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El Mercader de Venecia es la historia de una deuda no pagada; un default, en la jerga del mundillo de las finanzas. Escrita por Shakespeare hacia 1597, la obra siempre ha sido un problema para los estudiosos profesionales, quienes no se han puesto de acuerdo, ni se pondrán, a la hora de precisar el género al que pertenece: si se trata de una comedia, como es el caso de Noche de Reyes, o de una tragedia. Una tragedia no es, y en esto tenían razón los editores de la primera edición cuando la incluyeron entre las comedias, porque no termina con la muerte o caída de los protagonistas. Pero tampoco, en una consideración contemporánea, deberíamos reconocer como comedia a una pieza que no siempre es divertida, sino que, por el contrario, sus mejores secuencias están recorridas por un tenso dramatismo.
Algún crítico ha optado por denominarla con razón una “problem play” (obra problemática); mientras otros han escogido definirla, con no menos acierto, como una “dark comedy” (comedia oscura); lo cual no deja de ser una contradicción en términos, que una comedia pueda ser oscura. No fue la única, por lo demás, que escribió el Bardo, y es una tradición crítica agrupar en ese subgénero, con El mercader, a obras como Medida por medida y Troilo y Cresida, ambas ayunas de fines trágicos, pero generosas en situaciones tensas y comprometidas.
En el caso de El mercader, otra circunstancia reitera las dudas sobre su inclusión entre las comedias del poeta. Me refiero al tan cuestionado antisemitismo del drama, que no es sino el reflejo de ese sentimiento en la Inglaterra isabelina, el cual, a pesar de todo, no alcanzó las criminales proporciones que conoció en España después de la expulsión de los árabes. En el tercer acto de la obra, Shakespeare pone en boca de Shylock, refiriéndose a Antonio, algunas de las expresiones más inquietantes que se han escrito en contra de la discriminación racial:
SHYLOCK: Que cumpla su trato. Me llamaba usurero: que cumpla su trato. Prestaba dinero por caridad cristiana: que cumpla su trato.
SALERIO: Pero si no la cumpliera, tu no querrías su carne. ¿Para que serviría?
SHYLOCK: Para cebo de peces. Si no alimenta más nada, alimentará mi venganza.
Me deshonra y me fastidia, me ha hecho perder medio millón y se ríe de mis pérdidas; se burla de mis ganancias, se burla de mi pueblo, me estropea los negocios, enfría a mis amigos, calienta a mis enemigos. ¿Y por qué? Soy judío. ¿Un judío, no tiene ojos? ¿Un judío, no tiene órganos, miembros, sentido, deseos, pasiones? ¿No come la misma comida, no le hieren las mismas armas, no le aquejan las mismas dolencias, no se cura de la misma manera, no le calienta y enfría el mismo verano e invierno que a un cristiano? ¿Si nos pinchan, no sangramos? ¿Si nos hacen cosquillas, no reímos? ¿Si nos envenenan, no morimos? ¿Y si nos ofenden, no vamos a vengarnos?
Si en lo demás somos como ustedes, también lo seremos en esto. ¿Si un
judío ofende a un cristiano, que recurso le espera? La venganza. ¿Si un
cristiano ofende a un judío, como ha de pagarlo según el ejemplo cristiano?
¡Con la venganza! La maldad que ustedes me enseñan la ejerceré,
me costará pero voy a mejorar lo que me han ensenado.
Con todo lo serio que es el antisemitismo, la “seriedad” de la obra se desprende de un acontecimiento central, cual es una deuda no pagada. Y, como se sabe, pocas cosas más graves que una deuda. Tanto, que en alemán, la lengua del espíritu del capitalismo “deuda” y “culpa” tienen la misma raíz: schulden (deuda) y schuld (culpa). El que debe, de acuerdo con esta visión protestante del mundo, es culpable.
La historia de El mercader de Venecia no es la más compleja; la obra de teatro sí. Con sus acciones paralelas, situaciones improbables, travestismos, desconocimiento de todos los preceptos aristotélicos, falta de unidad y desplazamientos escénicos. Los elementos centrales de su argumento los encontramos ya en Il Pecorone, la comedia de Giovanni Fiorentino, publicada en Milán en 1558 y que Shakespeare debe haber conocido en alguna traducción o adaptación. La acción gira alrededor de los avatares de un próspero comerciante veneciano que contrajo una importante deuda con lo que hoy llamaríamos un banquero. Como garantía, el prestamista, el judío Shylock, conocido y detestado por los altos intereses de sus prestamos, exigió algo nada obvio: una libra (453,59 gr) de carne del cuerpo de Antonio, que es como se llama el mercader.
Presionado por la necesidad de ayudar a un amado amigo, el mercader acepta los términos de la operación, seguro de que, antes de transcurrido el tiempo convenido, sus barcos mercantes habrán regresado a Venecia con las ganancias producto del transporte de mercancías. No ocurre así, sin embargo, y pasado el tiempo estipulado, Shylock solicita a las autoridades la ejecución de la garantía ante el default de Antonio; esto es, la imposibilidad de honrar su compromiso. En este momento, todo apunta hacia un desenlace trágico. Cierto es que medio kilo de carne no implica, en términos teóricos, la muerte de un individuo, lo que es sí es irremediablemente mortal es la pérdida incontrolable de sangre. Shylock no desconoce las consecuencias de tal acción y las asume. El destino trágico de Antonio está asegurado. Sin embargo, el genio dramático de Shakespeare, y el ingenio de Giovanni, transforman esta prototragedia en comedia; amarga, si se quiere, pero comedia.
El mercader de Venecia comporta muchas cosas, y una de ellas es la de ser una precisa descripción de las relaciones económicas en los inicios de la revolución burguesa, la que desterró el modelo feudal de la geografía europea. Antonio es un mercader, la profesión más respetada en esta nueva economía que, en parte, se ha prolongado hasta nuestro tiempo. Que sea de Venecia no es casual; al fin y al cabo, desde Marco Polo y antes, el genio de los venecianos para el comercio era el más respetado.
Antonio no es un fabricante ni un productor de bienes. La revolución burguesa tiene sus bases en el intercambio, en el mercado y la intermediación. En realidad, no es mucho lo que tiene, aparte de su flota de embarcaciones dedicadas al comercio, pero más que suficiente en ese tiempo de acumulaciones. El burgués original es un hombre que acepta los riesgos. Marco Polo y sus familiares sabían que ir a la China, en esa época, no era cruzar un campo; y el buen Antonio no desconoce la incertidumbre del comercio marítimo, “el peligro de las rocas que son terror de mercaderes”.
Su mentalidad, sin embargo, es la de un hombre moderno que ha dejado de confiar en Dios para resolver sus asuntos. Su actitud es la que patrocinaba Maquiavelo. La racionalidad y no la metafísica condicionan sus decisiones. Sabe que los barcos son de madera y se hunden, y que los marinos son hombres y se ahogan, como le recordaría Shlylock. Tomando sus previsiones, Antonio ha decidido destinos distintos para sus buques, diversificando el riesgo de su inversión. No obstante, va a ser víctima de dos circunstancias ajenas a su voluntad. La ausencia o precariedad de la institución aseguradora, que lo habría compensado con un reembolso en efectivo, y el desconocimiento de la práctica del riesgo compartido, con lo cual siempre le habría quedado el dinero que le evitara acudir a los prestamistas.
Por otra parte, Antonio no ha sabido poner distancia a las ideologías. En su caso, asumir la amistad como ideología. Su afecto o amor por Basanio, ha estado por encima de una verdadera conciencia. De la misma manera que, en el siglo XX, y por desgracia, en la Venezuela del XXI, algunas naciones se entregaron a los dictados de la falsa conciencia de la ideología marxista. Lo que hace Antonio en nombre de la amistad, no importa lo que sea, está bien de acuerdo a esta falacia. Y en el caso trágico de los países, lo que se haga en nombre de un ideologizado plan de la patria, es supuestamente lo correcto, no importa el sufrimiento y la miseria impensada de los integrantes de la polis.
Antonio comprometió su existencia de manera irresponsable. Países como Venezuela, y antes la URSS y Cuba, procuraron la miseria para los ciudadanos de manera no menos alegre. A Antonio lo salvó de la muerte desangrada la ingeniosa intervención de Porcia. En el caso de los países citados, la pérdida de sangre causó la muerte de la Unión Soviética. Que será el mismo, y no menos trágico, fin de la revolución venezolana del siglo XXI.
Para llevar a buen término el proceso de transformar una eventual tragedia en la más alegre de las comedias, Shakespeare utiliza la figura de Porcia, una de sus grandes creaciones femeninas. No tanto por su simpatía, que no es la de Miranda en Latempestad, sino por su ingenio, que es el de Rosalinda en Como quieran. La adinerada joven es la novia y futura esposa de Basanio, el amigo por el cual Antonio ha arriesgado la vida. Gracias a Porcia, El mercader de Venecia no terminó en tragedia. Haciéndose pasar por abogado, interviene como defensor en el juicio a Antonio. Ante la cerrada negativa de Shylock a reconsiderar los términos del acuerdo, que lo llevo a rechazar el doble del pago que le ofreció Basanio, Porcia intenta convencer en otros términos al ofendido judío de Venecia, solicitando su clemencia:
PORCIA: Entonces el judío debe ser clemente.
SHYLOCK: ¿Y quién va a obligarme, díganmelo?
PORCIA: El don de la clemencia no se impone.
Como la suave lluvia baja del cielo. Imparte
una doble bendición, pues bendice a quien da
y a quien recibe. Suprema en el poder supremo
le va bien al rey mejor que la corona. El cetro
es el poder temporal, signo de majestad y grandeza
que infunde respeto y temor al soberano.
Mas la clemencia señorea sobre el cetro,
su trono esta en el pecho del monarca.
Es una perfección de la divinidad
y el poder terrenal se muestra más divino
si la clemencia modera la justicia.
Conque judío, aunque pidas justicia,
considera que nadie debería buscar
la salvación en el curso de la ley.
Ye digo todo esto por templar
el rigor de tu demanda.
A pesar de su elocuencia, Porcia no consigue ablandar a Shylock, convertido en implacable vengador frente los cristianos que le han robado a la hija, quien se ha comprometido con un joven cristiano, y buena parte de sus pertenencias. En este punto solo pudo ser vencido gracias a un artilugio jurídico: la parte afectada podrá tomar lo que le corresponde del cuerpo de Antonio, una libra, con la condición de que, en la maniobra, no derrame una sola gota de sangre, pues en el acuerdo solo se habla de carne.
Shylock, humillado, ofendido y arruinado, será condenado al máximo de los castigos, cual es el de convertirse a la religión de sus enemigos. El final de El mercader de Venecia es el más feliz de los happy endings, menos para Shylock, claro esta. Por desgracia, en los tiempos modernos, los acreedores no son tan fáciles de engañar. Y la deuda culpable de muchos países, Venezuela, en primer lugar, tendrá que ser pagada con la renuncia a mucho más que medio kilo de su cuerpo nacional.
Alejandro Oliveros
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