Perspectivas

El fundamentalismo y el retorno de la venganza

Orestes perseguido por las Erinias. William-Adolphe Bouguereau. 1862

23/11/2020

Hereje no es el que arde en la hoguera. Hereje es el que la enciende.

Shakespeare

 

En Francia, un profesor es decapitado por mostrar a sus alumnos unas caricaturas de Mahoma. El docente no tenía intención de blasfemar. Quería discutir sobre el concepto de libertad de expresión. Sobre su persona cayeron las diosas de la venganza del fundamentalismo. ¿Quiénes son esas diosas? ¿Qué encarnan?

Antes, debemos aclarar qué es la venganza. La venganza consiste en la reacción frente a una acción percibida como ofensa. El vengador tiene como motivo equilibrar la balanza; por tanto, puede confundirse con la justicia. Por eso se habla de “justicia por mano propia”.

La diferencia consiste en que en todo esto no media ninguna ley establecida, así como ningún procedimiento donde la otra parte tenga derecho a la defensa. Basta con considerarse víctima para justificar la condena y la ejecución. Es el carácter arbitrario de la venganza.

En las sociedades primitivas, la venganza estaba ratificada por las costumbres y, a su vez, las costumbres se encontraban legitimadas por la mitología. En Grecia, dichas deidades poseían el nombre de Erinias.

De víctimas a victimarios    

Lo mejor, para conocer a esas siniestras divinidades, es visitar la tragedia griega, muy especialmente el ciclo denominado la Orestiada del poeta Esquilo.

La primera parte de esta trilogía es la tragedia Agamenón, que relata el regreso a su patria, del máximo jefe militar griego de la Guerra de Troya, donde encontrará la muerte. En su hogar, le espera Clitemnestra, su esposa, quien ha planeado su asesinato como venganza por el sacrificio de su hija, Ifigenia. Durante los diez años de la ausencia de su esposo, Clitemnestra ha sucumbido a una relación adúltera con Egisto, primo de Agamenón, un resentido por ser descendiente de una rama desheredada de la familia.

La segunda parte, Las coéforas, cuenta el proceso de venganza planeado por los dos hijos de Agamenón, Electra y Orestes. Orestes tiene escrúpulos en asesinar a su propia madre, pero el dios Apolo le convence de que es lo correcto. Orestes se disfraza y engaña a Clitemnestra. Le comunica que su hijo, el mismo Orestes, ha muerto. Encantada por las noticias, Clitemnestra envía a buscar a Egisto. Orestes mata primero al usurpador y después a su madre. Antes de morir, Clitemnestra lo maldice con la venganza de las Erinias.

Las euménides es la tercera y última pieza. Comienza con Orestes atormentado por las Erinias. En su huida desesperada llega a la ciudad de Atenas, donde el joven matricida es llevado a juicio ante el tribunal de la ciudad, el Areópago. Apolo, como la parte defensora, y las Erinias, como la parte acusadora, comparecen para decidir si Orestes es merecedor del tormento que le infligen los remordimientos. El proceso da como resultado que Orestes es encontrado inocente gracias a la ayuda de Apolo y Atenea.

Desde esa trama, Esquilo nos revela lo equivocado que es tomarse la justicia por propia mano. Agamenón cree estar en su derecho como vencedor de Troya, pero en realidad es responsable del sacrificio de su propia hija, Ifigenia, y de las injusticias cometidas por los griegos en el saqueo de la ciudad. Por su parte, Clitemnestra alega en su defensa que ha actuado como vengadora de su hija sacrificada, pero realmente la motiva continuar su vida de adulterio y usurpación.

La idea primitiva de justicia presenta dos supuestos. El primero es que las personas son esclavas de un pasado victimista que les impone el deseo de reparación. En segundo lugar, la revancha no debe exceder los límites del derecho ajeno. En otras palabras, en nuestra búsqueda de justicia no debemos pasar de víctimas a victimarios.

La metamorfosis de las furias

Martha C. Nussbaum, en su libro La ira y el perdón, nos dice, sobre la tercera parte de la Orestiada: “Esquilo presenta dos transformaciones que ocurren en el mundo arcaico de los personajes, transformaciones cuyo carácter reconocería el público ateniense del siglo V como algo fundamental para la estructura de su mundo”.

La transformación más evidente consiste en la introducción, por la diosa Atenea, del derecho, el cual se materializa en instituciones legales que sustituyen el interminable ciclo de venganza sangrienta. La diosa de la sabiduría instaura la novedad de un proceso judicial basado en la validez de los argumentos y la verdad de las evidencias, así como un tribunal formado por un juez imparcial, y un jurado elegido del cuerpo de ciudadanos atenienses. De esta forma, los crímenes sangrientos se resolverán ahora por medio de la ley. En consecuencia, ya no serán las antiguas diosas de la venganza quienes tengan la misión reparadora.

La segunda transformación es mucho menos evidente. Tras el perdón del reo, tiene lugar la mutación de las Erinias, vengadoras ancestrales, en las Euménides, deidades protectoras.

Dicha transformación no está exenta de un par de resistencias. La primera consiste en que, al comienzo, las Erinias se sienten despojadas de sus atributos. Hay que tomar en cuenta que ellas son representantes de un instinto atávico. Hasta llegan a amenazar, en medio del juicio, de arrojar plagas sobre los atenienses.

La segunda resistencia consiste en que las Erinias temen que la absolución de un criminal confeso, Orestes, puede ser un mal ejemplo y, de esta manera, abrir la vía de la impunidad a los crímenes. A través de la persuasión, Atenea logra disipar sus indignaciones y temores. Finalmente, las diosas entran en razón en nombre de la concordia civil.

Lo que está en juego, a través del discurso de Atenea, es el ideal civilizatorio de la conciliación entre las fuerzas en pugna. Para lograr dicho ideal, se exige una forma de educación superior, la que los antiguos denominaban paideía. Dicha educación consiste en elevar la conciencia a la convicción de que la existencia humana exige la justicia. Por eso, las victimas deben confiar en el derecho: “La justicia facilita el aprender a quienes han sufrido” (v. 250).

En Esquilo se asocia la civilización, donde rige la justicia a través de la argumentación por razonamientos, con un tipo de culto religioso democrático. ¿Sobre cuáles bases descansa esa religiosidad?

Dos hipótesis  

Aldous Huxley, en ese libro esclarecedor que es Sobre la divinidad, afirma que el ser humano se encuentra ante el desafío existencial de elegir un saludable culto a lo absoluto.

“En ausencia de una hipótesis religiosa adecuada, se encuentran ante la elección entre una idolatría enloquecida, como puede ser el nacionalismo, y la sensación de futilidad y desesperación absolutas. ¡Misterios insondables!” (p. 19).

Como hemos podido apreciar, Huxley distingue entre hipótesis adecuadas e inadecuadas. Entre las inadecuadas se encuentran los totalitarismos y autoritarismos, los cuales asocia con los existencialismos nihilistas. Planteado de esta manera, parece fácil la buena elección, pero la realidad histórica nos evidencia que la preferencia es, casi siempre, la mala elección.

“Pero a lo largo de la historia de la que tenemos constancia, la inmensa mayoría de los hombres y las mujeres han preferido el riesgo —no, la posible certeza— de tales desastres, antes que afrontar el fatigoso esfuerzo integral de buscar primero el reino de Dios. A la larga, obtenemos exactamente lo que habíamos pedido” (p. 19).

La hipótesis adecuada es la que nos conduce a una suerte de misticismo evolutivo, el cual se pronuncia por una divinidad eterna y amorosa. Mientras que la superstición parte del miedo y la carencia.

“A la inversa, las formas menos verdaderas de la creencia religiosa son aquellas que enfatizan la eternidad de Dios en vez de su presencia eterna en un Ahora no temporal; las menos buenas de las prácticas religiosas son aquellas que subrayan la importancia de las oraciones rogatorias dirigidas a un Dios temporal, en nombre de una serie de ventajas sociales en asuntos puramente temporales y que, en general, sustituyen la preocupación por el futuro por la ocupación mística en la presencia intemporal de la Realidad eterna” (p. 50).

La hipocresía del fundamentalismo

Estas ideas de Huxley resuenan positivamente con Spinoza, quien fue un defensor de la libertad de pensamiento. En el Tratado teológico político, Spinoza afirma que la imaginación, la cual no es inferior a la razón desde el punto de vista cognitivo, cumple con la función esencial de la religión: la obediencia a Dios, es decir, la piedad (XIII, 23).

A partir de ese concepto, Spinoza infiere conclusiones contra el fundamentalismo. Nos aclara (XIV, 16) que un ortodoxo con malas obras es infiel, mientras que un heterodoxo con buenas obras es un fiel. En consecuencia, el ortodoxo que persigue a un fiel se convierte en un Anticristo (XIV, 19).

Según este acercamiento, podemos describir al fundamentalismo como la tendencia a la lectura literal de los textos sagrados, basada en el miedo y la ira. Por eso, niega la verdadera piedad, la cual consiste en amor a los semejantes. A pesar de su respeto externo a la religión positiva, su tentación supersticiosa es la de sacrificar a los semejantes al culto de un dios cruel. Basta recordar a los inquisidores que condenaron a la hoguera a Juana de Arco.

En conclusión, el fundamentalismo es retrógrado. Busca liberar, de nuevo, las divinidades de la venganza para que arrasen con la civilización democrática. Elevemos una plegaria a Atenea para que domestique, de nuevo, a las Erinias.


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