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Algunos consideran que escribir es resultado de un momento mágico, de la visita sorpresiva de las musas que de pronto detienen la vida del escritor para llevarlo de manera precipitada ante la hoja –la pantalla– en blanco. Nada de eso. La escritura es un proceso sistemático que curiosamente se halla ligado al azar. El escritor es una suerte de antena de amplia receptividad: los sonidos y las imágenes que lo circundan se convierten en fértiles elementos que hacen germinar algún proyecto escritural. Por lo que no es cuestión de inspiración: se trata más bien de estar alerta. Muchas obras son resultado de ideas inconexas que al final encontraron el modo de anudarse. Para ilustrar el asunto referiré un par de anécdotas sobre dos obras productos de ideas huérfanas que por un giro del azar encontraron asidero en alguna historia.
La primera de ellas se relaciona con el monstruo de Maine: Stephen King. En sus años de juventud, en una temporada de verano, King asumió el puesto de conserje en el Instituto Brunswick. Un día le encargaron limpiar las manchas de óxido en las duchas de las chicas. Fue con Harry, su compañero de labores, a realizar la faena. Al llegar al sitio le llamaron la atención dos detalles que contrastaban con el baño de los chicos: a diferencia del sanitario de los varones las duchas tenían cortinas para dar cierta privacidad y, como es obvio, a falta de urinarios en la pared había unas pequeñas cajas de metal –sin señalización– atornilladas a las baldosas. Preguntó a Harry qué eran, quien indicó que se trataba de dispensadores de toallas sanitarias. La información quedó flotando en su imaginario. Tiempo después, mientras trabajaba en una lavandería, King recuerda aquel baño de mujeres e imagina la escena de un posible relato: un grupo de jóvenes se ducha (pero sin cortinas que brinden intimidad) cuando a una de ellas le llega la menstruación. Lo malo es que la jovencita desconoce la naturaleza de este proceso: no sabe qué es y entra en pánico. Cree estar muriendo. Las demás comienzan a burlarse de ella, se divierten con su agonía en tanto le lanzan tampones que sacan del dispensador anclado en la pared. La joven asustada grita y se altera cada vez más. Piensa que debe reaccionar, contraatacar, pero cómo. Años antes, King había leído un artículo sobre los fenómenos poltergeist (manifestaciones paranormales que consisten en el movimiento, desplazamiento y levitación de objetos junto con golpes, sonidos y otras situaciones inexplicables). Sustentado en ciertas pruebas, en el texto se señalaba que la gente joven era más propensa a tener esta clase de poderes, sobre todo las adolescentes al momento de precipitárseles la primera menstruación. ¡Clic! Acaban de unirse dos ideas sin relación previa: la telequinesis y la crueldad juvenil. Este es el origen de su primera novela, Carrie (1974).
Resuelto el asunto, King necesita dotar al personaje de características y propiedades verosímiles. Aquí se presenta el siguiente escaño: el proceso de creación sistemático. Se dedica entonces a escarbar en la memoria hasta llegar a su etapa de estudiante de high school: recuerda dos chicas solitarias e impopulares de la clase. De ellas toma los aspectos físicos y psicológicos para definir a Carrie White (personaje principal de la novela). Esas mujeres sufrieron mucho en los años de instituto: una de ellas era poco agraciada, lo que la hacía retraída y distante; además de tener como madre a una fanática religiosa que ejercía un malsano control sobre ella. La otra era una chica que no contaba con un amplio guardarropa, lo cual la convertía en objeto de burlas por andar siempre con las mismas blusa y falda. Las tragedias personales de este par de infortunadas sirvieron a King de modelos para construir su marginado y vengativo personaje. Como dato curioso y triste, para cuando Stephen King comenzó a escribir Carrie ambas personas habían fallecido: la primera, que además era epiléptica, sufrió un ataque estando sola: nadie pudo evitar su caída y que la cabeza quedara en mala posición. La otra, aunque logró casarse y formar familia, se pegó un tiro en el sótano de su hogar al poco tiempo de dar a luz su segundo hijo. Al parecer se trató de suicidio como respuesta a una depresión posparto.
La segunda anécdota tiene como protagonista a Giuseppe Tornatore, el guionista y director siciliano autor de esa obra maestra titulada Cinema Paradiso (1988). Para Tornatore la materialización de una historia depende mucho de su existencia previa como relato oral. Si este interesa a los escuchas es probable que pueda pasar al siguiente nivel: la escritura. Durante la década de los ochenta el director tenía en sus anotaciones el esbozo de un personaje inspirado en la realidad: la figura de una mujer introvertida que, debido a problemas psicológicos, vivía encerrada en su casa temerosa del mundo exterior. Tornatore fue desarrollando este personaje en el transcurso de varios años, pero no encontraba alguna historia dónde incorporarlo. De modo que el personaje –fiel a su naturaleza– terminó aislado en un cajón de su despacho.
Pasan más años. En una habitual exploración de sus notas y archivos Tornatore da con el bosquejo de otro de sus proyectos: esta vez acerca de un personaje masculino, un reputado hombre del mundo del arte y de las subastas de antigüedades. Un individuo solitario que ha descuidado sus relaciones debido a su apasionada entrega a ese universo primoroso, y quien además resulta obsesivo con el uso de guantes. El inconveniente es que aquí tampoco tiene ningún argumento en el cual involucrar al retraído y obsesivo personaje.
¿Retraído, obsesivo? Cuando esto hace eco en su memoria recuerda los apuntes sobre la introvertida mujer temerosa del mundo exterior. ¡Clic! El azar. La chica agorafóbica y el subastador. Estos complejos personajes, creados e idealizados en distintos momentos, podrían ser parte de algo interesante: ¿qué tal si la chica que se mantiene en las sombras desea vender ciertas antigüedades que ha obtenido por herencia y contacta a este peculiar hombre? De aquí nace La mejor oferta, hecha película en 2013 y luego, en 2014, convertida en registro literario en la novela breve del mismo nombre. Se trata de la historia de un hombre que vive de la cotización y subasta de pinturas y piezas de arte, quien es contactado por una mujer para que valore algunas obras con el fin de venderlas. Parece un trabajo más; sin embargo, esa mujer le cambiará la vida.
Al inicio da la impresión de una simple anécdota en torno de dos personas que lidian con diferentes trastornos que los confinan al aislamiento. No obstante, a medida que la historia avanza el argumento nos introduce en una tormentosa ruta en la que el amor, el gran protagonista, pierde. Un curioso thriller de suspenso –inquietante– que logra un atinado efecto sin recurrir al descubrimiento de algún cadáver. Hasta aquí se resuelve el escenario en el cual el autor desarrolla la vida de ambos personajes. En el siguiente paso, Tornatore construye el andamiaje necesario para impulsar los acontecimientos con base en referencias históricas puntuales que dan movimiento y profundidad a sus personajes. Entre los recursos de carácter histórico destaca la aparición de una pieza que podría formar parte de una de las creaciones de Jacques de Vaucanson, ingeniero e inventor francés considerado el creador del primer robot (autómata) y del primer telar automatizado.
Conviene advertir que la historia de Tornatore encierra la posibilidad de que se esté ejecutando un engaño. De manera peculiar la trama sobre los autómatas se halla ligada a la ejecución de grandes imposturas. Al leer el título del cineasta recordé el siguiente hecho: en el siglo XVIII (período en el que vivió Vaucanson) Wolfgang von Kempelen –inventor y reconocido ajedrecista húngaro– creó El Turco, un autómata que jugaba ajedrez. Aquel artilugio dio vueltas por el imperio austrohúngaro llenando de fama a von Kempelen al punto de llevarlo a ocupar el puesto de consejero en la corte de Viena. Con todo, varias décadas después de su fallecimiento se descubrió que el autómata era en realidad manejado desde su interior: al menos quince ajedrecistas se prestaron al engaño (la anécdota es recreada en la novela histórica La máquina de ajedrez, del alemán Robert Löhr, publicada en 2005).
En la novela Tornatore hace mención a que Virgil Oldman (el protagonista) se habría hecho famoso al descubrir una rara pintura de Masaccio debajo de un mediocre lienzo llamado «Ruinas en el bosque», atribuido a un modesto pintor anónimo. Lo cual resulta interesante pues lo de Masaccio no es un capricho: el Tríptico de San Juvenal, una de las obras emblemáticas del artista italiano, permaneció desconocida hasta 1961, cuando fue redescubierta. A Masaccio también se le atribuye haber sido el primero en aplicar a la pintura las leyes de la perspectiva científica. Otro dato curioso: Masaccio inventó la perspectiva atmosférica, es decir, la idea de que en la representación del espacio hay que manifestar el aire, la atmósfera entre los objetos. Asimismo, tenemos a Clarice, el otro personaje de interés en la trama, que lidia con la agorafobia. Luego de dos esbozos de personajes inicialmente inconexos que el azar con sus caprichos junta, Tornatore se vale de un trabajo investigativo para darle sustancia y consistencia a un sólido proyecto.
Así pues, la escritura es un asunto de azar. Al menos en estos dos casos.
Jonathan Bustamante
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