Fotografía de Angela Weiss | AFP
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PRINCETON – Cuándo (y cómo) terminar la cuarentena por la COVID‑19 se ha vuelto la cuestión política principal en todos los países afectados. La canciller alemana Angela Merkel ha llegado a describir el cada vez más intenso debate como una colección de «orgías de discusión».
La cuestión gira en torno de cómo distribuir los crecientes costos económicos y fiscales asociados con la crisis. La analogía histórica más cercana es el período de entreguerras del siglo XX, que dio al mundo un curso acelerado de manejo de circunstancias fiscales extremas.
Como la crisis de la COVID‑19, la Primera Guerra Mundial fue un hecho que se prolongó en el tiempo mucho más de lo que la gente esperaba al principio. A mediados de 1914, muchos daban por sentado que todo terminaría antes de Navidad. Asimismo, a principios de 2020, muchos esperaban que un breve cierre de actividades bastaría para detener el avance del virus. En ambos casos, se subestimó de entrada el impacto económico.
La Primera Guerra Mundial generó dos tipos de respuesta nacional totalmente diferentes, aunque esto no fue evidente al principio. Cada una de ellas provocó disrupciones duraderas, pero una fue mucho más desastrosa que la otra.
Ninguno de los estados beligerantes podía pagar la inmensa movilización militar solamente con impuestos, así que la guerra se financió con deudas, que en buena parte terminaron monetizadas por los bancos centrales. Era una acción necesaria y adecuada para enfrentar la emergencia, y las autoridades de los bancos centrales se felicitaron como era debido por haber adoptado una actitud decidida y patriótica ante circunstancias extenuantes.
El impacto fiscal fue relativamente uniforme en todos los países. Al llegar el último año de la guerra, el gasto militar como proporción del déficit andaba en torno del 70% en Italia, Estados Unidos y el Reino Unido; 80% en Francia; y más del 90% en Alemania. También eran comparables en general los aumentos de precios, que habían subido a más del doble en todos los países, pero sin inflación descontrolada en ninguno (excepto Rusia).
Las mayores diferencias aparecieron después de la guerra. El RU y Estados Unidos, que debían afrontar costos inmensos por el servicio de las deudas contraídas durante la guerra, intentaron volver a la normalidad en el menor tiempo posible. Eso implicó una política de equilibrio presupuestario mediante importantes aumentos de impuestos (incluida una suba a niveles inéditos de las alícuotas aplicadas a los ricos). Esta estrategia (la primera experiencia de austeridad inducida del mundo moderno) reprimió la demanda y provocó una recesión excepcionalmente profunda pero efímera.
En cambio, en la derrotada Alemania (como en casi todos los otros países centroeuropeos) la principal preocupación era la deflación. Con la población exhausta y desmoralizada por el conflicto y su resultado, el gobierno prefirió no crear nuevos impuestos. Las autoridades consideraron que los programas sociales eran necesarios para mantener la paz y el orden fronteras adentro, de modo que apelaron al banco central para financiarlos, y siguieron gastando con liberalidad en prestaciones sociales y provisión de empleo en el sector público.
A diferencia del RU y de Estados Unidos, el gobierno alemán consideró que la emergencia bélica no había terminado, y que la paz era una mera extensión del conflicto. El debate político siguió dominado por las medidas de emergencia y por la retórica radical que se había usado durante la guerra para justificar políticas similares. Pero el resultado final de la respuesta política alemana fue la hiperinflación, y después de eso, una desintegración social mucho más profunda.
Hoy las autoridades se enfrentan a una tentación similar de extender la emergencia y diferir el momento de hacer las cuentas y distribuir los costos. Al fin y al cabo, ni siquiera está claro qué constituiría un final para la crisis de la COVID‑19, dada la posibilidad de olas de contagio recurrentes (como sucedió con la pandemia de gripe iniciada al final de la Primera Guerra Mundial).
Además, la respuesta a la crisis financiera global de 2008 sentó un precedente terrible. Lo mismo que en el caso de una movilización bélica, era evidente que la crisis inmediata demandaba acciones de emergencia. Pero terminada la emergencia, subsistió por largo tiempo una sensación de fragilidad y vulnerabilidad, porque muchos países no quisieron o no pudieron apelar a la quita de deudas, por temor a iniciar una nueva ola de agitación financiera.
Igual que después de 2008, hoy las autoridades están comprometidas con hacer «lo que sea necesario». Los grandes bancos centrales tienen poder de fuego para tratar la crisis de liquidez inmediata, pero lo difícil será asignar los costos, que incluirán no sólo el aumento del gasto para hacer frente a la emergencia sanitaria, sino también las pérdidas de las empresas afectadas por la cuarentena. Si a las empresas privadas no se las rescata, entonces la pregunta es qué pasará con sus trabajadores. ¿Medidas transitorias para compensar la pérdida de ingresos de los nuevos desempleados pasarán a ser aspectos permanentes del Estado de Bienestar? ¿Comenzarán los países a adoptar alguna forma de ingreso universal mínimo o básico?
La década de 1920 fue también un tiempo de profunda experimentación en políticas sociales. La enseñanza de ese período es que no es posible financiar esos programas con una mera continuación de las medidas de emergencia. Para que sean sostenibles, en algún momento hay que calcular su precio correcto y financiarlos con impuestos (o en algunos casos, con la ayuda de la cancelación de deudas).
Está claro que al confrontar una emergencia no hay que pensar en los costos. Pero tampoco se puede pasar por alto lo que viene después. Los que ahora piden un final inmediato de la cuarentena tienen la obligación de hablar con claridad y franqueza acerca de cómo se distribuirán los costos en el futuro. Es un debate que hasta ahora se eludió. Pero la experiencia del período de entreguerras hace pensar que evitar las preguntas difíciles es una receta para el desastre.
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Traducción: Esteban Flamini
Harold James es profesor de Historia y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton e investigador superior en el Centro para la Innovación de la Gobernanza Internacional.
Copyright: Project Syndicate, 2020.
www.project-syndicate.org
Harold James
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