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El grito sordo de un pueblo ante una elección

Centro electoral en el municipio Chacao, sin votantes. Fotografía de Helena Carpio / EFE / EPA

27/05/2018

Vivimos el más frágil y peligroso desequilibrio cargado de acechanzas. Podemos derivar en una dictadura abierta al estilo cubano, si Maduro avanza más en la radicalización ante el caos. Pero podría pasar otra cosa si ante la realidad de su deslegitimación, después del fiasco electoral, la estructura del bloque de poder que le sostiene se resquebraja, y toma conciencia del nivel catastrófico de la situación.

Podría así abrirse de manera pragmática la tan esperada negociación de un acuerdo que conduzca, sobre la marcha, a una transición. Impostergable, dada la magnitud de su aislamiento internacional, el cual aconsejaría, para bien del país —y de la propia supervivencia democrática de su movimiento— adelantar los pasos en la búsqueda de una solución definitiva que de una vez por todas encuentre una salida pacífica, inteligente e imaginativa a esta crisis de gobernabilidad y de gestión.

La hiperinflacion galopante ha pulverizado todas las barreras “seudoinstitucionales” que este régimen levantó —el TSJ y la Constituyente—. Como diría el periodista Alan Riding, ha llegado el momento de un cambio drástico en Venezuela.

El pasado domingo se rompieron los diques de contención que no dejaban ver esa emocionalidad sumergida, insofocable de aquí en adelante a través de soluciones dictatoriales. En crisis de este tipo, el tejido social se tensa al máximo y surgen manifestaciones emocionales de alto voltaje.

El creciente sufrimiento de la gente pide a gritos el cambio.

Es mentira —y la estructura de poder que lo sostiene se llamaría engaño si lo creyese— que Maduro puede con esto. Y menos solo. Sin el apoyo de las fuerzas que mayoritariamente han expresado su rechazo. Ninguna de las dos corrientes políticas en pugna —y este es el dato fáctico determinante en la solución de la ecuación actual— puede por sí sola implementar un gobierno de salvación nacional. Mucho menos dotarlo de la gobernabilidad necesaria que lo sostenga y le dé el carácter estratégico que se requiere para garantizar la estabilidad política y social necesaria, de cara a la urgente aplicación de un programa de ajuste económico inevitable.

Pero para abrir un proceso de transición, no solo luce imprescindible que se produzca una grieta en la estructura madurista de poder. También del lado de la oposición: tras el rechazo de Falcón del resultado de las elecciones del domingo, antes de que el CNE lanzase sus cifras —que consideramos ha descuadrado completamente el escenario politico—, ha llegado el momento de revisar la estrategia y la acción.

Como dice Capriles en su carta, llegó la hora de que la unidad opositora evolucione, se replantee le lucha democrática y sobre todo se reconecte con los venezolanos y con la esperanza.

La oposición no puede seguir haciendo equilibrios sobre la cuerda del rechazo popular que entre otras razones nos ha traído a este desmadre político, que se manifestó en el rechazo casi absoluto de los venezolanos a los partidos de oposición y sus líderes, junto a los del gobierno.

La responsabilidad histórica les obliga a plantar cara a la situación, replanteándoselo todo, y a entrar en un debate autocrítico constructivo que de paso a una reorganización interna, coloque los liderazgos de masas por encima de cuadros y aparatos, y dé respuestas con contenido movilizador.

A “deselitizar” su conducción y a ampliar su abanico a la totalidad de liderazgos “reales” existentes, incluso más allá de sus fronteras partidistas, en un afán claro de reconectarse con la “agenda del país”. Es decir, de la crisis, colocándola por encima de la agenda política del poder, que tanto les obsesiona y paraliza, consumiéndolos en un endogámico canibalismo cainita, tan caro al logro de esa tan ansiada unificación.

No hay que confundir desencanto con desinterés. Gracias a que suponemos que la voluntad popular opera a través de la representación política (cuando la representación se toma en serio) se espera la articulación de demandas que no han llegado. En su discurso, en sus actuaciones, los líderes lucen distanciados de la realidad. Del peso humano de la mayor crisis de nuestra historia.

Y esa distancia, esa insensibilidad hacia los problemas de la gente a la que en principio representan, pasa factura. Más cuando en crisis descomunales como esta, tiene que haber una obligada ponderación del significado social de las decisiones.

Se sabe que la política es una ocupación para la que se necesita capacidad de juicio, visión de conjunto, prudencia, intuición, sentido del tiempo y la oportunidad, capacidad de comunicación y disposición a tomar decisiones. Pero si no existe un compromiso en el que el político esté dispuesto a jugárselas por su proyecto y por lo que dice representar (como nuestros líderes de la Generación del 28, la del 36 y del 58), y la complejidad se diluye en la sola lucha por el poder, entonces la base popular se advierte huérfana y se desencanta.

Más cuando se enfrenta una crisis de dominación política en la que las contradicciones de sus dirigentes, sus marchas y contramarchas, encuentros y desencuentros, y sobre todo sus silencios, es lo que dejan en el ambiente.

Después de la muerte de más de cien jóvenes en las protestas de 2017, detenciones, persecuciones y torturas, supuestamente para impedir la celebración de la inconstitucional Asamblea Constituyente, escasos días antes de la votación, la dirigencia política desapareció hasta el día de hoy, sin ninguna reflexión ni explicación.

El alma se encona, se enrarece, en medio del desamparo.

Por lo que de cara a lo que nos espera de aquí en adelante, no hay que dejar de lado el sufrimiento y el dolor popular a la hora de reflexionar sobre lo ocurrido. Y para quienes creen aún que quien así procede desde la política es populista, es bueno saber de una vez por todas que, debajo de ese sufrimiento y ese dolor, laten demandas sociales y culturales que atender.

Porque diera la impresión de que los partidos han dado prioridad —o eso es lo que reflejan las encuestas— a su papel como instrumentos de sí mismos  en detrimento de su función representativa. Hasta el punto de, como diría Daniel Innerarity, ser incapaces de cumplir las expectativas de orientación, participación y configuración de la voluntad política que se espera de ellos.

Es tiempo de reflexión y de acción. Y para hacer el cuento corto, terminaremos diciendo que el desconocimiento del proceso y sus resultados por parte de Falcón en las elecciones del 20-M, repotenció el impacto del fiasco del régimen, documentándolo. Y de manera simultánea podría abrir el camino al necesario intento de reunificación de la oposición.


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