Literatura

El estupor de nuestros idiomas espectrales

Fotografía de Nigel Andrews | Flickr

02/03/2019
Las personas a las que el lenguaje no les sirve para nada más que para comunicarse son las que hablan de forma más incomprensible.
Karl Kraus

Los vínculos entre escritura y pensamiento son indisolubles. Nada contribuye mejor al ejercicio de pensar que el ejercicio de la escritura y viceversa. La escritura es la culminación –y fijación– más acabada del proceso de articulación del lenguaje. Al decir “nube”, pensamos también en la naturaleza de la palabra “nube”, en su alcance de sentido, en su imagen acústica y en los sugerentes matices de su representación sobre el papel. La distancia entre el vocablo y el objeto al que alude es origen y destino de la filosofía, la lingüística, la teoría literaria y la crítica cultural. Desde Cratilo, pasando por el monólogo shakespeariano, hasta las intuiciones de Saussure, Foucault o Wittgenstein, todo recorrido del pensamiento está atravesado por la reflexión continua sobre los límites (o alcances) del lenguaje a través de la historia humana. No se piensa mediante abstracciones, se piensa mediante discursos. El proceso de articulación y elaboración es sinónimo exacto del acto de pensar. Cuando alguien dice: “No sé cómo decir lo que pienso” está confesando que realmente no ha terminado de pensar bien eso que cree tener ya pensado. El pensamiento empieza a ser (y a visibilizarse) cuando se ordena en palabras. Podemos reducir toda la historia del pensamiento a esta cuestión de lo más platónica: ¿la idea es anterior a las palabras? ¿O de verdad en el principio era sólo el verbo (logos)?

Así como la actividad más intermedia (o mediadora) entre lectura y escritura es la traducción, la actividad más intermedia (o mediadora) entre pensamiento y creación literaria es el ensayo. En este género se dan cita la persona, la consciencia estética, la voluntad de estilo (desde su cara modesta, por así decir) y el pensamiento. Esta confluencia permite una fluidez de ideas que están plenamente conscientes de que el fin y el medio siempre será la escritura; es el ámbito donde movimiento, ritmo, tono y articulación son en sí mismos forma y fondo, intercambiables a nivel de sentido y promotores de lo “no dicho”. El cómo se dice no es sólo extensión de lo que se dice, sino su naturaleza más profunda. Por eso, descreo tanto de poetas que no elaboran reflexiones sobre su propio oficio y, por lo mismo, admiro tanto a poetas que son tan buenos ensayistas. Poesía y ensayo son formas expresivas que terminan tocándose en ese espacio común y misterioso al que aspiran, así sea como consciencia de fracaso.

Pocas cosas definen y condicionan tanto a un grupo humano como su lengua. Cualquier agrupamiento social que pretenda ordenar sus normas, costumbres y rituales debe proponer estandarizar convencionalmente una lengua unitaria de “uso oficial”. Por eso, los dialectos o la multiplicidad de las lenguas amenazan los intentos del poder establecido por lograr homogeneizar este proceso. Los estados nacionales surgen como estructuras colectivas que anhelan, entre muchas cosas, construir sus propias torres de Babel. Las variedades lingüísticas van relegándose a los usos privados o residuales. El sistema educativo y los procesos de articulación de normas comunes conducen a la preeminencia no sólo de una lengua unívoca, sino de un uso particular y normado de esa lengua como forma visible del discurso oficial. Este proceso común a todas las culturas humanas tuvo sus peculiaridades en América Latina. Ángel Rama ha descrito con mucha perspicacia el desfase lingüístico que existía en tiempos de la América española colonial entre la lengua oficial de la metrópoli y las realidades lingüísticas cotidianas del “nuevo mundo”. Este desfase quedaba de manifiesto en el contraste “entre la minuciosidad descriptiva de las leyes y códigos y la anárquica confusión de la sociedad sobre la cual legislaban” y dio origen a lo que Rama llamó la diglosia del latinoamericano culto, que quedó a merced de la consciencia de este doble uso de la lengua: lenguaje académico ajeno o jerga provinciana cercana y popular. Esa situación produjo una especie de “malestar” en el escritor latinoamericano durante los siglos siguientes, que siempre se ha visto en la disyuntiva de tener que optar entre un idioma escrito o un habla. No es que sea una peculiaridad latinoamericana, pero en pocos lugares este hecho ha sido tan literariamente fecundo.

La forma más ingeniosa, sugerente y adecuada de tratar el asunto es precisamente desde el ámbito de la ficción. Y dentro de esta, resulta muy provocadora la continua creación de lenguas imaginarias en nuestra literatura, puesto que el acto de imaginar nuestra refundación debe empezar por imaginar el proceso de origen –épico, mítico, ético– de una nueva lengua. ¿Pero desde dónde hacerlo? ¿Cómo crear una nueva lengua sin los soportes gramaticales, sintácticos, morfológicos y culturales que ya tenemos? ¿No es esta utopía la mayor de las provocaciones irónicas? ¿O nos brinda la fantasía de un nuevo comienzo como forma de consuelo frente a nuestras dificultades expresivas? La literatura siempre logra ingeniárselas para que todas estas preguntas prevalezcan con la hondura precisa. Cada propuesta de lenguas imaginarias contiene a su vez una poética, es decir, una teoría nueva sobre el quehacer literario; pero también plantea la espinosa cuestión política de los procesos de legitimación de un estilo oficial como fundamento y material cohesionador de los estados nacionales. Además, ofrecen también una profunda meditación sobre nuestra historia social y cultural. Al final, la única forma de expresar esta ansiedad es a través del juego y de la ironía burlesca, que esconden en el fondo una dramática nostalgia.

Cuando Borges compone su joya “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” no sólo da con una nueva poética desde la cual reconfigurar su voz más genuina y se aleja definitivamente de su peculiar tentación criollista, sino que propone una dinámica y ambigua relectura descentrada de los clásicos. Este ejercicio de relectura es su verdadera obra maestra. Cualquier que lea a Borges con detenimiento y perspicacia puede advertir que su obra completa no propone otra cosa sino la reelaboración del universo desde la pasividad de la lectura. Borges no es un escritor, sino un lector tan abrumadoramente talentoso que termina desgajando sus ocurrencias de forma espontánea en pequeñas muestras textuales que llamamos –por conveniencia– ensayos, relatos y poemas (todos bastante breves, por cierto). Para abarcar al universo, la concisión es el verdadero desafío y la única manera de emprender el proyecto es desde la ironía. Cualquiera de sus textos invade ese lugar extraño en el que se confunden el humor y la tristeza. El proyecto de invención, por parte de una sociedad secreta, de un planeta (Tlön), encuentra su única posibilidad en la articulación de su minuciosidad. Y lo fundamental para esto será la creación de una nueva lengua. Este vínculo entre utopía y lengua inventada es estrecho e intenso, y encierra toda la cuestión que Ángel Rama intuía como ese “malestar” que ha heredado el escritor latinoamericano para hacerse con un espacio de expresividad en el que sea él realmente quien logre decir algo desde su lugar. Por eso, no es casual que tantos escritores de nuestro continente hayan incursionado en la cuestión de la invención idiomática desde la ficción. Así es como mejor reflejan sus propias limitaciones expresivas y reflexionan más atinadamente sobre las limitaciones del lenguaje.

Todas estas ideas aparecen mucho mejor pensadas en el insólito libro Idiomas espectrales. Lenguas imaginarias en la literatura latinoamericana (Universidad Javeriana, 2016) de Juan Cristóbal Castro Kerdel. En esta obra el autor lleva a cabo un arduo ejercicio de lectura que busca moverse por territorios y perspectivas diversas que mantengan como centro la reflexión sobre los límites del lenguaje dentro de las propuestas ficcionales de autores como César Vallejo, Borges, Cortázar, Cabrera Infante, Piglia o Eugenio Montejo, entre otros. Resulta que los idiomas inventados no ofrecen sólo una luminosa ventana al proceso complejo de la creación literaria, entendida como búsqueda de una escritura propia, sino que funcionan como verdaderos artilugios de reacción (o irónica consolidación) de las políticas de legitimación de la lengua unitaria de estilo oficial. Este conglomerado de invenciones (¿o invectivas?) lingüísticas ponen de manifiesto una especie de vacío verbal que los escritores han venido padeciendo durante un más de un siglo y que, a partir del asalto de las vanguardias, pudieron articularse como experimentaciones que, cada vez más refinadas, significaban más bien una ansiedad con el idioma que sería un reflejo de ¿una ansiedad artística o existencial?

Muy a tono con la relectura descentrada de Borges, este libro presenta, desde un enfoque múltiple (literario, teórico, crítico-cultural, histórico) una lúcida revisión de este lugar –este continente– que ha contribuido de forma inusitada a pensarse a sí mismo desde la invención plena: crear lenguas inventadas dentro de obras de ficción que, como quien no quiere la cosa, proponen la inversión del juego: intervenir subrepticiamente en la realidad o cuestionarla. Tal vez el incesante fracaso del “no lugar” (utopía) sea, en cambio, una forma secreta de triunfo de la escritura. Si algo tiene América Latina en lo que no le va en zaga a nadie en este mundo es en la literatura.


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