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La primera vez que supe del dibujo del Monte de la Perfección, de San Juan de la Cruz, fue en la destartalada salita de un piadoso anexo en San Luis, de El Cafetal, donde vivió durante un buen tiempo el poeta.
Era miércoles y llovía con fuerza.
Dentro de tres bolsas de papel, una docena y media de panes dulces, aún unidos entre sí, cristalizaban el azúcar de esa crocante capita de brillo. Una garrafa de plástico se abombaba por el vapor de café negro suficiente para unas seis o siete tazas generosas. Apenas entré, él tomó el recipiente caliente y lo abrió para olerlo, mientras el humito que se condensaba le empañaba los destartalados anteojos.
Ya era el séptimo u octavo de nuestros encuentros, así que la coqueta exploración de las primeras clases se había extinguido. Armando ya me conocía y no invertiría en mí toda la energía que suele demandar el coqueteo. Aun así, cuando entendimos que no llegaría ninguno de los otros alumnos, me miró a los ojos con su palabra lenta y me preguntó, dejando un pícaro vacío en la entonación: “¿Qué te provoca?”
Hoy, en medio de todo lo ceremonial que pueden tener los velorios de un santo, me refugio en el recuerdo de aquella respuesta que me regaló, por primera vez, la risotada plena de Armando después de un chiste tonto, casi infantil, cuando lo miré a los ojos, expiré y, con un paródico dejo de profundidad, le dije: “Yo con dos o tres de los pancitos me doy por servido”.
Desde aquel aguacero, en medio de tanta gente que iba y venía buscando el regazo del místico, mi ofrenda a su tiempo fue la risa y nuestro pecado común la gula. Me dejaba fracturar pequeñas partecitas de aquellos ritos de solemnidad que tanto le demandaban los fanáticos de su palabra mística, quienes a punta de expectativas solían perderse su maravilloso sentido del humor, por el afán de provocar la manera de testimoniar que el santo los había tocado.
Y aquella merienda fue uno de los más memorables episodios de mi formación.
Fue hasta los gabinetes de la cocina riéndose. Desembaló la merienda y puso en un plato seis de los panes, reservando la bolsa de papel y transformando las otras dos partes del condumio en el desayuno del día siguiente, como si una consagración del cuerpo de Cristo comulgara con el azúcar para darnos fe de que el poeta iba a estar allí, mañana en la mañana, con el hambre y la vida como nuevas.
Porque estar cerca de Armando era, también, temer el sin-mañana de los místicos.
Apoyó la bolsa en la mesa de centro y, en la cara menos sucia, trazó dos líneas en ascenso que recordaban a la típica ilustración del útero de los libros del liceo. Del lado derecho, de abajo hacia arriba, escribió: Descanso, Ciencia, Honra, Libertad, Gusto, poniendo entre paréntesis “bienes de la tierra”. Y del lado izquierdo: Saber, Consuelo, Gozo, Seguridad, Gloria, acotando “bienes del cielo”. En el medio de aquellas listas escribió nada nada nada nada nada, y todo en un metódico silencio.
Sólo interrumpió el rumor de la segunda lluvia que era el techo lleno de goteras para decir, al tiempo que escribía en medio de una bolsa que por el milagro de su mano había devenido en pizarrón y epifanía, cinco palabras: “Y en el Monte nada”.
En los minutos que siguieron, Armando Rojas Guardia había replicado el Monte de la Perfección de San Juan de la Cruz en una bolsa de pan, explicándole a un alumno inédito el ejercicio de la negación del deseo y la poética de un amor que prefería no sentir demasiado, sino fascinarse con el despojo.
Habían sido tres caminos y un pan por cada uno de ellos. Yo apenas comí dos de los míos: el tercero terminó envuelto entre el “Modo para venir al Todo” y el “Modo para no impedir al Todo”, en un ejercicio de ocultamiento casi tierno de un compañero (nunca mejor dicho) de meriendas que había dado por sentada mi porción.
También fue aquella vez la primera que lo dejé solo.
Ahí quedaba, tras cobrar la clase en efectivo y aceptar un poco más que de alguna manera invisible él mismo había pedido, transformado en el habitante silente de una dejadez de hombre-que-piensa, porque ya había aprendido a vivirse adentro.
Nada. Nada. Nada. Nada. Nada.
La senda estrecha de la perfección advertida por San Juan de la Cruz forjada al final del punzante cilicio de la locura, de la fe, de una soledad pesada, poética e infinita.
No era lo que la buena nueva había prometido.
Su infancia fue la del hijo de un poeta en tiempos de escritores ejerciendo la diplomacia: Praga, Puerto Príncipe, Managua. Ya con edad suficiente para más de un sacramento, Bogotá, Friburgo y Solentiname, las místicas y guerrilleras islas que lo juntaron con Ernesto Cardenal hasta que la tierra firme los separara. Aun así, fueron Mérida y Caracas las locaciones privilegiadas de su obra y de su locura.
Más allá de su papel en el Grupo Tráfico, feroces poetas ochenteros decididos a reconciliar la poesía vernácula con las nuevas maneras de hacer ruido que trajo el final del siglo veinte, al nombre de Armando Rojas Guardia lo precedía su leyenda: el heterodoxo mito del místico homosexual y paciente psiquiátrico que tantos intentaron convertir en personaje, pero que él supo descomponer en la afilada maniobra del marginado que cree y crea.
Asumido el sambenito de místico, distrajo a todo aquel lector que pretendiera que su diálogo con el Altísimo se diera en los versos, prefiriendo la interpelación del Todo en ensayos con la perfección de El Dios de la intemperie (1985), para luego complementarlo en El principio de incertidumbre. Qohelet y la moral provisional (1994), como quien se atreve a alterar aún más la manera de clamar en un nuevo testamento con el autor como chivo expiatorio y, a la vez, delirante encargado de componer y descomponer El calidoscopio de Hermes (1989).
Asumida la tachadura de homosexual, determinó con la poesía el sacramento de la confesión. Con Del mismo amor ardiendo (1979), Yo que supe de la vieja herida (1985) (más los Poemas de Quebrada de la Virgen de ese mismo año), Hacia la noche viva (1989) y La nada vigilante (1994) recolocó los márgenes del agenciamiento político de un cuerpo nuevo, poniendo en tensión todas las nociones de ‘belleza’ y sin echar mano del escándalo, tan manido y tan resucitante.
Asumido el extravío de la locura, escoge la marginalia como único Estado y estadio posible, desde la mirada de El esplendor y la espera (2000) o esas claras coordenadas, ancladas a lo que la cordura etiqueta como lo-actual, que hay en “La desnudez del loco”, Patria y otros poemas (2008) y Mapa del desalojo (2014).
Acá en Prodavinci el regalo de sus diarios, ya nunca más dispersos, se cruzaban con el Diario merideño (1991) que recolocó al diarismo en nuestra esfera editorial, al mismo tiempo que apuntaba hacia La otra locura (2017), último cuerpo de ensayos ordenado y remachado en su inquebrantable estilo.
En la torpeza propia de pretender darle algo de orden a esta tristeza, repasando las instancias compartidas y conmovido por el duelo de un maestro perdido a lo lejos, se me cruza su voz la última vez que lo vi, en la plaza de la Biblioteca de Los Palos Grandes. Y de nuevo nuestra gula compartida durante la tarde: es San Armando Rojas Guardia, mártir, explicando las etimologías del apetito y descubriéndome que la palabra merienda viene del latín ‘merere’, que no traduce otra cosa que nuestro verbo “merecer”. Todo y siempre, después de invitarle un café y algo dulce, para que las migas se siguieran juntando en esta memoria llena de goteras del día que, tras explicarme en qué consistía el ascenso para San Juan de la Cruz, tuve que dejarlo solo por primera vez, temiendo el sin-mañana de los místicos.
Hoy es el sin-mañana de San Armando Rojas Guardia, mártir, místico dueño de su cuerpo y de su locura, patrono del extravío y del tráfico, de las meriendas compartidas y del maldito calvario lleno de poetas que envejecen solos, porque todavía no sabemos cómo carajo se le puede agradecer a alguien habernos puesto a Dios en los ojos.
Nada. Nada. Nada. Nada. Nada.
Y en el Monte nada.
Willy McKey
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