Cuento

El abrigo

05/02/2022

Ilustración de Sebastián Guzmán

La primera vez que vi al tío Mannix, acababa de llegar de Inglaterra donde tenía una larga temporada viviendo. Se había marchado en un principio de vacaciones, pero luego de un sinfín de peripecias, las vacaciones se le fueron alargando hasta convertirse en un quinquenio de estadía ininterrumpida en Londres.

El tío en realidad no se llamaba Mannix. En la familia le habían puesto ese nombre por el actor Mike Connors, quien interpretaba al detective Joe Mannix de la serie homónima de finales de los 60. Era igualito. Incluso tenía los mismos ademanes y hasta manejaba un convertible similar al del investigador privado californiano.

En fin, el tío Mannix era lo que, stricto sensu, podía calificarse como un “playboy”. La tarde que lo vi llegar de su largo asueto londinense, vestía un traje azul marino y una prenda que, hasta ese día, había visto sólo en películas: un curioso abrigo, muy peludo, color marrón, el cual traía puesto distraídamente como si su cuerpo aún no se hubiera adaptado a los rigores del trópico.

Las hazañas del tío Mannix, antes de marcharse, ya eran de por sí épicas. Era toda una leyenda en la calle de Los Chaguaramos donde se crió. Fue el primero de la cuadra en visitar un burdel por los lados de Catia y hacerle vivir a sus amigos, mediante su afilado ingenio y labia, las supuestas delicias eróticas experimentadas en el lupanar. También pondría de moda la práctica poco ética de “echar el carro” en las areperas de Sabana Grande junto a tres fieles escuderos que perpetuamente lo acompañaban en sus tremenduras. El tío Mannix siempre estuvo un paso adelante de sus congéneres y eso, como era lógico, le trajo mucha estima, pero también los inevitables celos de los envidiosos.

La primera Harley-Davidson que se vio y escuchó en Los Chaguaramos y Santa Mónica se la regalaron al tío cuando se graduó de bachiller y comenzó a estudiar ingeniería civil en la UCV. El tío Mannix iba y venía de la universidad con su estrepitosa chopper, en la que a veces traía de parrillera a una compañera de estudio, con la que, en palabras de la abuela, se encerraba en su cuarto a “repasar”.

De la universidad también trajo otra de las novedades que en la cuadra pronto haría furor: la marihuana. Por aquella época, la abuela y el abuelo pasaban más tiempo en la casa de Río Chico que en Los Chaguaramos, circunstancia que el tío Mannix aprovecharía en pleno para realizar las mejores fiestas que se recuerden en la zona. Así como conseguía el mejor monte disponible, igual sucedía con la música que compraba y pinchaba en el tocadisco Philco de la casa. Los acetatos se los compraba a un trinitario que viajaba quincenalmente a Nueva York y traía lo mejor que se grababa en el primer mundo. El tío Mannix, sin quererlo, impuso todo un soundtrack en la urbanización.

Todavía hay sobrevivientes de la época que hablan con genuina nostalgia de aquellas veladas organizadas por el tío Mannix, ahumadas de cannabis y sonorizadas con lo mejor de The Animals, Credence y los responsables de que el tío se largara a Inglaterra, The Beatles.

¿Recuerdan el abrigo que mencioné al principio? Bueno, no lo pierdan de vista. Esa prenda y los Beatles, son en realidad los verdaderos motivos de este relato.

El tío Mannix llegó a Londres a mediados del 68. Había dejado los estudios de Ingeniería por la mitad, acción que, junto a la melena y la barba que se dejó crecer, les había partido el corazón a los abuelos. No sé cómo logró convencer a la gente de Ladies W.C. para que los representara en la gira que realizarían ese año en Inglaterra. Lo cierto es que el tío, a punta de “labia”, persuadió a los integrantes de aquella banda de rock psicodélico criolla, y en julio de aquel año se embarcó como “mánager” del grupo sin siquiera saber hablar inglés.

El tío llegó en pleno Swinging London, como se le conoció a la escena de la moda y la cultura que floreció en Londres posterior al período de austeridad que siguió a la postguerra. Todo era optimismo y alegría. Todo podía suceder. Y aunque el tío Mannix estaba más movido por el movimiento hippie que por aquella cultura hedonista e individual, igual Londres le vino de maravillas.

Rápidamente hizo amistad con cierta comunidad latina compuesta fundamentalmente por músicos, artistas plásticos y escritores latinoamericanos que poco a poco lo fueron introduciendo en el savoir faire de la movida londinense. El inglés básico y elemental que llevó el tío a Inglaterra, pronto se transformó en una sofisticada y, por demás afectada, parla británica que a veces combinaba con jerga “cockney” y que hacía de las delicias de sus interlocutores ingleses en los pubs de la ciudad.

Para finales del 68, el tío Mannix había desempeñado varios empleos que lo ayudaron a mejorar su inglés y también su precaria economía. Fue portero de un pub en King’s Road, vendedor de discos en una discotienda en Carnaby Street y estibador en el puerto.

Pero el día de su suerte le llegaría una noche en la barra de un pub por Picadilly. Alguien a su lado lo escuchó hablar “venezolano” con otro compatriota que estaba de paso por Londres. Ese “alguien” había vivido unos años en Venezuela y se reía a gusto con las ocurrencias del tío, salpicadas de “coños” y “vales”. Al rato, el inglés se presentó al par de amigos y comenzaron una larga cháchara que se extendería hasta la madrugada. Al final de la velada, el inglés le extendió por cortesía una tarjeta de presentación al tío. “Apple Records”, rezaba la tarjeta junto a la famosa N° 3 de Savile Row, dirección en la que The Beatles acababan de fundar su estudio de grabación. En esa misma dirección, pero en la azotea de los estudios, los “Cuatro de Liverpool” darían, poco después, su último y más famoso concierto en vivo conocido como el “Rooftop Concert”.

No recuerdo cuál “viveza criolla” utilizó el tío Mannix para entrar, unos días después, al edificio y preguntar, tarjeta de presentación en mano, por aquel amigo accidental que le había caído del cielo. Por supuesto que el tío sabía que el edificio era la guarida oficial de la banda de sus amores y siempre aruñó la idea de colarse en su interior y cruzar algunas palabras con Harrison, su beatle predilecto.

Si algo tenía el tío es que no dejaba escapar ninguna oportunidad. “Si quieres comer, oculta tu hambre”, era el dicho y mantra que aplicaba con rigor. El tipo de la tarjeta resultó ser el ingeniero jefe de los estudios de grabación, un tal Glym; quien se encontraba metido en una gigantesca pecera llena de consolas y cables. “La próxima vez te traigo una arepa de carne mechada”, bromeó el tío cuando lo vio.

El tío escondió muy bien su apetito y le pidió un empleo al inglés. “Cualquier cosa para pagar la renta y la arepa”, dijo al tiempo que volteaba hacía los lados en busca de los redondos lentes de Lennon o la barba incierta del McCartney post hippie.

El caso fue que el ingeniero se apiadó del venezolano en apuros y lo empleó de “todero”. Aquel privilegiado pobre puesto era el sueño húmedo de cualquier fan del cuarteto. Pero el tío, gracias al roce diario con la leyenda, se lo tomó con soda y pronto se acostumbró a sus ídolos.

A principios del 68 y hasta enero del 69 se habían desarrollado los ensayos y grabaciones del accidentado álbum Let It Be. Eso tenía muy nervioso a George Martin, mánager del grupo, quien sabía o intuía que aquel podría ser el último huevo que pondría su gallina de oro.

Martín había barajado varios sitios para lanzar el nuevo álbum del grupo con un concierto en vivo. Cosas delirantes como presentarse en las pirámides de Egipto ante unos beduinos, actuar en un barco sólo para fanáticos u ofrecer un show ante un público compuesto por niños aquejados de enfermedades terminales fueron algunas de las ideas que puso sobre la mesa el equipo “creativo” de la disquera. Finalmente, a alguien se le ocurrió que lo más práctico (y barato) era subir todos los equipos e instrumentos a la azotea del propio edificio, enchufarlos, y echarle pichón al asunto.

Y así llegó el día del concierto en la azotea en el N°3 de la calle Savile. No me extenderé en detalles del concierto; en YouTube hay una oferta generosa de videos y documentales, en los que, por cierto, el tío Mannix aparece en varios planos robando cámara.

Lo interesante es lo que pasó después. Como todo el mundo sabe, por aquella época los integrantes de la banda estaban peleadísimos. Casi ni se hablaban. Harrison fue el primero que se fue y más atrás Ringo haría lo mismo. McCartney y Lennon tenían que grabar unos coros y se quedaron toda la tarde haciéndolo. Yoko Ono había acompañado a su esposo, pero estaba pasando por un período de enganche a las drogas duras y se la pasó echada en un sillón toda la tarde.

El abrigo que Lennon había usado en el concierto de la azotea en realidad era de Yoko. John se lo había pedido de emergencia para aguantar la gélida temperatura que había en la azotea ese mediodía de enero. Cuando se metieron en el estudio a hacer los coros, John le entregó el abrigo al tío Mannix para que se lo devolviera a la Ono. Cuando el tío finalmente la encontró detrás de unas cornetas, la japonesa estaba hablando sola y meneaba la cabeza de atrás hacia adelante como niña fantasma de película de terror.

Le ofreció el abrigo, pero la artista psicodélica lo apartó con una mano, al tiempo que murmuraba algo que el tío interpretó como “Keep it”.

Poco tiempo después, al tío lo botaron del estudio. Las razones nunca estuvieron claras. El caso es que gracias a los contactos y amistades que logró hacer en Apple Records nunca le faltó trabajo en los siguientes cuatro años de su aventura inglesa.

La historia del abrigo la contó aquella tarde en que nos visitó recién llegado al país. Al tío Mannix no le pareció práctico andar por Caracas con semejante pieza encima y se lo dio a guardar a mi mamá. Aquella piel de oso estuvo colgada en el closet de mi mamá por años. Un buen día el abrigó desapareció del closet y le pregunté a mi mamá por él.

“Tu tío vino anoche a buscarlo. Me dijo que una tal Christie’s estaba interesada. Debe ser una de sus putas”.


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