninguna restricción, ni siquiera la de un imperativo categórico, salga a aplicar dicho imperativo a la política autoritaria.
También Judt indica que “dentro de este esquema de pensamiento, toda la experiencia y toda la sociedad quedaban indefectiblemente divididas en dos bandos irreconciliables, cuyas diferencias no era posible salvar por medio de las buenas intenciones, ni tampoco recurriendo a los universales kantianos.” (Pasado imperfecto, p. 66).
Así, el pensamiento sartreano conduce necesariamente al dualismo maniqueo de todo fanatismo: “o ellos o nosotros”. El cual se traduce en reaccionarios y revolucionarios: capitalistas o comunistas, Estados Unidos o Unión Soviética. Esto es lo que Todorov llama los “enemigos complementarios”, donde la aplicación del tercero excluido de la lógica conduce al extremismo ideológico.
Las consecuencias genocidas
Peter Sloterdijk explica muy bien lo que en el mundo cultural sartreano se entiende por transformación social: “En vista de esto, la fórmula de militancia del siglo XX, on a raison de se révolter, se traduciría en forma algo distinta a lo usual: no tiene razón quien se subleva contra lo existente, sino quien se venga de ello.” (Ira y tiempo, p. 70).
A diferencia de Martin Buber, por ejemplo, dentro de la mentalidad sartreana, no aparecen los elementos humanitarios de empatía con el otro, o el deseo de dialogar con el adversario. No se trata de entender el mundo, sino de transformarlo. Para llevar a cabo esa transformación, es innecesario saber qué siente o piensa el otro. Basta con saber quién es para reducirlo a enemigo, y luego, destruirlo. Así tendrá lugar la venganza que redimirá a la historia humana.
Las consecuencias nefastas de esta forma de pensar la resume Paul Johnson, quien nos relata la funesta influencia de Sartre en el sudeste de Asia, al final de la guerra de Vietnam:
“Los crímenes horrendos perpetrados en Camboya desde abril de 1975 en adelante, que incluyeron la muerte de entre un quinto y un tercio de la población, fueron organizados por un grupo de intelectuales francoparlantes de clase media conocido como Angka Leu (‘La Organización Superior’). (…) Todos habían estudiado en Francia en la década del cincuenta, ya allí no habían pertenecido al partido comunista, pero habían absorbido las doctrinas de Sartre, de activismo filosófico y ‘violencia necesaria’. Estos asesinos fueron sus hijos ideológicos” (Intelectuales, p. 208).
Ya Albert Camus nos había alertado sobre los peligros del existencialismo y de cómo el absurdo nos puede conducir hacia el suicidio, o peor, hacia el genocidio.
La irresponsabilidad moral
En 1956, tres años después de la muerte de Stalin, se pudo revelar los crímenes contra la humanidad que llevó a cabo el dictador de la Unión Soviética. A pesar de la liberación de esa información, el fervor comunista no se redujo de forma considerable. En un par de años, Cuba y sus carismáticos líderes renovarán de nuevo el mito de la utopía angélica. Las evidencias no eran suficientes para poder superar las pasiones políticas que dominaban la mente de una buena parte de la intelectualidad “bien pensante”.
En esa nueva ola, se monta Sartre, quien echa por la ventana la responsabilidad del intelectual de denunciar las pasiones políticas y el odio, así como evaluar las evidencias de forma imparcial para someterlas a los principios éticos. Es deplorable ver cómo se olvida de todo esto en nombre de su venganza redentora, la cual dejará ensangrentadas las manos de los constructores del nuevo paraíso terrenal.
Camus alertaba contra esa forma de irresponsabilidad: “Toda idea errónea termina en un derramamiento de sangre, aunque siempre sea sangre ajena. Por eso, algunos de nuestros pensadores se sienten libres de decir cualquier cosa”. Puede que esta alerta no sea efectiva contra la tentación totalitaria, pues el mayor atractivo de los radicalismos es la simplificación unida al derecho de odiar.
Wolfgang Gil Lugo
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