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Nada parece preocupar al gobierno desde 1923, cuando es asesinado en su alcoba de Miraflores el general Juan Crisóstomo Gómez, hermano del tirano y Primer Vicepresidente de la República. Don Juan Vicente ordena entonces muertes y torturas, se distancia de su hijo José Vicente, Segundo Vicepresidente de la República a quien vinculan con el homicidio, y ordena la reforma de la Constitución. Después no hay moros en la costa, según el servicio de espionaje.
Que los estudiantes de la Universidad Central quieran hacer obras de misericordia, como informa la policía, no perturba el sueño del hombre fuerte. Acostumbrado a triturar alzamientos desde 1913, observa con ánimo apacible a los bachilleres que quieren celebrar el carnaval de 1928. Ni siquiera los sabuesos más perspicaces pueden imaginar la gigantesca sorpresa en que se convertirán esos muchachos que cantan estribillos jubilosos y cubren sus cabezas con una boina azul. Quizá tampoco ellos, jóvenes perplejos ante desafíos que no habían calculado.
¿Qué buscan los estudiantes de entonces? Cosas que no parecen extravagantes, ni siquiera en el seno de una oscura autocracia. Están insatisfechos por el barniz de cultura que les pasan con brocha gorda y quieren intentar nuevos rumbos en el campo de la expresión literaria. El empeño los conduce a la edición de Válvula, revista de vida efímera en cuyas páginas quieren debutar como escritores sin que nadie se escandalice por lo que escriben a la ligera. Tampoco provoca suspicacias un segundo propósito, que consiste en la reconstrucción de la Federación de Estudiantes de Venezuela clausurada por el presidente Cipriano Castro a principios de siglo. Como vocero del organismo van a publicar otra revista, La Universidad, a través de la cual quieren ganar apoyos para un proyecto de mayor envergadura: la construcción de una edificación para actividades culturales y para albergue de los compañeros que viven en pensiones de mala muerte.
La idea cuenta con una vanguardia entusiasta que explica sus planes ante el rector y llega a declarar en la prensa. Los primeros pasos son dirigidos por un grupo de bachilleres que apenas conoce la minúscula Caracas: Raúl Leoni, Jacinto Fombona Pachano, Isaac J. Pardo, Fernando Márquez, Elías Benarroch, Miguel Otero Silva, Joaquín Gabaldón Márquez, Rómulo Betancourt, Guillermo Prince Lara, José Tomás Jiménez Arráiz, Jóvito Villalba, Luis Villalba y Carlos Irazábal. Son los líderes de la resucitada Federación de Estudiantes de Venezuela, quienes procuran metas lícitas sobre las que no aparece ninguna objeción. De allí que resuelvan aprovechar el carnaval para obtener recursos a la vista de todos, a través de un programa que incluye un desfile patriótico hacia el sepulcro de Bolívar, un acto en el Teatro Municipal para coronar a su reina, un baile de gala y una becerrada. Así quieren ellos que sea La Semana del Estudiante en 1928, pesca desprevenida de óbolos antes de topar con la inclemente realidad.
No piensan ir más lejos, pero cuando empiezan las carnestolendas algunos resortes tuercen el camino. Tal vez el menos consciente de tales resortes sea el coqueteo con la democracia, o el encuentro inesperado con sus métodos, pues comienzan a practicarlos sin que estuvieran en los planes. La propuesta de acciones conduce a la deliberación, fenómeno inusual entonces. La designación de directivos implica actividad electoral y alternativas de escogencia entre personas y quizá entre ideas, fenómeno todavía más desacostumbrado. Discusión y democracia inesperadas en el patio de la Universidad Central, mientras en el resto del país reina un asfixiante consenso.
Los testimonios más confiables de la época aseguran la inexistencia de planes para levantarse contra la tiranía. Los estudiantes solo hacen las cosas a su manera, sin aproximarse de veras a la política. Un personaje recién llegado del exilio, José Pío Tamayo, poeta vanguardista y vocero del marxismo en Centroamérica, pretende adoctrinarlos antes de las fiestas, pero no tiene tiempo. Solo logra que le permitan leer algo de sus poemas en la coronación de Beatriz I, para meterle altura de sentimientos al evento de mayor calado. Así comienza la Semana del Estudiante, lejos de pensamientos perturbadores. No obstante, de donde menos se espera salta la liebre.
Unas palabras inconvenientes en el Panteón Nacional, la lectura de un hermoso poema libertario que hace Tamayo en el teatro, unas conferencias sobre la vida cultural y el irrespeto del nombre del tirano en una noche de copas provocan la captura de un trío de dirigentes. El resto se presenta a la prefectura –otra insólita actitud en un país agobiado por cárceles de tenebrosa reputación– para solicitar que los encierren con los compañeros. El gobierno los complace, sin advertir el terreno movedizo al que se aproxima. Aunque no han cometido ningún delito, remite a más de un centenar de universitarios al castillo de Puerto Cabello. En adelante, las vicisitudes toman un rumbo inesperado.
La prisión es breve y benévola, pero es el principio de un designio de gran importancia para Venezuela. Un trío de los que salen del castillo se asocia a un fracasado golpe que debe estallar el 7 de abril y que los lleva a un cautiverio distinguido por los horrores. El resto reclama la liberación de sus amigos y se atreve a hablar de la represión que sujeta a la sociedad. El tirano les reclama silencio, no en balde se ha enterado de cómo la gente sencilla de Caracas aplaude cuando los atisba en la calle, cubiertos con sus boinas azules o tatareando coplas indescifrables. Cuando se niegan a obedecer ordena un nuevo cautiverio en Puerto Cabello, sin que nada los libre ahora de la carga de los grillos, del dolor de los azotes y de ver a los viejos políticos convertidos en seres fantasmales por los verdugos. La experiencia de trabajar en un tramo carretero, como hacen entonces los delincuentes comunes, y el traslado de algunos a Palenque, espeluznante campo de concentración, los lleva a descubrir lo que de veras sucede en Venezuela y a sentir la necesidad de buscarle remedio. Uno de los jóvenes más perspicaces de entonces, Joaquín Gabaldón Márquez, habla del fin de un desencuentro histórico.
Ya sumidos en la segunda experiencia de cárcel, los bachilleres se aventuran a consultar libros comprometedores en materia política, a atender la opinión de combatientes avezados contra el gomecismo, como Tamayo y Rafael Arévalo; a dar sus propias conferencias sobre historia patria y a pensar la sociedad que existirá cuando desaparezca la tiranía. Ahora aprovechan con creces un lapso de nueve meses de clausura rigurosa, de la cual salen cuando el gobierno prefiere echarlos del país para que disminuyan las críticas por tanto muchacho maltratado en jaulas apestosas. Cerca de 150 jóvenes marchan al exilio en febrero de 1929. Ya hombres, después de la muerte de Gómez, en 1936, regresan a cumplir el sueño de hacer una vida más justa y hospitalaria.
Durante los siete años que viven en el ostracismo aprenden a leer y a escribir con propiedad, conocen a maestros y autores célebres de América y Europa, se aficionan al espectáculo del cosmopolitismo, estudian con regularidad en las universidades, toman lo que quieren tomar de la escuela de la vida cuando se encienden las candelas de la guerra de España, cuando el mundo se deslumbra por las conquistas de la Unión Soviética o se conmueve por las polémicas contra el fascismo. Nada se les escapa de un mundo en ebullición, mientras Venezuela permanece postrada en la oscurana del gomecismo.
Disiparán la penumbra con sus linternas a partir del régimen de López Contreras, como colaboradores de la tímida modernización que entonces se promueve, como fundadores de partidos clandestinos de oposición y como pioneros de una estética y una ciencia casi desconocidas. Muchos de sus voceros acceden al poder a partir de 1945, para que la sociedad se oriente hacia destinos esencialmente diversos. Los capítulos estelares de la historia contemporánea no se pueden entender sin la presencia de esos estudiantes que querían jugar carnaval en 1928. Fue rumbosa la fiesta que por fin hicieron.
Elías Pino Iturrieta
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