Machu Picchu. Fotografía de Sandeepachetan.com | Flickr
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En la Semana Santa de 2008 volamos a Lima, donde estuvimos de paso, rumbo al Cusco y “la ciudad perdida” de Machu Picchu. Viejo sueño alimentado por un título que hallé en los tarantines de libros viejos del Parque del Este: La ciudad perdida de los incas de Hiram Bingham, el descubridor de Machu Picchu, en 1911.
El relato de aquel extraño personaje me sedujo tanto como su propia peripecia. Hiram Bingham III había nacido en Honolulu (Hawai) en 1875 y fallecido en Washington en 1956, sumando ochenta y un años de vida y un cúmulo de tareas variopintas que hablan de un hombre dominado por la curiosidad, interpelado por sus deseos. Egresó de Yale a los veintitrés años, en 1898; y obtuvo el doctorado en Historia en Harvard, en 1905. Se fascinó por Suramérica y fue profesor de Historia de América Latina en Yale, entre 1907 y 1915. Publicó cerca de diez investigaciones a lo largo de su vida académica. Luego, cambió de rumbo y se formó como aviador de la Fuerza Aérea Norteamericana, entre 1916 y 1922, con actuaciones durante la Primera Guerra Mundial. En este año (1922) volvía a cambiar de coordenadas y fue Gobernador de Connecticut por muy pocas semanas, para después pasar a ser electo Senador por el mismo estado repetidas veces, hasta 1933.
Los últimos veinte años de su vida se dedicó a los negocios, y regresó a Perú en varias oportunidades. Recordemos que el 24 de julio de 1911 descubrió para el mundo la ciudad de Machu Picchu, en las serranías peruanas. De tal modo que fui a “la ciudad perdida” buscándola y, también, siguiendo los pasos de Bingham, de quien había escuchado hablar maravillas a Graciano Gasparini, también seducido por este personaje versátil y su peculiar leyenda.
A Machu Picchu llegamos en un tren que tomamos en Ollantaitambo y nos alojamos en el hotel Inkaterra al caer la tarde, a orillas del cañón caudaloso del río, en medio de la vegetación más feraz y el estruendo de las aguas torrentosas, que imantaban el espacio con su música metálica de fondo. Al día siguiente subimos a la ciudad, en aquel picacho asombroso, y me pareció pequeña, pero no por ello menos conmovedora, por su enclave, por las vueltas de la historia que encierran sus senderos y sus templos. No obstante no ser una obra muy antigua, ya que fue levantada entre 1438 y 1471, cuando el imperio inca tenía casi trescientos años de andadura, y las universidades de Oxford y París igual.
El sol que avanzaba hacia su verticalidad dialogaba con el viento y las nubes se movían con rapidez, cambiando el escenario en minutos. Se abría, se cerraba. Sentíamos que habíamos entrado en un sueño. Caminamos todos los senderos, pero a mí lo que más me tocó fue la visión de la ciudad desde la altura de una piedra íngrima. Verla allí diciéndonos que el pasado siempre resurge, por más que lo cubra la manigua durante siglos.
En nuestro regreso a Cusco nos detuvimos a dormir en el valle sagrado en un hotel austero y cómodo, donde nos trabajaron el cuerpo con unas piedras calientes y unos aromas hipnotizantes. Cusco es una ciudad hermosa donde conviven el pasado incaico y el español, a una altura demasiado alta para mi sistema circulatorio (3.400 m.s.m); de tal modo que el té de coca, que te abre las vías respiratorias, ayudó en el trance. Nos alojamos en un viejo convento agustino convertido en hotel; las celdas de los monjes ahora recibían a gentes de todas partes del mundo: cambiaba el aleteo mántrico de los rezos monacales, por los movimientos y los susurros del amor diverso.
Son muchas las ciudades del continente donde la cultura dominante se impone arquitectónicamente sobre la originaria, aunque en años recientes se persigue una suerte de reparación arqueológica del estropicio, señalando museísticamente los valores de las construcciones precolombinas. En Perú y en México se respira la presencia indígena con una fuerza desconocida para nosotros: la obra de nuestros antepasados aborígenes no llegó a dibujar el trazo urbano, ni la utilización insólita de la piedra, como sí puede verse en el Cusco.
De regreso a Lima fuimos a recorrer sus calles principales y vimos la estatua del Libertador, exacta a la de la plaza Bolívar de Caracas, encargada por Antonio Guzmán Blanco en Berlín, idéntica a la del Perú; el mismo molde y hierro similar. Fuimos al museo Larco Herrera y al Club Nacional, y al no más entrar en este palacio comprendes que las raíces de la élite peruana fueron distintas a las nuestras. Nos detuvimos a comprobar que la gastronomía peruana es una combinatoria compleja con logros indudables. Sin caídas estrepitosas.
Nos asomamos a Barrancos, a Miraflores, a la costa pacífica y comprobamos, una vez más, que Lima es una de las ciudades latinoamericanas que nos habla, pero no sé explicar por qué, quizás sea porque muchas de sus calles y sus casas me recuerdan a la Caracas de los años sesenta y setenta. Es posible.
Cuantas veces he ido me llegan a la memoria imágenes de textos de Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce Echenique y Antonio Cisneros, así como melodías de Chabuca Granda (La flor de la canela, El puente de los suspiros, Fina estampa) y el recuerdo de una vida política similar a la nuestra, entre militares y demócratas, para alcanzar desde hace unos treinta años un ritmo favorable de crecimiento fundado en razonables políticas económicas, basadas en la ortodoxia liberal y el sentido común. Por supuesto, falta mucho trecho para la superación de la pobreza, pero el árbol va dando sus frutos en aquel país de treinta millones de habitantes, donde diez viven en Lima, rumbo a ser una de las megalópolis del continente.
Rafael Arráiz Lucca
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