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El boxeo de hoy: una balada triste y falsa

Fotografía de Sean M. Haffey / GETTY IMAGES NORTH AMERICA / AFP

24/09/2018

Al boxeo hoy se le ve como al primo que estuvo en la cárcel. No hay un mínimo de credibilidad en las carteleras y cuando dos púgiles muestran ciertas habilidades, incomparables eso sí con los grandes nombres del pasado, los jueces se encargan de debilitar nuestra confianza.

El problema, creo, se encuentra en la fórmula que consiguieron los promotores para hacer rentable a la disciplina. El pay-per-view cambió los hábitos de consumo. Los inversionistas apuestan por el carisma por encima del talento y los combates se miden por estándares diferentes a lo estrictamente deportivo.

Saúl “Canelo” Álvarez, Leo Santa Cruz, Adonis Stevenson o Carl Frampton son algunos de los boxeadores que han preferido enfrentar a colegas de menor rating bajo la manida excusa de “No me interesa ese rival”, cuando en realidad deberían decir que tienen miedo de caer en el ascenso hacia las grandes bolsas.

En consecuencia, abundan los rellenos y faltan los hombres que logren emocionar a los espectadores. Mike Tyson representa el fin de aquella generación dorada que lograba reunir carisma y talento, una generación que tuvo a Sugar Ray Leonard como el máximo exponente.

Las dos peleas entre “Canelo” y Gennady Golovkin resumen lo mejor y lo peor del boxeo actual. En el primer combate, realizado en 2017, el kazajo fue muy superior. Aun si le otorgamos el beneficio de la duda al veredicto (empate), es incomprensible que Adalaide Byrd le diera únicamente los rounds 4 y 7 a “GGG”. La tarjeta (118-110) a favor del mexicano no solo es una mamarrachada sino una corrupta manipulación, en vivo y directo.

Con tal antecedente, la segunda refriega estaba condicionada. Sí, fue pareja, pero pesó en demasía la localía de Canelo y el peso de sus promotores. ¿El resultado? El anuncio de una tercera pelea, la “final”. Más anunciantes y más dinero para los dos pegadores. Golovkin ni chistó. Es parte de entender el negocio.

Es tan grave el asunto de carteleras atractivas que Floyd Mayweather Jr. (41 años) aprovechó la expectativa creada en este combate para publicitar su regreso con un viejo conocido: el senador de Filipinas, Manny Pacquiao (39 años).

Los promotores de la reedición del “Combate del siglo” comparten iguales motivaciones que los productores de La Monja. El mensaje en Instagram no da opciones para la duda: “Otro día de paga de 9 cifras en el camino”, escribió Mayweather.

Hablamos del mismo Mayweather que mancilló la historia de este deporte al enfrentarse al campeón de artes marciales mixtas, Connor McGregor. Hubo más dignidad en la famosa pelea entre Woody Allen y el canguro.

Pero el dinero es el dinero. Según ESPN, en 2015, la Mayweather-Pacquiao generó 600 millones de dólares en ingresos. Solo 410 llegaron por el pay-per-view y la taquilla generó 71 millones más.

Las circunstancias actuales son tan descabelladas que Golovkin, el campeón defensor, tuvo que pelear hasta el último minuto para conseguir una bolsa digna debido a que “Canelo” es más “mediático”.

Detrás de todo esto hay cerebros que conocen muy bien el negocio. Óscar de La Hoya es uno. Es una rara avis en un mundo en el que los campeones de boxeo terminan borrachos y en banca rota.

Si revisamos algunos de los nombres que han estado en la cartelera manejada por “Golden Boy”, además de Mayweather, Pacquiao y Canelo, nos encontramos con Bernard Hopkins, Erik Morales o Marco Antonio Barrera. No son malos boxeadores, pero encajan en una “middle class”, muy por debajo de sus pares del pasado, como Tomas Hearns, Marvin Hagler o Roberto Durán.

Como espectáculo, el boxeo se ha reinventado. Es un encuentro social de celebridades que ya no son salpicados de sangre, como sucedía durante los enfrentamientos de antaño, sino que asisten para verse a sí mismos. Ya Rocky lo veía venir, con la presentación de Apollo Creed en 1976 y 1985.

Una semana después de la Canelo-Golovkin se dio el enfrentamiento entre Anthony Joshua y Alexander Povetkin. A pesar de que 90 mil personas asistieron al legendario estadio de Wembley, este combate por los pesos pesados no levantó tanta emoción como el anterior.

Fue un bonito choque. Joshua es el sueño de cualquier promotor. Atractivo como Mohamed Ali en sus años mozos. Con casi dos metros de estatura, sus hombros parecen esculpidos por Miguel Ángel. Las manos le pesan como dos mandarrias.

El retador, en cambio, reunía esas características físicas que los productores de Hollywood buscan para interpretar al antagonista. Pequeño, con cuerpo de tanque de guerra y nariz aguileña, dio la talla hasta el quinto asalto. Empezó a bajar la velocidad de su jab y en el séptimo recibió una combinación que lo dejó completamente extraviado, como si se hubiera bebido dos botellas de vodka en un segundo.

Alexander Povetkin y Anthony Joshua. Fotografía de ADRIAN DENNIS | AFP

A pesar de todas sus condiciones, la realidad es que Joshua (28 años) apenas enfrentó a un rival digno después de despachar a 19 rivales: Wladimir Klitschko (41 años entonces). En esa pelea de 2017 la pasó muy mal. Hasta que despertó en el round 11 y fulminó al ucraniano, en un asalto de película.

Precisamente, en un interesante documental de los hermanos Klitschko (2011), los ucranianos cuentan cómo uno de los grandes empresarios de este deporte, Don King, buscaba conquistarlos.

Según los boxeadores, fueron invitados a Estados Unidos con todos los gastos pagos. Una vez en la casa del King, pasaron a la sala donde el promotor ejecutaría una canción para homenajearlos. Al sonar la melodía, los Klitschko se acercaron al instrumento musical, descubriendo que las teclas se movían solas. El maestro de la ceremonia solo hacía mímica.

Es la imagen perfecta para definir al boxeo de hoy.


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