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Para María Jesús García López “Josune”.
¿Es posible hoy seducir, retar intelectualmente y casi hacer bailar con un ensayo literario?
Me está ocurriendo con el libro Teoría del aforismo, De Confucio a twitter (2021), de Andrew Hui.
Como la edición con que cuento es extrañamente parca sobre el autor, destaco, dispersas en los apartados finales de su libro, las señales autobiográficas que Andrew Hui desliza allí. “Soy un asiático-americano que da clases de Literatura Europea Moderna en Asia”. Así podemos saber que su primer contacto con los proverbios chinos fue muy temprano. Los leyó “cuando era niño en el Hong Kong de los años ochenta. Mi programa de televisión favorito eran unos dibujos animados semanales llamados Galería animada del Proverbio”.
“…quiero preguntar: ¿es el deseo de escribir aforismos un modo de doblegar el exceso de producción de palabras, o, por el contrario, lo exacerba?”.
“Un invierno, mi esposa y yo hicimos hicimos una pequeña parada en Kioto en nuestro viaje de regreso desde Singapur a Estados Unidos para las vacaciones de Navidad. Visitamos multitud de templos, monasterios y santuarios. En alguna de las estancias de cada uno de los edificios se encuentra siempre una inscripción en la que se lee un aforismo zen llamado zengo” (…) Hay zengo de ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres dos y un carácter”.
“Como investigador visitante en la Biblioteca Bodleiana de Oxford en el último periodo del año académico de 2015, tuve acceso al manuscrito y copia mecanografiada de los Aforismos de Zurau de Kafka, escritos en la casa de su hermana Otla entre septiembre de 1917 y abril de 1918”.
“Escribí este libro durante los días, unas veces tranquilos y otras frenéticos, que transcurrieron entre el embarazo de mi mujer y el primer cumpleaños de mi hija. (…) La reflexión que hay tras el libro, no obstante, seguramente comenzó cuando era estudiante de primer año en el campus de Santa Fe del St. John’s College…”. Y a continuación, en estas páginas de agradecimientos, Andrew Hui realiza un canto de gratitud a quienes le enseñaron, terminando cada párrafo con una salmodia cuyos acentos finales extraigo aquí: “De ellos aprendí como formular preguntas./ De ellos aprendí a ser un investigador universitario./ De ellos aprendí a enseñar./ De ellos aprendí a ser un buen conversador./ De quienes fueron a escucharme aprendí a hablar en público./ De ellos estoy aprendiendo a ser un compañero./ De ellos estoy aprendiendo a escribir./ De ellos estoy aprendiendo a ser autor./ De él estoy aprendiendo a ser amigo./ De ellas estoy aprendiendo a ser humano”.
Según acabo de decir, la edición con que cuento (Cátedra, 2021) es extrañamente parca sobre el autor (es profesor asociado en el Yale-NUS College de Singapur), por lo que también he consultado la Web para saber que Andrew Hui recibió su doctorado en literatura comparada de Princeton en 2009 y fue becario postdoctoral en Stanford antes de unirse a la institución de artes liberales de Singapur en 2012. Es autor de Poética de las ruinas en la literatura renacentista (2016) así como de artículos en I Tatti Studies, Harvard Journal of Asiatic Studies, Renaissance Drama y Classical Receptions Journal. Ha sido becado por el Centro de Humanidades Whitney, el Instituto Warburg y la Biblioteca Bodleian. El autor puede ser una extraña y elocuente bisagra actual entre el Oriente y la cultura occidental.
Este no es exactamente un libro de teoría, pero lo es. Y con dos de sus citas iniciales podemos encuadrar el conjunto: según Friedrich Schlegel “Un fragmento debería estar tan totalmente aislado del mundo circundante como una pequeña obra de arte y ser tan completo en sí mismo como un erizo”; en un famoso fragmento de Arquíloco se dice: “Mientras que el zorro sabe muchas cosas, el erizo sabe una muy importante”. Saber inmensamente, saber de límites; extensión y síntesis. Fragmento y erizo: aforismo.
En 1945 un campesino egipcio encontró enterrado en una jarra, en el desierto, cerca de Luxor, hacia el Nilo, el Evangelio de Tomás. Redactado en copto quizá en el siglo IV, pero con un original más antiguo (se habla de 30 años d.C), escrito por Tomás Dídimo (dos veces gemelo), nos indica Andrew Hui que contiene “recitaciones comunitarias que siempre fueron mutables”. Esas frases consistían en unidades básicas: aforismos. Estos códices nunca fueron integrados a los otros evangelios y hasta han sido considerados como un quinto evangelio: una invención de la herejía o como un texto gnóstico.
Nada extraño, si recordamos que el santuario de Delfos indica: “Conócete a ti mismo”, precepto griego, profano. Y Tomás: “Si no os conoceis a vosotros mismos, entonces habitais en la pobreza y sois la pobreza”.
Me detengo por un momento en este capítulo del libro, porque si bien en los otros evangelios también circulan aforismos, la libertad mental que revela el de Tomás le concede un humanismo ajeno a religiones y lo conecta con la milenaria tradición del aforismo, ya presente y practicado por Confucio o Heráclito; y con el futuro.
Quien quiera que haya sido ese (esos) Tomás, no deja de asombrar que ni aún la proximidad con Jesús le impidiera mantener la mente abierta, repetir sus frases, practicar el culto que proponía y estableció, pero saberse terreno, inquieto por lo otro, curioso y adicto a otras verdades: expresarse con un pensamiento propio, también aforístico.
Andrew Hui se propone mostrar que “los aforismos se dan antes, en contra y después de la filosofía”. Rechazan y huyen de los Sistemas, aunque muchos de estos los hayan utilizado. Han estado, solitarios o como archipiélagos, en las más remotas civilizaciones; sumerios y egipcios los atraerán hacia las antologías, desde donde saltan, regresando al lenguaje común o sosteniéndose como verdaderos erizos.
En otro lugar he anotado que el aforismo es geográfico, aunque esto parezca imposible; con ello no quiero significar que esté teñido de localismos -al fin y al cabo hurga o expresa esa rareza universal: lo humano (o la inteligencia o la burla) que es único y traslaticio, pero se impregna de situaciones o impulsos que brotan por razones, momentos u ocurrencias geográficas.
Por algo arriesga Hui: “son hermenéuticamente inagotables”. Y de allí su cautelosa definición del mismo: “defino el aforismo simplemente como un dicho breve que requiere interpretación”. En lo cual tiene razón a medias: su efecto es tan contundente, y poderoso en ocasiones, que penetra más allá la conciencia y convence o golpea sin que el receptor sepa que está reaccionando. En otros casos, desde luego, el análisis posterior es siempre imprescindible e inagotable.
Destaca el autor que tanto en China como en Europa, el aforismo circuló oralmente antes de ser escrito; y “basculó entre el fragmento y el sistema”. Propone comprender las épocas de la filosofía de acuerdo con su relación con el aforismo. Y ya que ha hablado del evangelio de Tomás, -manuscritos de Nag Hanmadi-, considera a la recopilación Q, como unidad básica (aforismos, frases de Jesús), para lo que redactarían Mateo y Lucas. Adagios, frases, máximas sostendrían momentos claves de Shakespeare, Gracián, Calderón. “Denomino efecto Polonio a pronunciar sabias palabras sin saber lo que en realidad significan, y efecto Sancho Panza a pronunciar sabias palabras en el lugar y momento equivocados”, afirma Hui. (Interesante percepción, tampoco confiable).
Este libro adherente consta de seis capítulos y un epílogo, donde no pueden faltar Confucio, Heráclito, Erasmo, Pascal y Nietzsche. El epílogo, como es natural, acude a Twitter; (“No es difícil ver Twitter como el descendiente digital del aforismo analógico”); y quizá resulte ser el menos atractivo del conjunto si no fuera por las asociaciones que el autor establece con los zengo, los sutra, el Tripitaka (los tres cestos) y la caligrafía, la sola pincelada.
Voy a palpar brevemente la sección dedicada a Francis Bacon (1561-1626). Filósofo, obsesionado con el método científico, político. Legendario por muchos motivos, entre los cuales son populares su proximidad con frases de Shakespeare y con la muerte de Walter Raleigh.
Pero cuya obra aforística posee desafiante interés (“La Antigüedad, tal y como la llamamos, representa la juventud del mundo; puesto que nuestros tiempos son antiguos porque el mundo es antiguo; y no aquellos a los que vulgarmente consideramos antiguos al contar hacia atrás; de modo que los tiempos presentes son la verdadera Antigüedad”).
La erudita Frances Yates lo considera miembro de movimientos herméticos; una de cuyas expresiones pudiera ser su concepción utópica de La nueva Atlántida.
Iluminado por una frase del insólito Lucrecio, sobre observar en calma un naufragio, Hui aborda a Bacon para remarcar la desconfianza de éste hacia la tradición filosófica. Y no omite la transmisión de ese conocimiento, por ejemplo, por la vía Aristóteles-Sinesio-Erasmo. Para desembocar en la desconfianza de Bacon.
Aunque, vista hoy, la obra de este parezca más un debatir con los antiguos que el deseo de eliminarlos: con frecuencia la valoración de los clásicos respaldará a las inquietudes científicas, a toda interrogante sobre la naturaleza o el hombre. Como pudiera indicarlo el aforismo “La forma retórica con la punta más afilada se convierte en el mejor instrumento de intromisión para sacar fuera las entrañas de la naturaleza”, según Hui.
Bacon se obsesiona por crear un nuevo saber aplicando una “verdadera interpretación de la naturaleza”. Y para ello el aforismo será un óptimo instrumento “inductivo y empírico”, cuya aplicación funciona en áreas como la ética, la historia, la medicina, la biografía, el derecho, el gobierno, el mito, la religión.
Así, la frase breve, determinante vibra en su destino político y en su actitud científica. Es característica de sus Essayes (1597), del Novum Organun (1620), del póstumo Sylva silvarum de 1627: toda una “miscelánea científica” (Hui). Bacon busca que el ingenio recorra el mundo “de aquí para allá”, de manera abierta. Lucha contra el método tradicional de los grandes tratados o sistemas. Aunque parezca propiciar la improvisación, Bacon reduce y ajusta los procedimientos con inusitada disciplina oral. Desconfía del método en cuanto rigidez, solidificación.
Y nada mejor que atender directamente a Bacon cuando define en Advancement of learning, 1605:
“(…) la escritura mediante aforismos posee muchas y excelentes virtudes, a las que la escritura conforme a un método no se acerca”.
“En primer lugar, pone a prueba al escritor, y muestra si es superficial o sólido”.
“Y, finalmente, los aforismos, en tanto que representan un conocimiento incompleto, invitan al hombre a indagar más (…).”
Respecto del método clásico, Bacon considera, quizá con exageración, que la dialéctica aristotélica tiene algo de “degenerado y corrupto” por sus fórmulas lógicas; y prefiere a los presocráticos, y a Hipócrates, por su actitud ante “las cosas, la experiencia y los cuerpos”. Se afianza en la observación y el experimento. “El aforismo desestabiliza las epistemologías dominantes” añade Hui.
Puedo permanecer aquí durante horas con Andrew Hui y su Teoría del aforismo: De Confucio a Twitter; y aprendería, como propone un sabio aforista a que “Saltar, brincar, danzar: todas estas palabras abren la inteligencia”; pero acudo a Vera Keller y su “lista de deseos” en los comienzos de la Modernidad: lo que ciencia y filosofía traerían a nuestro momento. Entre cuyos deseos, aunque creo que Hui no lo menciona específicamente, vive el aforismo, desde los orígenes humanos hasta hoy, allá y acá.
José Balza
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