Ficción

El Minotauro

14/02/2020

«Minotauro acariciando con el hocico la mano de una mujer dormida» (1933), de Pablo Picasso

Alguien tocaba con insistencia el timbre. Habíamos amanecido en su apartamento y dormíamos con la boca abierta. Lo evidenciaban dos pozos de saliva a lado y lado de la almohada. Llegamos bebidos y encontramos su puesto ocupado por un Lada blanco. Era muy de madrugada. Veníamos cantando el «Miserere» y bebiendo Jack Daniel’s como locos.

Yo quise vaciarle los cauchos, orinarle las puertas, pero ella me lo impidió. No dijo por qué, tan sólo me lo impidió, y yo no quise echar a perder el momento. Así que dejamos el carro trancando el Lada blanco, y ahora sonaba con insistencia el timbre.

Al revés de todo el mundo, estábamos casados pero no vivíamos juntos. No funcionaba. Nos amábamos, pero no parecía funcionar por el momento. Al menos en la convivencia. En la cosa menuda. Ella sentía que la esclavizaba. Yo, que no me atendía lo suficiente. A mí me atraía comer en la cama con una bandeja viendo televisión. A ella también, pero no le agradaba traerla. Esperaba que lo hiciéramos los dos. Que nos alternásemos. No le gustaba que dejara las medias en el piso, que fuese haciendo una torre de ropa en la silla del cuarto. Debía ponerla en la cesta de ropa sucia. Le sacaba de quicio encontrar toallas en la cama, vasos en el cuarto o que por descuido dejase la puerta de la nevera abierta.

Tanto o más que a mí la agobiaba el día a día. Las diligencias, los imprevistos, el trabajo. No era capaz de sobreponerse a los avatares de la rutina como lo hacen, como tenemos que hacerlo todos. Esto la desbordaba, le provocaba un terrible mal humor que, consecuentemente, la llevaba a dejar crecer montañas de trastos sucios en el fregadero. Una sartén llena de aceite quemado podía pasar días en una hornilla de la cocina, y uno iba apreciando los sórdidos cambios de matices, la oxidación. Toda una gama de tierras y ocres mutando sobre los apenas reconocibles residuos de carne y cebolla, sumidos en una solución larvaria y espumosa.

De modo que vivíamos separados. No queríamos ver recrudecer esas diabólicas maromas de pesquisas mutuas donde todos pierden. Así que unas veces ella se quedaba en mi apartamento y otras yo me quedaba en el de ella.

Pero alguien tocaba con insistencia el timbre.

Por fin se levantó y cogió el intercomunicador. Habló unos instantes y volvió a la cama. Se metió bajo las sábanas, me abrazó y maulló.

—Deberías bajar tú —dijo encogiéndose de espalda a mi pecho—. Es el viejo del 3B. El polaco. Sabe que soy una mujer sola y siempre estaciona uno de sus carros en mi puesto. El Lada es uno. Después forma un escándalo cuando lo tranco. Le he pedido que no lo haga, pero no me hace caso. No le hace caso a nadie.

Volvió a emitir un mínimo maullido.

Inmediatamente se quedó dormida. Estaba tan agotada que durmió uno de esos largos sueños que duran dos segundos. No recordaba si habíamos hecho el amor. Habíamos bebido demasiado.

«Hueles a nosotros», susurró. Y me sacó de dudas.

De repente sonó un gran pedo. Un gran pedo de estómago estragado. Los suyos olían a Frangelico. Los míos a ginebra, solíamos decir. Sonrió sin abrir los ojos. Nos abrazamos. Nunca hasta ahora soporté dormir abrazado. Una intranquilidad, una angustia, un desagrado me asaltó cada vez que lo intenté. Con ella era distinto. Estábamos desnudos y era divino el contacto de su cuerpo.

Sin llegar a abrir los ojos me contó más cosas del vecino. Que no pagaba el condominio y que mandaba al carajo al que le fuera a cobrar. Que el condominio había decidido poner su nombre en la cartelera con la palabra «moroso» y el monto que adeudaba para avergonzarlo, pero el fulano tan campante fue, rompió el vidrio, quitó el letrero y nadie volvió a meterse con él.

Como pude me levanté y me puse los jeans. Me dolía estruendosamente la cabeza y no me la podía cortar. Estaba despeinado y tenía la boca amarga. Seca. Fui al baño, vomité y volví al cuarto. Otra vez tocaban con insistencia el timbre. Me aseguré la correa y miré a mi mujer. Tenía los ojos cerrados y sonreía. Antes de ponerme la camisa fui a la nevera, saqué una lata de soda y me la bajé completa.

Volvió a sonar, esta vez groseramente.

Regresé a la habitación y allí estaba ella, acurrucada bajo las sábanas. La contemplé. Era tan hermosa. Era la mujer más bella que había visto, y era mía. Totalmente mía. Sólo que las cosas no funcionaban. Aún. Pero era mi medida. Mi costado. Yo era un tipo con suerte. El consentido de allá Arriba.

Me arrodillé para observarla de cerca y me sentí el Minotauro de Picasso inclinado ante su dama de algodón blanco. Era un ser afortunado. Quizás con el tiempo nos apaciguásemos y pudiésemos vivir juntos. Quizás. Por ahora no. No era el momento. Nos hervían las venas. Éramos, decían los amigos, demasiado líberos, autosuficientes. Pero nos amábamos como perros. Nos habíamos descubierto y era para siempre. No teníamos pasado. Habíamos abolido los recuerdos. Sólo estábamos yo y ella. Ella y yo.

No me quedaba más remedio que bajar a mover el carro. Estaba mareado, enratonado, derruido esa mañana. Si el polaco deseaba vérselas conmigo me pesaría. Estaba en franca desventaja. Pero no quedaba más remedio que ir. Agarré las llaves y salí del apartamento.

El ascensor no funcionaba y tuve que bajar una escalera para tomar el impar. Como a los seis meses llegó. Me recosté de la pared metálica, pisé el botón de PB y esperé. Porque el aparato paraba y abría y cerraba sus puertas, supe que entraba gente en varios pisos. No tenía fuerzas para abrir los ojos. Sentía escalofríos. La luz me mataba. El suelo me atraía. Por fin llegamos a planta baja. La gente salió primero. Yo salí de último. Caminé hacia la reja que daba al estacionamiento y la abrí. Ahí estaba plantado el polaco. No lo conocía, pero ahí estaba el polaco esperándome. Seguro. Ése era el tipo.

Le pasé por un lado y no dije nada. Al ver que metía las llaves en la puerta del carro, vino directo hacia mí graznando, pero como un ave de corral. No dije nada. Terminé de abrir la puerta y tomé asiento. Encendí el carro y puse el aire acondicionado. Seguido de un caluroso vaho salió un olor repelente, como a detritus. Había que cambiar el filtro. Después comenzó a enfriar.

El polaco gritaba cosas del lado afuera del vidrio. La ráfaga de aire fresco me daba en el rostro y me hacía bien. Tuve ganas de reír y lo hice. Entreabrí la puerta y escuché clara la voz del personaje insultándome. Lo miré de frente, cerré los ojos y sonreí. Los pantalones le comenzaban en el tórax y unos pelos blancos le salían como setos por los huecos de la nariz. No era más que un pobre viejo maniático, escapado de los astilleros de Gdánsk antes de que Lech Walesa fuese Lech Walesa. La jornada de dieciséis horas, una madre posesiva y una esposa frígida lo habrían enloquecido.

Lo miré detenidamente a través del vidrio. Me dieron asco sus ojos azules de muñeca. Una estentórea vena se le marcaba en la frente y la cara se le enrojecía cada vez más. Parecía un murciélago. Un troll. La nariz ganchuda competía con la vena que tomaba aspecto de várice.

Empezó a llegar gente al estacionamiento. A cada uno de sus gritos aparecían dos o tres personas más. De pronto me sentí en el circo, cercado por los leones. La situación era insólita. El viejo te ocupa el puesto y luego te agrede porque lo trancas.

Una niña se acercó para verme. Me vio.

«No es la señora», dijo. «Es un señor».

En ese momento el polaco puso las manos en el borde de la puerta entreabierta y gritó más duro. Estaba fuera de sí. Entendí por qué le temían. Me miró encarnizadamente y, haciendo acopio de todo su odio, me lanzó un violento escupitajo por encima de la puerta.

Una baba espesa me chorreó desde el pelo por la frente hasta un ojo.

«Lo escupió», dijo la niña.

Volví a sonreír e instintivamente, de manera refleja, halé la puerta hacia mí con toda la fuerza de que fui capaz. Escuché un sonido que no existe. Como el triturar de arvejas. Pero no eran arvejas. Ni almendras ni avellanas ni macadamias, sino sus preciados dedos. Desde dentro los vi crisparse de dolor.

El viejo abrió empecinadamente los ojos. Constaté cómo salía todo el odio de su cuerpo. Lo miré vaciarse. Diluirse. No sabía si alegrarme o condolerme. Nunca había visto a un hombre espicharse así. Abrí de nuevo la puerta y salí del auto. El hombre se retorcía de dolor con la boca abierta y destemplada. Se le había retirado la sangre del rostro pero no profería un solo sonido. Sus manos parecían dos bandoneoncitos. En ese momento lo agarré por la pechera y comencé a decirle todo lo que pensaban de él los vecinos. Los mansos vecinos.

Inicié una monserga sensata, prudente, civilizatoria, pero paré. Inmediatamente paré. Me sentí un Oliver Cromwell de pacotilla. Un redentor de utilería. Callé. De eso hay demasiado en nuestra historia. Me limité a sacar las llaves de su bolsillo, a mover su carro de nuestro puesto y a estacionar nuestro auto. Después me abrí paso entre la concurrencia.

Llamé el ascensor y entré en él. No me sentía mejor. Tenía una piedra en la cabeza, un vacío en el estómago y me temblaba el pulso. Debía moderar la bebida. No descoserme. Por fortuna arriba me esperaba mi amor. Tenía el cabello suelto y recién teñido. Era tan bella. Tan mía. Entré y fui hasta el cuarto. Me arrodillé de nuevo en la cama para contemplarla de cerca. Parecía una mantis religiosa.

—Señor —me dije—, qué consentido me tienes.

La besé muy quedamente en los labios y ella sonrió y se desperezó como una gata. Era como estar en Venecia. Como despertar y continuar soñando.

—¿Moviste el carro? —preguntó en un susurro.

—Umjú —respondí ya sin ropa, posándome, sin hacer peso, a un lado de su cuerpo. Como quien levita.

Otra vez estaba al borde de su belleza.

—Hazme mimitos —suspiró.

Me pasó los dos brazos por el cuello.

—Dame mi merecido —ronroneó.

Yo era un hombre afortunado.

***

Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 14 de febrero de 2011.


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