Perspectivas

El castillo interior. Raíces griegas e islámicas del misticismo español

11/02/2023

Alonso del Arco, «Santa Teresa», óleo sobre tela, ca. 1700. Museo Lázaro Galdiano, Madrid

Para cualquier lector familiarizado con la tradición mística española, la imagen de siete castillos concéntricos tiene que llevarlo inmediatamente a las Moradas o El castillo interior, que escribió Santa Teresa de Jesús en 1577. La santa avilesa escribió esta obra como una guía espiritual basada en el servicio y el amor a Dios. Allí, el alma es descrita como un claro diamante con forma de castillo, dividido en siete moradas concéntricas. Estas moradas son las siete etapas del progreso del alma hacia la unión definitiva con Dios, que está en la última morada, la definitiva, la morada interior:

Pues consideremos que este castillo tiene mochas moradas, unas en lo alto, otras en lo bajo, otras a los lados, y en el centro y mitad de todas estas tiene la más principal, que es a donde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma…

A pesar de estar rodeado por “bestias y sabandijas” que lo asechan, el buen cristiano tiene la misión de entrar en ese castillo, es decir, hacer entrar a su alma, y la única manera es a través de la oración y la caridad. Allí comienza un largo camino a través de las sucesivas fortalezas concéntricas que se superponen a la manera de las capas que protegen el corazón de un palmito:

No habéis de entender estas moradas una en pos de otra como una cosa en hilado, sino poné los ojos en el centro, que es la pieza o palacio donde está el rey, y considerad como un palmito, que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas.

En el centro hay plantado un “árbol de la vida”, brota una fuente y brilla un sol resplandeciente que solo se ve opacado cuando las tinieblas del pecado caen sobre él.

La simbología del árbol cósmico es universal, y se encuentra atestiguada en la Biblia, como sabemos, pero también en los Upanishads, en el Bagavad-Gita y en las mitologías germánicas y escandinavas, como recuerda el no superado clásico de Frazer, La rama dorada (1890). Por lo demás, la tradición confiere al número siete, producto de la suma del primer número par y el primer no par, un valor cabalístico. Para el cristianismo el siete es una cifra sagrada. En las Escrituras, el Creador descansó el séptimo día. Gregorio Magno, uno de los cuatro Padres de la Iglesia, escribió en el siglo VI que el número siete se compone de “el primer par que se puede partir con el primer impar que no se puede partir”, y fijó en siete el número de los pecados capitales. Para san Agustín el siete surge de la unión del cuatro (los cuatro elementos) y el tres (la Santísima Trinidad), por tanto simboliza la unión entre lo terrestre y lo divino, el misterio mismo de la Redención. También el número siete es coránico: siete son los cielos (2: 29), siete las puertas de la gehena, el infierno de los condenados (15: 44), siete los océanos de tinta que agotarían las palabras de Alá (31: 27). En lo que respecta a la imagen del castillo, se trata de una metáfora bélica que simboliza la defensa del alma contra los ataques del demonio. Constituye también un tópico recurrente en el islam, el husûn como “fortaleza”, “ciudadela fortificada”.

Santa Teresa dice que las fortalezas concéntricas están separadas por “aguas y tempestades” que debe atravesar “esta navecica de nuestra alma”. Hay que decir que la metáfora del mar como representación de las caprichosas e insondables vicisitudes en la vida del hombre se encuentra ya en Alceo (326 y 208 L.-P.), si bien con un matiz político. En Epicuro la imagen toma ya un carácter existencial, como se ve en la Epístola a Meneceo, donde el filósofo habla de las “tempestades del alma” que desaparecerán gracias al cultivo de la filosofía. En Platón, las ciudades utópicas también consisten en especies de medinas concéntricas desarrolladas a partir de un centro militar, político y religioso. Así la ciudad de los atlantes, de que nos habla en el Critias (113 b-115 a) y la de los magnetes, que describe en las Leyes (848 d-e). Circular era también la planta de antiguas ciudades indoarias como Ecbatana, rodeada de siete círculos concéntricos de murallas, donde cuenta Herodoto (I 98) que murió el rey persa Cambises II. También el Manassara, tratado indio anterior al año 3.000 a.C., describe ciudades de tipo padmaka, de planta octogonal, y karmuka, semirradial. Otras ciudades amuralladas circulares se han descubierto en Sendschirli, ciudad hitita en el segundo milenio a.C.; Arslan-tasch, ciudad asiria del 950 a.C., y la Siquem cananea en Palestina, construida hace unos 4.000 años. También Troya VI, es decir, la Troya homérica, era un círculo de unos 100 a 120mts. de diámetro en cuyo interior se alzaba la ciudad palatina.

En las Moradas, el encuentro con Dios, matrimonio místico, tiene lugar en un jardín o prado. También San Juan de la Cruz, en el Cántico espiritual, evoca el entorno bucólico como escenario para la unión mística:

Detente, cierzo muerto;
ven, austro, que recuerdas los amores,
aspira por mi huerto
y corran sus olores,
y pacerá el amado entre las flores.

Y en el Corán, en la azora 32: 19: “Quienes crean y obren bien tendrán los jardines de la morada como alojamiento y premio de sus obras”. “Morada” es una de las denominaciones coránicas del Paraíso. Yânnat, por cierto, significa también “jardín”. Abundan en el Corán estas descripciones del jardín paradisíaco, verdadero lugar idílico lleno de refrescante sombra, fuentes de agua clara y exuberante verdor.

Es evidente que Santa Teresa no inventó en el siglo XVI la hermosa imagen de los castillos interiores, sino que la reelaboró, la cristianizó y la adaptó para sus fines literarios y teológicos. Pero ¿cómo llegó toda esta tradición hasta ella? En un trabajo pionero, Greek Thought, Arabic Culture (Londres, 1998), el helenista e islamólogo Dimitri Gutas mostró la profundidad de un movimiento desarrollado por las escuelas sufíes de Bagdad entre los siglos VIII y IX que, más que como una disciplina pasiva, hay que concebir como un cultivo activo y transformador de la herencia griega, con importantes consecuencias para la ilustración y la política de su tiempo. Es claro que las corrientes representadas por las escuelas de traductores que florecieron en Al-Andalus son solamente uno de los aspectos, es verdad que de la mayor importancia, de este complejo proceso. En este sentido, sigue siendo una referencia el estudio del maestro Juan Vernet, Lo que Europa debe al Islam de España (Barcelona, 1999). Sin embargo, el estudio del papel que desempeñó la cultura árabe en el cultivo y transmisión de la ciencia, la literatura y el pensamiento de los antiguos griegos sigue siendo una de las asignaturas pendientes de los estudios de tradición clásica.


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