Perspectivas

El hilo humano

08/12/2022

Fotografía de Liz West | Flickr

La literatura no es la misma en todos los momentos de la vida, no puede serlo. Miren cómo entró en mi vida.

Crecí asomado a la ventana de una casa que ahora es un bar. Frente a mí se alzaba una montaña gigantesca, repleta de verdes. Allí, entre las paredes y en el jardín que me rodeaban, no había coche ni padre, pero sí siete pianos. A la izquierda de la casa, una iglesia de la que yo era monaguillo. Y entre la montaña y yo una carretera por la que pasaban camiones de veinticuatro ruedas que llamábamos gandolas y que iban a Puerto Cabello. También pasaban mis pares, los niños del pueblo que tenían mi edad. En grupos de tres o cuatro, siempre acariciando un animal. Nada de perros ni de gatos. Caza mayor. Estos niños llevaban sus burras a la montaña y allí escribían sus primeras novelas de amor.

Yo no tenía animales, solo pianos y un violín con el que practicaba todos los días pero que se me daba fatal. Descubrí entonces, yo que a los seis o siete años había rayado hasta casi hacer ilegible El lazarillo de Tormes, descubrí una biblioteca pequeña, lacada en blanco, con la colección de Premios Nobel de Aguilar. Entre el Steinway de media cola, el Yamaha vertical y la biblioteca misma, fueron cayendo Hesse, Mann y, no miento, Faulkner. Yo tenía entre diez y trece años y, para empezar con este último, me estimulaba el autógrafo del escritor que mi madre alguna vez se ganó en las puertas del Ateneo de Valencia.

Acariciando estos libros, como si fueran elefantes, acariciándolos leía y comenzaba a escribir. Mi tía contaba sus versiones sobre la desaparición de mi padre, un inmigrante croata que simplemente se había separado de mi madre, pero esas eran palabras difíciles de pronunciar tan cerca como estábamos del sagrario más pobre –una cajita de madera con un bote de copos de avena al que le habían quitado la pegatina Quaker– que he visto nunca y del que más de una vez robé hostias para merendar.

Mi tía contaba historias de espías que se parecían más a la Guerra Fría que a la Segunda Guerra Mundial; yo me alojaba en balnearios de Alemania y Polonia siempre en habitaciones que me permitían espiar a Thomas Mann y a Herman Hesse, veía Lo que el viento se llevó y metía entre sus fotogramas a los personajes de William Faulkner, buscaba en la enciclopedia del colegio toda la información posible sobre la Segunda Guerra Mundial –miles de páginas de la Enciclopedia universal–, aprendía a masturbarme y de repente hace casi cuarenta años comencé a construir desde la escritura la historia imposible y nunca sucedida, jamás vivida, de mi padre Slavko. Ese fue mi primer libro, publicado cuando tenía diecinueve años.

No fue esa la única vez que usé la escritura como bastón. Entre los veinte y los veinticinco años murieron varias personas importantes de mi vida y yo, que había aprendido a manejar al volante de una carroza fúnebre y que de niño todos los domingos visitaba las tumbas de mis abuelos, empecé a escribir sobre funerarias y ataúdes, con dolor e ironía, burlándome de la muerte que es, ya lo sabemos bien, burlarse de uno mismo.

De ahí salieron una novela que destruí, otra muy pequeña que apenas se leyó, una crónica que me sigue gustando sobre apuestas y carreras entre coches fúnebres en la avenida Bolívar, entonces vía principal de Valencia. Y, llena de rabia y escatología de claro origen funerario, una novelita en que un personaje llamado Alfonso M construye un cadáver de difícil inhumación.

Ya entonces era un escritor, uno que escribía todos los días, que frecuentaba la facultad de medicina pero solo pensaba en leer y escribir. No obstante, me multipliqué más, mucho más, cuando entre Alfred Döblin y Carlo Levi se confabularon para obligarme a ejercer la medicina y que, entre un paciente y otro, me diera cuenta de que la literatura, al igual que los hospitales con los pacientes, no solo ha de servir como bastón para el escritor, sino que existe fundamentalmente para los lectores.

Allí no hay un punto de inflexión, pero sí una curva de la que mi escritura sale reforzada con otros propósitos y con una mirada más amplia aunque los escenarios siguen siendo los que mejor conozco: hospitales, aduanas, ciudades decadentes y la memoria de un país, el mío natal, que desaparece.

Como se ha visto, la literatura no es la misma en todos los momentos de la vida; no puede serlo. Las variaciones incluso dan para más, un poco más allá de las obsesiones y las situaciones personales. Diosa y maravilla en la adolescencia o en el mero momento de su descubrimiento. Jinetera en los libros que se presienten malos apenas terminados o en las cartas de rechazo de las editoriales. Catarsis en la angustia: cuando la exnovia se convierte en la reina de Tinder o cuando padres e hijos piden dinero simultáneamente. Página en blanco o llena de palabras vacías en la depresión. Compañera tranquila en la madurez. Fundamental motivo de entusiasmo en la andropausia. Mueca de agotamiento en la vejez cuando el escritor está cansado de que le pregunten qué es aquello a lo que se ha dedicado a lo largo de la vida. Agradecimiento vital antes de morir si las neuronas y el aplanamiento cortical lo permiten.

Pero la escritura –aquello que la literatura es cuando intentamos construirla a partir de lo vivido y leído, lo soñado, lo imaginado, lo ambicionado– ha de ser maravilla siempre. Quien escribe ha de tener ilusión y ambición, ha de pensar que puede rozarla e incluso abrazarse a ella, porque solo creyéndolo y trabajando muchísimo es posible que logre convertir el abrazo en un buen texto.

Este sueño se evidenciaba antes en folios de papel y ahora en una pantalla que progresivamente va engordando y de led casi invisible pasa a ser un televisor antiguo y tripón, blanco y negro, marca Telefunken o Philips, pero sucede en una instancia cerebral que sabemos dónde está –la corteza del lóbulo frontal– pero a pesar de haberle instilado sustancias, haberla laminado y metido bajo los más potentes microscopios, abordarla todos los días con radiaciones ionizantes y contrastes, interpretar los flujos eléctricos que transcurren en su superficie o introducirle material radiactivo; a pesar de todo ello, no sabemos en realidad cómo funciona y de qué depende –no fisiológica sino literariamente hablando– que ciertas personas puedan crear y otras no, que unas escriban textos maravillosos y otras a pesar de intentarlo a lo largo de toda la vida no lo hayan hecho nunca.

A partir de allí, sabiendo que el asunto no lo vamos a resolver en un laboratorio ni agregando dopamina o reteniendo serotonina, intentamos resolver el enigma no desde el principio sino desde la mitad del recorrido, determinando cuáles son los elementos que como creadores nos acercan a la maravilla, a la literatura viva, en flor, que nos hirió desde el primer momento, la que nos hizo caer del caballo como la fe con Saulo de Tarso o la que nos permitió salir de la bañera gritando «Eureka» como Arquímedes de Siracusa.

Fundamentales son dos. Primero el lenguaje: cuando escribimos la palabra ha de sentirse acariciada y, sea sencillo o complicado el tono que pretende imponerse, ha de tener una sonoridad, una textura especial: por fuerte, por dulce, por agresiva, incluso por cotidiana, pero siempre especial.

Lo segundo, la historia que se pretende contar.

Aquí quiero detenerme.

A mí personalmente nunca ha dejado de interesarme una buena historia hasta el punto de pensar que historias, cuentos y anécdotas son los postes que sostienen el hilo de la vida. Esta es la idea que me propongo desarrollar. Nada más real que una buena historia que –cual árbol que sale de la tierra– se une a otras y, encadenadas todas o apenas rozándose, permiten que contándolas nosotros suspiremos entre ellas y, como si nuestra vida fuera la línea de un electrocardiograma, que no es otra cosa que un corazón latiendo, colgando entre una historia y otra, el tiempo transcurra y la vida pase, evidenciando que aquello que nos sostiene son las historias que vivimos y contamos.

Me leo a mí mismo. Leo lo que acabo de escribir y me pregunto si acaso la medicina no le atribuye esas funciones al oxígeno y la función de bomba del corazón. Es cierto, certísimo. Pero las historias no son menos que ellos. De alguna forma todos somos Sherezade y nuestra vida depende de que logremos encontrar a lo largo del día, de la semana, una buena historia y sepamos transmitirla a aquellos de nuestro entorno.

A pesar de ello la cultura popular le atribuye al cuento un lugar innoble. «No me vengas con cuentos». «Este es un cuentero». O «parole, parole, parole». Son evidencias del trato peyorativo que le damos al hecho de contar y que en principio es apenas consecuencia de la cercanía que tenemos con el asunto.

Ya que, para todos, o casi todos, contar es casi tan fácil y necesario como respirar, pues es tan rutinario e importante, minimizamos su importancia sin tener en cuenta que su grandeza radica precisamente en que siempre, incluso cuando no pasa nada, un cuento está allí junto a nosotros sosteniéndonos, permitiéndonos continuar.

Si en las relaciones íntimas lo importante son los sentimientos y los compromisos, el hilo que sostiene las relaciones ampliadas son las historias.

De acuerdo con el contexto los llaman cuentos, relatos, anécdotas o incluso chismes, pero son ellos los que permiten que las relaciones perseveren.

«¿Qué hay de nuevo?», se saludan dos amigos en una calle de Caracas con la intención de compartir, contar y escuchar las vicisitudes de su vida en las últimas semanas. «¿Qué tienes para contarme?», le pregunta a través del teléfono un hijo a su madre todos los días. «¿Sabes dónde trabaja ahora Carolina?», pregunta alguien intentando ocultar que quiere sabe dónde se encuentra la mujer que más ha amado en su vida. Así las personas se refieren nacimientos, abortos, matrimonios, divorcios, enfermedades y muertes, los eventos fundamentales y otros no tanto de la vida, que dejarían de ser eventos, dejarían de suceder y existir si nadie los contara.

Por ello, aunque parezca que simplemente contamos lo que vivimos podría también decirse que vivimos lo que vivimos para poder contarlo luego. E incluso podría decirse que se puede contar sin vivir, aunque eso es lo que hacen fabuladores, periodistas, escritores, chismosos profesionales y algunos pacientes psiquiátricos.

A pesar de ello contar no basta para vivir porque aunque el cuento es poste que sostiene el hilo de la vida no es hilo todavía y vivir es experimentar y contar, no solo contar.

Pero no por ello deja de ser absolutamente cierto que a partir de lo que narramos construimos nuestras relaciones y a partir de ellas nuestras vidas.

Por si fuera poco, solo excepcionalmente un cuento genera silencio. Todo lo contrario, un cuento genera reacciones en el entorno que escucha o lee lo contado.

Estas reacciones son sonrisas, negaciones, asentimientos, gestos de sorpresa y mayoritariamente otros cuentos. No solo eso, el cuento escuchado se vuelve a contar. «Mira lo que le pasó a fulanito». Y genera vida o restricción de ella porque cuentos e historias se propagan como si se tratasen de una enfermedad vírica llenando de afecto la vida misma.

Entonces, si inicialmente pensaba que cuentos, chismes y anécdotas son el germen de las relaciones humanas ahora incluso puedo decir que también son el caldo de cultivo más adecuado para que crezca el afecto, para que germine y permanezca.

Queda para una próxima entrega la idea sobrevenida de que el escritor es una especie de creador tipo Víctor Frankenstein que para generar su monstruo corta, copia, pega, distorsiona, funde, confunde y mezcla los cuerpos, las tramas, los postes de todos los mundos que conoce.

Y la posibilidad de que los niños de mi pueblo sean ahora eminentes veterinarios y continúen viviendo su amor en La Entrada, justo antes de llegar a Las Trincheras.


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