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“El libro es imbatible en la hamaca”
Umberto Eco
Vladimir Nabokov pensaba que a Cervantes tenía que habérsele ocurrido un encuentro entre su don Quijote y el don Quijote apócrifo de Avellaneda. Incluso, esa debió ser la batalla final en la playa de la Barceloneta. Como ya Cervantes había llevado el juego a tal extremo, poco importaba dar un paso más: el salto definitivo hacia afuera del libro. Nabokov a veces es incisivo y puntilloso con Cervantes o Dostoievski porque él era un novelista tan caprichosamente creativo que se desesperaba como lector, y deseaba siempre dar otra vuelta de tuerca más. Toda su obra novelística es un ensayo constante sobre los límites de la ficción y las figuraciones del laberinto. Este debe ser intrincado, laborioso y estéticamente impecable; pero debe ofrecer una salida. No se trata de desafiar a los más aptos, sino de expresar alegóricamente el mundo: tiene que haber una salida, y mientras más competencias adquiramos como lectores del mundo, más posibilidad, si no de descubrir la salida al laberinto, al menos saber disfrutarlo y apreciarlo mientras nos perdemos en él.
Nabokov era de la misma raza de Borges, Queneau, Perec, Eco o Wells. Merodeadores del universo a través de la palabra con la firme sospecha de que todo se reduce a un juego; homo ludens como condición definitiva del ser humano. Y lo divertido de un juego es estar conscientes de que lo estamos jugando. La sorpresa es una condición de la vida. El libro se ofrece como elemento para urdirla entre autor y lector. Mallarmé escribió: “Todo, en el mundo, existe para acabar convirtiéndose en un libro”. Así, un libro que plantea el laberinto como representación última, debe anticiparse a las interpretaciones de oficio que tendrá y debe también saber incorporarlas como entramado sutil de su contenido. En el fondo, todo gran novelista intenta rebajar las ínfulas del ser humano e intenta también un extraño procedimiento de desenmascaramiento social, pero como lo hace a través de la mentira, sólo los lúdicos y lúcidos se dan por enterados.
El mundo bajo sospecha es la consigna. Y cada mundillo se pone a prueba para ver cuán resistentes son sus falacias y mentiras. Cuando Borges pone bajo sospecha las pretensiones extra-académicas de un grupo de académicos en el cuento llamado, justamente, “El soborno”, lo que plantea no es desnudar a esos individuos y evidenciar sus viles intereses, sino buscar una nueva sorpresa que rebase la mentira y la incorpore una vez que esta sea identificada como tal: sus mentiras se han refinado a tal punto que consagran la densidad del laberinto. En realidad, toda la obra de Borges sigue esa secuencia de desmontaje que no es sino una forma de montaje más sofisticada. Nabokov también lo hace. Los vínculos opacos entre sus novelas, los indicios poco advertidos, la distorsión de los narradores, la confusión como base del argumento y la ambigüedad como única certeza son incesantes mecanismos de sus procedimientos creativos. Al final es como si dijera una y otra vez: “¿acaso no ven que el mundo es un juego?”. Sólo que la construcción es tan minuciosa y el lenguaje tan exquisitamente dispuesto que construyen una apariencia sólida con bases congruentes y sistemas de relaciones lógicas. Su novela Pálido fuego es la más elaborada de sus artimañas. Precisamente, el título alude a unos versos del Timón de Atenas shakespeariano: “la luna es una descarada ladrona que usurpa su luz al sol”. Toda una declaración de intenciones. La luz de la luna es sólo una apariencia, no es sino un reflejo del verdadero brillo, el del sol. Sin embargo, ese reflejo, por pálido que sea en comparación, también ofrece su belleza. Así el juego se sustenta en la descomposición de la realidad a través de los elementos que la realidad ofrece.
En esta novela todo finge reducirse a la confusa relación entre un poeta reconocido (John Shade) que compone su última obra poética antes de fallecer y el supuesto editor-comentarista (Charles Kimbote) de dicha obra. La novela está constituida de cuatro partes: un prólogo al poema, el poema, los comentarios del editor del poema y un índice. La estructura de la obra sugiere al lector que debe recrear su propio entramado a través de los textos fragmentados. Shade a través de su poema y Kimbote a través de sus comentarios. Pero al final, dos personajes más se revelan como elementos que definen el laberinto. La construcción pormenorizada del laberinto no garantiza la salida, sino el placentero extravío en él. Podemos estar ante una falacia completa: todo fue ideado por Kimbote, incluso el poema. O todo puede estar ideado por Shade, incluso Kimbote. O todo puede ser tal como se presenta, pero Kimbote distorsiona el relato gracias a su delirio. O todo puede ser obra de otro personaje, el profesor Botkin, un ruso loco que se asoma después como pieza clave. Pero la novela sustenta un universo en el que salen a relucir las mezquindades de un absurdo y arrogante ámbito académico en los Estados Unidos (diríamos que entre los años 50 y 60, pero que en realidad ha sido así siempre y en todas partes); una extraña mezcla disparatada entre la nostalgia por la pérdida de la patria y la tragicómica sensación de huida (en la que confluyen elementos autobiográficos y los agridulces recuerdos de su Rusia natal a través de una ficticia Zembla); la extraña situación de prosaica confusión en la que puede caer un poeta al ser tan unánimemente reconocido (John Shade parece, en muchos sentidos, una remembranza poco disimulada de Robert Frost); un planteamiento policial en el que un crimen se comete y deben ser aclaradas sus circunstancias (así como un suicidio poco esclarecedor). Todo ese tapiz sugiere que la novela es como el mundo: una red de relaciones confusas en las que cualquier perspectiva podría no ser más que un delirio continuado o simplemente un estrabismo. La recordada imagen del panóptico de Foucault que tanto caracteriza a la sociedad vigilante y disciplinaria, podría ser una metáfora inversa. Todos los ojos que miran al centro no ven nunca lo mismo; sólo miran la imagen particular que posibilita ese ángulo.
Nabokov leía atento y expectante cada crítica o interpretación que su novela inspiraba. A veces se sorprendía y muchas veces se decepcionaba. No porque pretendiera que alguien resolviera el complejo acertijo múltiple, sino porque se seguían poco los rastros para dar con una lectura creativa y consistente que sugiriese nuevas relaciones para posibles salidas al laberinto. Un buen laberinto ofrece el espejismo de la salida, a la vez que va logrando que el extraviado en él vaya apreciando cada esquina de su construcción y termine prefiriendo no querer salir. Por esto el libro es un dispositivo que da frontalmente con la ilusión de delimitar el infinito. Vaya contradicción. Así, “Las ruinas circulares” de Borges o El gabinete de un aficionado de Perec invitan al cumplimiento de las reglas para el juego que se muerde la cola, como Pálido fuego, como El Quijote, como la Odisea. La literatura desespera de sí misma y saca de allí provecho y material para una nueva jornada lúdica. Umberto Eco llegó a decir que los libros formaban parte de esos utensilios tan bien inventados que no necesitaron ser mejorados. Como el martillo, el cuchillo o la tijera. Borges, Perec o Nabokov en ese sentido son pálidos reflejos del fuego homérico, en aquel episodio en el que el gran bardo de la antigüedad hizo a Odiseo sentarse a escuchar parte de las historias del mismo Odiseo y éste escuchó ordenada y poetizada, por boca de otro, su propia vida, que hasta entonces parecía tan absurda y caótica. Por eso logra el regreso, porque, gracias a la poesía, ha unido los puntos de sentido de su vida sin importar los del mundo.
Juan Pablo Gómez
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