Perspectivas

El fin de la comedia

07/05/2022

Versión de una máscara cómica hecha en mármol pentélico. Siglo II a.C. Museo Arqueológico Nacional, Atenas

A Elías Pino Iturrieta

Algunos estudiosos llaman a la vieja comedia ateniense “comedia política”. Ciertamente sería difícil comprender la comedia de finales del siglo V a.C. sin la polis, tal y como existió hasta la Guerra del Peloponeso, y sin los grandes temas de la política ateniense de aquellos días marcados por la guerra. De la vieja comedia han llegado hasta nosotros once piezas completas de Aristófanes, su máximo exponente. En Los Acarnienses, Diceópolis, campesino de Acarnas, un demo cerca de Atenas, decide pactar su propia tregua con los espartanos. Los caballeros es una mordaz crítica a Cleón, uno de los más acérrimos enemigos de Pericles. En Las nubes se aborda el tema de la educación de los jóvenes. En La Paz, el viejo granjero Trigeo sube al Olimpo a rescatar a la Paz, que se encuentra prisionera mientras que la Guerra se empeña en destruir a los griegos. En Las aves, una crítica al imperialismo ateniense, dos ancianos, Pistétero y Evélpides, están hartos de Atenas y pretenden fundar una nueva ciudad en medio del aire con ayuda de las aves. En Lisístrata las mujeres atenienses inician una huelga sexual que sólo terminará cuando sus maridos pacten la paz, y en las Asambleístas ellas dan un golpe de Estado y sustituyen a los hombres en el gobierno de la ciudad. También tenemos fragmentos y algunos títulos de las comedias de al menos otros cuatro comediógrafos de la época: Crates, Eupolis, Cratino y Ferécrates, y no hay razón para pensar que no se hayan ocupado de asuntos similares.

Los historiadores coinciden en que Atenas, y con ella toda Grecia, no pudo ser la misma después de la Guerra del Peloponeso. El caso de Atenas es el que está mejor documentado: se estima que murieron alrededor de 70.000 personas, casi la mitad de la población. Asimismo los daños producidos por el conflicto y la destrucción de las tierras de cultivo, más las deudas de reparación impuestas a la ciudad, ocasionaron un empobrecimiento general que se acentuó con la desaparición de la flota ateniense y el resurgimiento de la piratería. Esto dificultó la recuperación del comercio. Como suele ocurrir, Esparta impuso un gobierno títere proespartano, la dictadura de los Treinta Tiranos, que persiguió a los demócratas, confiscó tierras y bienes y propició la matanza de cerca del 5% de la población.

Todo esto tuvo que causar una profunda crisis espiritual en la que una vez Pericles llamó con sobrado orgullo la “escuela de Grecia”. Las escuelas filosóficas que surgieron entonces, verdadero termómetro del pensamiento de la época, reflejaron inequívocamente la angustia. La ciudad y la justicia dejaron de ser el objeto de sus reflexiones, como lo fue para Platón. Tampoco la naturaleza, el cosmos, los elementos primigenios, como para los viejos naturalistas jonios. La filosofía se volvió hacia el interior del hombre y su objeto fue uno que ya Aristóteles, tan clarividente siempre, había señalado en el centro de su ética: la felicidad, la eudaimonía (E.N. 1097 a).

Los historiadores de la filosofía suelen mostrar esta búsqueda eudaimonística propia del pensamiento postclásico como un duelo singular entre los seguidores de la Estoa y los del Jardín. Como suele ocurrir, la realidad es bastante más compleja, pero la oposición luce bastante sintomática de las preocupaciones intelectuales de la época. Por un lado, los estoicos recomendaban participar en la política y buscar la felicidad en la práctica de la virtud. Así nos lo recuerdan Séneca (De otio 3, 2: “el sabio se vinculará a la cosa pública [res publica], a no ser que algo se lo impida”) y Plutarco (Comm. Not., 5 1060 e: “Crisipo, en el libro I de su Acerca de la exhortación, escribe: solo en el vivir conforme a la virtud está el vivir feliz. Todo lo demás no tiene ningún valor”). Por el otro, Epicuro prohibía a sus discípulos participar en la política ( politéuesthai) y decía que el placer era “el principio y culminación de la vida feliz” (Epístola a Meneceo 128, 10).

También esa desazón y esa búsqueda se refleja en la escena. El desinterés por la política, el ideal cada vez más extendido de la apragmosyne, la indiferencia por los asuntos públicos, apartará progresivamente a los autores de la antigua “comedia de ideas” al estilo de Aristófanes. Luis Gil (Comedia ática y sociedad ateniense, 1975) añade a la situación un factor determinante: la dificultad, en plano período de depresión económica, de encontrar financiamiento para las grandes producciones teatrales. Claro, habrá que esperar una nueva generación de comediógrafos, pero el nacimiento de un nuevo tipo de comedia luce inevitable en el siglo IV. Una comedia que se acerca más al teatro de caracteres: la chica deshonrada, el joven enamorado, el sirviente astuto e intrigante, el padre riguroso, el viejo malhumorado, el soldado fanfarrón, la prostituta, el marido cornudo, el filósofo charlatán, el parásito desvergonzado o el cocinero glotón. Es verdad que el estudio de los caracteres psicológicos era un tópico favorito para los filósofos de la época, como muestra el paradigmático trabajo de Teofrasto, el discípulo de Aristóteles, pero el asunto ya había sido explorado a profundidad en la tragedia de Eurípides. Y aquí vemos otro punto de encuentro entre teatro y filosofía.

También las situaciones comienzan a estar tipificadas: amores imposibles, niños expuestos al nacer, violaciones, viajes, hechizos, medallas, lunares, reconocimientos tardíos, boda con final feliz, toda una nómina que aparentemente muestra un humor fácil y superficial, condimentado con un sentimentalismo trágico-cómico cuya receta se repite hasta el hartazgo, pero que sirve para divertir eficazmente a un público menos politizado y más pendiente de sus asuntos personales, más vuelto hacia sí mismo. La receta da una impresión bastante pobre del público que la disfruta, pero no nos engañemos: detrás lo que hay es evasión pura y dura.

Es en esta fórmula política y sociológica donde radica la novedad y el éxito de la Comedia Nueva. Don Luis Gil lo señala agudamente: “el público ateniense de las dos últimas décadas del siglo IV, que no gozaba de los mismos derechos políticos y en el que había profundas diferencias económicas, se consolaba viendo cómo los ricos tenían las mismas o mayores penas que los pobres y cómo éstos podían superar a aquéllos en virtud y hasta en felicidad. Hasta cierto punto, la Comedia Nueva, como producto burgués, era alienante, pero no se puede negar que en su manera especial de enfrentar los problemas comunes de los hombres contribuyó en grado mayor que la filosofía a propagar ese especial sentimiento de solidaridad con el semejante que habría de llamarse después humanitas”.

Nuevas circunstancias, nuevos problemas, nuevos intereses reclamaban nuevas soluciones y nuevas propuestas estéticas. Después de todo, es la historia la que determina la forma de reír de la gente. Atenas no volvió a ser la misma. Tampoco la comedia.


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