El legendario capitán Burton

11/06/2022

Sir Richard Francis Burton en 1864. Fotografía del Hulton Archive | Wikimedia Commons

Pocas vidas tan interesantes o agitadas como la del capitán Sir Richard Francis Burton, lingüista y explorador inglés del siglo XIX, que alcanzó la fama al descubrir las fuentes del río Nilo, financiado por la Royal Geographical Society. Nació en 1821 en el seno de una familia disfuncional y antes de cumplir los veinte años ya había pasado por más de diez ciudades europeas, mudándose cada tantos meses. Obligado por su padre ingresó a Oxford, pero fue expulsado al comenzar el segundo año por mala conducta. Ya sabía hablar entonces inglés, francés, italiano, así como dialectos europeos y fundamentos del romaní, la lengua de los gitanos, que aprendió de una novia italiana, así como latín y griego que comenzó a estudiar a los cuatro años. Al ser echado de la universidad, y sin otra alternativa viable, se enlistó en el Ejército y viajó a Bombay, trabajando para la East India Company, una empresa inglesa fundada en el 1600 que controlaba de forma monopólica el comercio en el Océano Índico y el sureste de Asia, así como al territorio y sus habitantes. A los veintidós años se hizo discípulo del mejor lingüista inglés residenciado en la India y logró aprobar los dificilísimos exámenes para ser traductor oficial del indostaní. Era también un hablante experto del guyaratí, maratí, persa y del árabe, que le abrieron las puertas a un conocimiento más íntimo de las culturas y costumbres de los países donde estaba acantonado. Poco a poco iría aprobando más exámenes como traductor, llegando a dominar treinta lenguas y dialectos vivos y muertos.

Su familia era católica y se casó, más tarde de lo corriente, con una mujer también católica, de gran inteligencia y cultura, pero su interés, su pasión, era el estudio del fenómeno religioso, en Europa como en otros continentes. Era la forma que consideraba más eficaz de llegar a un mínimo conocimiento de la conciencia humana. Su vida tiene algo en común con la de T.E. Lawrence, otro diplomático y militar inglés, aventurero, lingüista y escritor también, autor de Los siete pilares de sabiduría, que Jorge Luis Borges consideraba uno de los mejores libros escritos en inglés en todo el siglo XX. Y como Lawrence, Burton tenía el mismo dilema y ambos podrían haberse hecho la misma pregunta: ¿a quién eran leales, al Imperio Británico o a la causa árabe? De ahí el recelo, la desconfianza que suscitaban entre sus contemporáneos, sobre todo en el Ejército. El capitán Burton fue uno de los primeros europeos en hacer el Hajj, la peregrinación a La Meca, un itinerario que sólo podían realizar, bajo pena de muerte segura, musulmanes practicantes. Algunos autores, como la escritora y periodista norteamericana Candice Millard, autora de un libro recién publicado en mayo de este año sobre el personaje – Rivers of the Gods: Genius, Courage, and Betrayal for the Source of the Nile –, no deja de considerarlo un farsante, aunque no utiliza la palabra, argumenta más bien que era un espía, un agnóstico y lo más importante, al menos a los ojos de las autoridades que custodiaban La Meca, un infiel. El libro de Millard no deja extrañamente de tener ese sabor de disgusto o desgano por su personalidad, como si lo detestara, insólito para alguien que le dedica cientos de páginas. Pero otros autores, como Edward Rice, autor de estudios sobre Thomas Merton, la antropóloga Margaret Mead y lo más importante, una extensa biografía de Burton, sostiene que sí se convirtió. 

El Capitán escribía sobre el Islam con una devoción que raya en la beatería, sobre todo en relación al chiismo y el sufismo. De hecho, entró a La Meca haciéndose pasar por un persa y dio las siete vueltas reglamentarias alrededor de la Kaaba en dirección contraria a las agujas reloj, dando varias charlas después sobre el pensamiento islámico. Era conocido como un Hafiz, el nombre que se le da en árabe a quienes conocen de memoria al Corán y lo pueden recitar. Quizás no fue el primer occidental en convertirse al Islam, sino en escribir sobre el tema, ya no como intelectual o académico, sino como un musulmán practicante. Heterodoxo quizás, pero creyente a pie juntillas. Su vida fue el testimonio de una lucha o contradicción entre la sensualidad evidente de un hombre que consumía drogas como el opio o el hashish, una pasta que se obtiene a partir del polen y la resina del Cannabis sativa, la marihuana. Pero también era capaz de someterse a una fuerte mortificación corporal para controlar precisamente esas pasiones que a veces lo dominaban, llegando incluso a hacerse la circuncisión para dejar por sentado, al menos para sí mismo, su determinación a purgar errores y excesos.

 

Practicaba el ejercicio espiritual conocido como sama o el tauhid-kahnah, las danzas sagradas que los derviches practican hasta llegar al éxtasis, soportando al final terribles pruebas físicas, como cortarse o introducirse cuchillos en el cuerpo sin experiencia de dolor. Al morir, en 1890, cuando se preparaba su cuerpo para el entierro, se observaron innumerables cicatrices que su condición de espadachín experto no podía explicar. Eran las huellas del ritual de las espadas, el testimonio de cientos de peleas sagradas, como escribió otro biógrafo suyo, Thomas Wright.

Ningún aventurero europeo conoció de manera tan personal como él esa forma de intoxicación de la vida corriente de los habitantes de Alejandría, Aleppo o Medina, la comunicación física con la cautivante e intensa geografía de esas regiones. Estaba enamorado del Oriente Medio, de la tierra y sus olores, de las costumbres, de su religión y de sus mujeres, que tuvo muchas. Concubinas algunas, que seleccionaba, siguiendo costumbres antiguas, pero en función de los idiomas que quería aprender. Se decía que podía aprender una lengua corriendo y no entendía la dificultad que tiene el común de los mortales para aprender una lengua diferente a la materna.  Escribió libros sobre las ciudades y regiones que visitó, desde Zanzíbar hasta Somalia, pasando por la actual Paquistán, Afganistán, la India y muchos otros lugares donde peleó como oficial del Ejército del Imperio más grande de su tiempo. Hizo la primera traducción al inglés de Las mil y una noches, directamente del árabe, así como de la obra maestra del viajero y escritor portugués Luís de Camões, Los luisíadas. Tradujo el Kama Sutra hindú y se enfrentó a la estricta moral victoriana de su tiempo. No es de extrañarse que algunos escritores se inspiraran en él o lo comentaran para escribir sus libros, Julio Verne por supuesto. Jorge Luis Borges, un escritor fascinado con el Capitán, le dedica un ensayo, recogido en el volumen Prólogos de la Biblioteca de Babel y cuenta en El Aleph, el hallazgo en una biblioteca de un manuscrito suyo donde se menciona un espejo capaz de reflejar el universo entero, supuestamente escrito cuando Burton era cónsul británico en Brasil. Y lo fue en realidad, además de similares representaciones diplomáticas en Trieste, Damasco y Guinea Ecuatorial. 

Y cómo no apreciar, como sostenía Rafael Cansinos-Asséns, opinión compartida por Borges, a un hombre capaz de soñar en veinte idiomas distintos. Descubrir las intenciones de alguien que practicó la taqiyya, esa tradición islámica que aconseja disimular las creencias religiosas para salvar la vida o preservar la fe, puede ser problemático. Y si tienes en contra a la jerarquía militar de la mayor potencia del planeta, y debes camuflar tus ideas, ocultando tus creencias entre miles de páginas de extraordinaria prosa, será difícil encontrarlas. Burton era un hombre valiente, violento a veces, pero su profesión de fe luce auténtica, más allá de los excesos que cometió y sobre los cuales escribió con lujo de detalles. Difícil encontrar hoy esa suerte de guerreros poetas que inspiraron a tantas generaciones, tan escasos en este siglo de redes sociales, monosilábicas y estreñidas en comparación.


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