Perspectivas

El análisis de la cursilería en la formación Risqueziana

11/09/2019

El Dr. Fernando Rísquez (1925-2019) falleció el pasado domingo 8 de septiembre. Fue un psiquiatra y profesor universitario reconocido tanto en la Universidad Central de Venezuela como en la Universidad Católica Andrés Bello. Dirigió el Servicio de Psiquiatría del Hospital Militar y luego el del Hospital Clínico Universitario. Maestro de varias generaciones de psicoterapeutas en el país. Autor de varios libros que incluyen: “Conceptos de Psicodinamia” (1975), “Aproximación a la Feminidad” (1985) y “De la Piel para Adentro” (2007).

Fernando Rísquez tuvo la personalidad más avasallante que haya conocido. Su presencia era una ráfaga de energía que comandaba atención. Acompañarlo en una revista médica entrevistando a los pacientes de la sala psiquiátrica o en una de sus clases era estar en puntas de pie, atento a lo que en cualquier instante pudiese ocurrir. Su sonrisa rápida acompañaba una velocidad de pensamiento con que podía dejarte fuera de base con alguna de sus salidas. Me fui a explorar el mundo del sufrimiento psíquico tres años en el Hospital Universitario y salí transformado gracias a él. Nadie nunca me exigió tanto en lo personal. Fue sin duda mi mentor en la psicología. Extraño estar de nuevo en un salón escuchándolo. Nos quedan las reuniones entre aquéllos que compartimos con él y las anécdotas que guardamos de sus enseñanzas. Nos queda el amor por la vida y el respeto por la locura y, quizás, algo de nuestra libertad personal que él ayudó a inspirar.

El siguiente escrito apareció en el libro recién editado por el Dr. Gonzalo Himiob en honor a su obra, titulado “Polifonía”: testimonios de familiares, amigos, pacientes y alumnos del Dr. Fernando Rísquez.

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La anécdota que mejor representa para mí el legado del Dr. Fernando Rísquez no sé si realmente sucedió. O si sucedió como me la contaron, o como recuerdo que me la contaron después de todos estos años. Al fin y al cabo Rísquez nos animó a atender a las verdades de la fantasía y el inconsciente, siempre precisa, pero no por eso fiel a los acontecimientos externos.

El hecho es que todas las sociedades psicoanalíticas vigentes en Venezuela para ese momento, decidieron reunirse para celebrar los setenta años del maestro Fernando Rísquez en unas jornadas que llevaron su nombre. Fue un evento relevante porque marcaba la primera vez que las distintas escuelas psicoanalíticas de Venezuela unían esfuerzos en un evento. El maestro de muchos de los analistas de corriente junguiana, freudiana, lacaniana y sus múltiples variantes los convocaba a todos. Rísquez había influido en el recorrido vocacional de muchos de ellos más allá de las diferencias que luego cultivaron. Gran parte de los psicoanalistas del país, otro tanto de los psicodramatistas, además de unos cuantos terapeutas humanistas, habían sido formados en psicoterapia en alguna parte de sus carreras estudiando con él en las aulas de la Escuela de Psicología de la Universidad Católica Andrés Bello, o las de medicina de la Universidad Central de Venezuela, o en el servicio de psiquiatría del Hospital Miiltar y el Universitario de Caracas.

La jornada duró varios días y Rísquez ocupó un puesto al final del auditorio, escuchando atentamente a cada una de las presentaciones. La conferencia de cierre sería la suya, como acto final. Todos aguardaban esas palabras con expectativa. Rísquez fue sobre todo, un gran orador. La palabra hablada y su puesta en escena, eran su elemento. Las conferencias de Rísquez eran esperadas con expectativa.

Llegado el momento, Rísquez bajó parsimoniosamente los escalones, atravesando todo el auditorio mientras la audiencia hacía un silencio reverencial esperando las palabras del maestro quien había recibido muestras de afecto y reconocimiento durante los dos días. Ubicado finalmente frente al podio, luego de echar una mirada detenida a la audiencia y soltar una ligera sonrisa de picardía que casi siempre antecedía a sus palabras, sentenció: “¡ustedes me dan una profunda lástima!”. Luego hizo silencio, algunos se movieron en sus asientos incómodos. Rísquez fue también un gran provocador. Su mayéutica pasaba por meterle el dedo en el ojo a la audiencia. Muchas veces no captaba la atención a través de seducciones sutiles, sino a través del enfrentamiento. Retaba a los presentes a una interacción que podía no gustar, pero a la que no podías ser indiferente.

Después de horas enteras de loas al Dr. Rísquez, él decidió responder criticando a los presentes: “¡ustedes me dan lástima!. Y me dan lástima porque estos días lo único que he escuchado es algunos diciendo que si son freudianos, otros junguianos, y otros kleinianos, o lacanianos, y otros, son tan cursis que dicen que son risquezianos”. Luego soltó una larga carcajada. Tomó un poco de aire y concluyó: “¡No aprendieron nada…lo único que les intenté enseñar siempre, es que fueran ustedes mismos!”.

Cursi era una de las palabras preferidas de Rísquez. Una palabra que lo delataba como caraqueño, pero que tiene significados profundos. Para Rísquez lo cursi es lo inauténtico, lo postizo, lo sobreactuado. Un pecado caraqueño y psicológico. La teorización rebuscada es tan cursi como la telenovela melodramática. Ambas huyen del sufrimiento real, lo adornan, lo aderezan. La búsqueda personal debía procurar desmontar las cursilerías de la psique.

Él condujo las discusiones que se venían haciendo sobre teoría psicoanalítica al terreno de la reflexión personal de la relación que tienen los terapeutas con la práctica. Fue un apasionado defensor de la individualidad. De la relevancia de la psicología para emprender el camino de adentrarse en las profundidades de lo íntimo. En ese sentido tomó la idea freudiana que invitaba a intentar hacer consciencia de lo inconsciente y buscó instalarse allí. Paseándose con asombro reverencial por el mundo de la fantasía, la angustia y el deseo. De allí, buena parte de su rebeldía y su irreverencia. “Solo haciendo lo que te da la gana, te puedes respetar a ti mismo”, nos decía. Su ideal de la salud lo resumía sentenciando: “es la posibilidad de expresar de manera más completa tu individualidad, con el grado menor de fricción con el afuera”. La meta risqueziana era la libertad individual, no solo de las amarras sociales, sino de las represión internalizada. La patología, en cambio, es esconderse, huirle a nuestras propias fantasías. Los posicionamientos teóricos pueden ser cursis, por postizos, por sustituir al involucramiento personal.

La locura por ende ocupa un lugar fundamental en el pensamiento y la experiencia risqueziana. En vez de despacharla como un síntoma arbitrario o trivial, lo escuchaba atentamente. Detrás de las deformaciones del sufrimiento de la enfermedad mental, estaban las fantasías de los pacientes que no lograban tolerar de ellos mismos, que no lograban compartir de manera cabal con el otro.

La locura personal es entonces un lugar para conocerse, un recinto a visitar, con acompañamiento, con los cuidados debidos, pero sin velos, de manera frontal.

Cuando en tercer año del posgrado del Hospital Universitario de Caracas nos tocó recibir clases de psicoterapia con Rísquez, pasé por el ritual de tener que responderle tres veces que sí me comprometía a tomar clases de psicoterapia con él. No es que tuviese alguna duda, me había inscrito en el posgrado queriendo extender las clases que había recibido en cuarto año de la carrera de psicología. A esas alturas Rísquez le daba clases a quien le daba la gana, cuando le daba la gana. Básicamente había hecho en su vida lo que le daba la gana, o por lo menos eso nos hacía creer. A sus setenta años, en sus predios, como lo era el Hospital Universitario de Caracas, hacía y deshacía a su parecer y por alguna razón le tomó simpatía a nuestra promoción. “Los Periódicos”, nos llamaban -cobija de pobre-. Por eso se aparecía en cualquier momento de la semana, desde nuestro primer año en el posgrado a dirigir la reunión clínica con los pacientes hospitalizados o para darnos una clase. Todas las demás actividades se suspendían.

No es que esos encuentros hayan sido fáciles. Como mencioné, su estilo de persuasión pasaba por la confrontación. Yo era uno de sus blancos preferidos. Profundamente neurótico, recién salido de la universidad, con ínfulas de comerme el mundo detrás de enormes angustias, Rísquez me retaba de distintas maneras. En la reunión inicial del posgrado levanté la mano para preguntar si nos podían entregar el programa de las materias de primer año. Rísquez y varios de los profesores se carcajearon exclamando “¡un obsesivo! nos llegó un obsesivo.”

Fue una respuesta inesperada. Pensaba que, al inscribirme en un curso, era razonable repasar las materias venideras. Rápidamente me hicieron ver que esto no era la entrada habitual a un posgrado. Era la caída por la madriguera del conejo. Los aprendizajes importantes no estarían reflejados en un pénsum, ni sería fácilmente objetivables. Es difícil imaginar un posgrado así. Una invitación a una intensa revisión personal de nuestras propias angustias y deseos. Un empujón amistoso por las escaleras de la consciencia, de forma que pudiésemos escuchar las penumbras de otros. En ocasiones las clases serían los pacientes, en otros los espejos y los divanes; sobre todo lo serían nuestras entrañas cuando por fin las entendiéramos y las compartiéramos con el afuera.

El primer día de posgrado me tocó quedarme de guardia. Hice rondas junto a una psiquiatra, residente de tercer año. Ya en la noche nos tocó ir a emergencia a entrevistar un hombre con una sola pierna. Sufría una diabetes mal cuidada y algún tipo de condición paranoide. Se explayó a contarnos cómo quería matar al Papa antes de morir. -No es que ese viejo me haya hecho nada a mí- aclaró antes de soltar una carcajada, -es solo que quiero morir famoso-.

Al salir aquel primer día de clases, la cabeza me daba vueltas. Me había inscrito en el Tour de Francia de la psique, la escalada al Everest del inconsciente. Durante el primer año Rísquez se dirigió a mí preguntando antes: “¿Cómo es que te llamas tú?”. No es que era difícil aprenderse mi nombre, éramos solo doce compañeros, él tenía una memoria prodigiosa y nos reuníamos con él semanalmente. Suponía que quería incomodar mi narcisismo adolescente con que me protegía ante él. Mientras más me confrontaba más rígido me volvía. Yo me preguntaba si iba a poder culminar tres años metidos en un psiquiátrico. Esto no era un posgrado, era un campamento de entrenamiento, una prueba de supervivencia. La principal tarea no era pasar algún examen, tampoco lo era salir ileso, sino más bien enterarnos de nuestras heridas.

La terapia se convirtió en mi trinchera. Claudia Cos, psicóloga también graduada del Clínico me cuidó y sirvió de Virgilio. Los compañeros de promoción se convirtieron en mis hermanos y hermanas. Compartimos nuestras vidas intensamente esos tres años. Nos reíamos del desorden que a menudo era el posgrado -hubo una materia de la que nunca nos enteramos cuál era su nombre ni de qué se trataba. El profesor llegaba casi siempre tarde y con gran simpatía hablaba de cualquier tema, concluyendo siempre que “la esquizofrenia es insondable”. Al mismo tiempo las mejores fiestas de mi vida, sucedieron con esos compañeros. El posgrado era deliberadamente dionisíaco.

En segundo año junto al entrañable Luis Sanz exploramos nuestras historias familiares en detalle. Descubrimos la suma de locuras que nos habían impulsado a dedicarnos a la clínica. Escuchamos con atención la complejidad de cada uno de nosotros. Intentamos seguir adelante juntos.

En tercer año, en la materia ya mencionada, Rísquez decidió compartir su propia vida. Pero no la del pasado, sino la actual. Lo que para él significaba irse convirtiendo en anciano. Para entonces seguía teniendo más energía que cualquiera de nosotros, pero compartió el drama que representaba envejecer. “La vida es como una escalera mecánica”, nos dijo un día. “Uno se monta y va haciendo cosas y un día volteas y han pasado muchos años”.

Un día nos alcanzó en el cafetín. Estábamos escapados, descansando un rato. Se sentó y comenzó a compartir anécdotas de su juventud viviendo en Europa, su amistad con Jesús Soto y Alejandro Otero, con momentos de locura incluidos, como una fiesta en que terminó arrancando una lanza de una pared. De pronto se paró, nos dio una palmada en la espalda y nos dijo: “ustedes van a estar bien”.

Siempre hablaba de un sueño iniciático que tuvo comenzando sus estudios de psiquiatría en la Universidad de McGill en Montreal. Paseaba por uno de los grandes patios que tenía el psiquiátrico. Al comienzo estaba junto a algunos profesores que señalaban a unos pacientes a distancia, con solemnidad, detrás de unas rejas. “Allí está la locura”, parecían decir. Seguían paseando por el patio, como dando una gran vuelta, hasta que al final, sin darse cuenta, estaban detrás de la reja en el mismo lugar en que antes habían estado los pacientes, señalando para el otro lado. Poder verse al espejo y darse cuenta que la locura también es parte de uno es la única manera de hacer psicoterapia con respeto al otro. “Nada de lo humano me es ajeno”, concluía, citando a San Agustín.

Dicho de otro modo: tuve el privilegio de cursar un posgrado centrado en la psicoterapia, pensada desde una perspectiva dinámica, con énfasis en la revisión personal de las habilidades y limitaciones del terapeuta. Como en Hamlet, en mi formación había locura, pero había método en ella. El estilo de Rísquez fue consistente con su perspectiva. En primer lugar dinámica, con énfasis en Freud y Jung; y, en segundo lugar, con influencia del psicodrama de Levy Moreno y el análisis directo de Rosen. La combinación resultante es un trabajo terapéutico que busca explorar el inconsciente, a través de técnicas expresivas y simbólicas, que concibe a la locura como accesible a la interpretación a través del vínculo.

Una de las características pedagógicas de Rísquez que siempre me impresionó es que hablaba siempre en clave dinámica, él pensaba el mundo desde el psicoanálisis. Sin embargo, escasamente acudía al lenguaje técnico. No recargaba las ideas con un desfile conceptual abstracto, como es frecuente en los círculos analíticos. Su visión la aterrizaba en imágenes concretas con que intentaban resumir ideas abstractas.

“Que el alma brille y el cuerpo no suene”, resumía para representar a la salud; “lo único de lo que me interesa hablar es de aquello que hace sufrir”, decía para explicar su foco terapéutico. “La familia es un grupo de gente desagradable, que se quiere mal y tiene que vivir bajo el mismo techo”, nos repetía para desacralizar las idealizaciones del grupo familiar y las complejidades de la convivencia humana.

Hay algunas características de la formación de médicos y psicólogos, especialmente en los posgrados que fundó, que logré apreciar solo con el tiempo. Su respeto por lo humano y por la terapia se concretó en posgrados donde los médicos y psicólogos convivimos estrechamente, conformando una visión compartida. La medicación fue vista solo como un complemento de la relación de ayuda.

Los servicios de psiquiatría estaban ubicados dentro del Hospital General. Nos insistió en que la lucha por mantener a psiquiatría dentro del hospital era parte de un plan deliberado que se resistía al apartamiento de la locura que la sociedad tanto se empeña en implantar. Si nos dejábamos, los médicos empujarían a psiquiatría lo más lejos posible, fuera de vista y fuera de consciencia. La presencia cercana del servicio de psiquiatría era un imperativo médico, político y ético.

En tercer año del posgrado tuve además la suerte de ser supervisado por Maruja Fernández, psicóloga de las primeras promociones del posgrado del Hospital Militar. Maruja, además de psicóloga clínico, había cursado estudios de doctorado en antropología en Francia con George Devereux, promotor del etnopsicoanálisis. Con ella pude hablar muchas veces de las primeras épocas de la clínica psicológica en el país. Ella fue nombrada directora del servicio en el Militar por Rísquez en las primeras de cambio. Una mujer psicóloga dirigiendo a un servicio de médicos hombres en una institución militar en Venezuela en la década de los sesenta, era sin duda un atrevimiento de los que solo era capaz Rísquez. Pero Maruja no solo era una mujer brillante, sino que permitía imponer la visión descrita de un servicio basado en la comprensión psicológica, donde la medicina era una herramienta para la terapia, no un poder coercitivo.

Por varias décadas se ha impuesto en la clínica psiquiátrica y psicológica la mirada medicalizada. El crecimiento de las neurociencias y el avance farmacológico desplazó a la psicoterapia en el mundo. Si bien la mirada psicoterapéutica nunca desapareció, solo recientemente se ha comenzado a entender las limitaciones de la hegemonía médica, su riesgo de deshumanizar al otro, de convertirlo en objeto. Los movimientos de pacientes psiquiátricos a favor de sus derechos y programas de rehabilitación centrados en las necesidades de las personas y no en la clasificación de su síntomas han ido ganando espacio en países desarrollados como España e Inglaterra. Cuando escucho los promotores de estas miradas, pienso en la formación recibida en el clínico y la clara visión que existía, la cantidad de terapeutas formados en sus aulas que conozco y con quien comparto una manera de entender los malestares emocionales y su atención cónsona con esas críticas contemporáneas.

La mirada médica también puede servir de escudo, de velo, de mecanismo para mantener el sufrimiento a distancia. Que la ciencia pueda acompañar y no alejar, pasa por conocer rigurosamente el funcionamiento humano, pero este conocimiento debe cobrar cuerpo en un practicante capaz de entenderse y tolerarse a sí mismo, en sus limitaciones y su vulnerabilidad. El curador herido era la materia que no aparecía de manera explícita en el programa de estudios.

Muchos años después, más de quince, heredé la cátedra que el Profesor Rísquez dictó en la Universidad Católica Andrés Bello durante más de cuarenta años, Crítica a los Sistemas Psicológicos. La materia se había diseñado a su parecer. Una visión retrospectiva y crítica a los grandes marcos conceptuales de la psicología, con miras a generar una reflexión integradora. “Reflexión etimológicamente significa flejarse sobre uno mismo”, decía el maestro mientras se inclinaba dramáticamente hacia delante, “la verdadera reflexión debe llevar a volverse a ver a uno mismo”. En la materia pedía un informe personal inicial, con un cuestionario que luego él archivaba en una gran carpeta de tapa dura. En una visita que hice a su consultorio me llevó al estante donde guardaba décadas de promociones archivadas en decenas de carpetas. “¿Sabes qué es esto Manuel?”, me preguntó apuntando a los estantes con los registros de sus estudiantes, donde seguramente habían detalles de la vida íntima de los psicólogos que pasaron por sus clases. “Respeto”, contestó antes de darme chance de responder.

Con Rísquez aprendí a perderle el miedo al sufrimiento humano, a verlo de frente, a poder verme de frente a mí mismo, a sentir reverencia por las innumerables formas que cobra el alma y la vida humana y a escucharla con atención. A vivir la vida un poco más acorde a mi propio sentir, a tomar de los maestros con libertad pero sin dogma. Rísquez me animó a ser un libre pensador. Es decir, a respetarme a mi mismo. Pudiendo así, ojalá, devolverle algo de eso al otro.


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