Imago Mundi

Ecuador y la mitad del mundo

Fotografía de Rodrigo Buendía | AFP

06/02/2021

Fuimos a Ecuador en 2009, acompañados por una venezolana de padres quiteños, con familia en la pequeña urbe a 2.800 metros sobre el nivel del mar. Mi interés por Ecuador era viejo y consistente: es un Estado cuya formación está estrechamente ligada a Venezuela. No solo el héroe central es un cumanés (Antonio José de Sucre y Alcalá), sino que al inicio de la vida independiente un nativo de Puerto Cabello dirigió sus destinos varias veces: Juan José Flores. Además, naturalmente, un caraqueño recibe honores sin ambages: Simón Bolívar.

Lo primero que advierte el visitante es el fardo respiratorio de los metros de altura de la pequeña ciudad; fundada por Sebastián de Belalcázar el 6 de diciembre de 1534 con el hermoso nombre de San Francisco de Quito. Con un poco más de dos millones de habitantes, es la capital de un Estado con diecisiete millones de habitantes, oscilante entre dos ciudades preeminentes y antagónicas: Guayaquil y Quito. El mar y las montañas. Seguidas de lejos por Cuenca. ¿Exagera quien afirme que Ecuador son dos ámbitos culturales distintos, expresados en la rivalidad histórica entre Quito y Guayaquil? No creo. Por lo contrario, no ha sido obstáculo la diferencia, sino acicate de competencia, que siempre viene bien al desarrollo.

Con un centro histórico recuperado a partir del año 2002, la plaza grande y el palacio de Carondelet, sede del poder ejecutivo, lucen impecables. Cerca está la iglesia de la Compañía de Jesús, iniciada en 1605 y concluida en 1765, dando una idea del peso decisivo de los jesuitas en Ecuador. Pero si algo es Quito, es urbe de portentosas iglesias: la Basílica del voto nacional, la de San Francisco, la Catedral, la del Sagrario, la de Santo Domingo. En suma, la obra de la iglesia católica en trescientos años de colonización española, asentada en los lugares donde hubiese más aborígenes que cristianizar, y mucho menos donde escaseasen los pobladores originarios, como fue el caso de Venezuela.

Fuimos a conocer la célebre “Avenida de los volcanes” que tanto impresiona al visitante inadvertido. Desde un farallón intuimos la cima del Cotopaxi, siempre nublada, y oteamos las laderas donde tuvo lugar la batalla de Pichincha. Luego nos movimos hacia San Agustín, y en otro paseo nos acercamos a Otavalo, donde vimos a los descendientes de los pobladores originarios, coronados con sus característicos sombreros de fieltro negro, y las mujeres con sus collares de varias vueltas sobre sus cuellos cortos, y sus faldas negras voluminosas.

Nos sorprendieron las autopistas alrededor de Quito, muchas de ellas financiadas por la CAF (Corporación Andina de Fomento), con varios canales, viaductos y un aire de modernidad que a los venezolanos se nos hace esquivo desde hace años de anacronismo multifactorial. Amplios y modernos supermercados, repletos de productos nacionales e importados y un aire cosmopolita en una oferta gastronómica variada. Muchos de los edificios y urbanizaciones de Quito me recordaron los de Bogotá: la fascinación por los ladrillos rojos y los grandes ventanales con vista a las laderas boscosas, buscando la luz.

En la capital de Ecuador ocurrió el primer encuentro entre los amantes Bolívar y Sáenz, descrito con lujo de detalles por Manuela en su Diario de Quito. Allí también se lee una de las observaciones más humanas sobre Bolívar. Afirma:

Me di perfecta cuenta que en este señor hay una gran necesidad de cariño; es fuerte, pero débil en su interior de él, de su alma, donde anida un deseo incontenible de amor. S. E. trata de demostrar su ánimo siempre vivo, pero en su mirada y su rostro se adivina una tragedia. Me comentó que se sentía en el cénit de su gloria de él; pero que, en verdad (y esto lo dijo muy en serio), necesitaba alguien confidente y que le diera seguridad.

Y, por supuesto, ese alguien era ella, o al menos así se vio Manuela en relación con el héroe, y cumplió su papel. Después la veremos en el campo de batalla asistiendo a los heridos y ascendida a coronela por El Libertador, ante la solicitud de Sucre. En las antípodas de este amor correspondido y ardiente está el que profesó el diplomático y escritor ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide por Teresa de la Parra, quizás un tanto extraviado en cuanto a las pulsiones eróticas de la gran novelista.

Fotografía de Rodrigo Buendía | AFP

En otro paseo por los alrededores de Quito fuimos al sitio donde pasa la línea del Ecuador que divide al globo terráqueo en dos mitades exactas. Entonces, recordamos que la denominación Ecuador la asume el Departamento de Quito una vez separado de Colombia, en agosto de 1830, cuando el proyecto grancolombiano de Bolívar había fracasado, como era previsible, y el general Flores gobernaba en Quito a sus anchas.

De Ecuador se prendó el mariscal Sucre, y de Mariana Carcelén también, su única esposa y madre de una niña que llevó su apellido, a diferencia de los hijos habidos a la vera del camino. Hacia allá iba con la decisión de quedarse para siempre, cuando la muerte lo sorprendió en un recodo de Berruecos.

Son muchos los venezolanos que continuaron sus árboles genealógicos en estas tierras andinas, a la sombra de las montañas, con una vida política tan agitada como compleja y sorprendente. Menos dispersa y más acotada desde que asumieron, hace ya varios años, la disciplina de una moneda extranjera que no pueden devaluar a su antojo. Desde entonces, el enorme flujo migratorio de ecuatorianos a España se detuvo, y muchísimos volvieron a sus comarcas iniciales, como alguna vez esperamos que ocurra con los nuestros, desparramados por el mundo buscando el futuro.


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