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Una luna para el bastardo (A Moon for the Misbegotten) fue la última obra de teatro terminada por Eugene O’Neill, y en la actualidad una de las más representadas de su autor. Sin embargo, la respuesta de la crítica fue la menos entusiasta en sus inicios. Después de ser presentada en 1947 en Columbus, Ohio, no llegó a ser estrenada en Broadway. Por lo cual tendría que esperar hasta 1957, en una ocasión que tampoco fue la más auspiciosa. Los cambios de humor de los personajes y el paso de comedia de costumbres al tono sombrío de la tragedia no serían del gusto de la sociedad norteamericana de los “tranquilos” años cincuenta. La obra se fue revistiendo de la dudosa fama de drama “maldito”, difícil de montar y destinada fatalmente al fracaso. La fama de “blasfema”, auspiciada por las iglesias evangélicas, tampoco fue de mucha ayuda. La ocasión llegó en 1973, con el influyente montaje de José Quintero protagonizado por Jason Robards, Collen Dewhurst y Ed Flanders. Diecisiete años antes, Quintero y Robards habían sido, en buena parte, responsables del exitoso estreno de El viaje de un largo día hacia la noche en 1956. La secuencia de las presentaciones recuerda la confusión de algunas obras de Shakespeare producidas sin secuencia cronológica. En el caso de O’Neill, la segunda parte de la historia, Una luna para el bastardo, fue estrenada, como hemos dicho, mucho antes que la primera, El viaje de un largo día hacia la noche. Jason Robards estuvo en ambas ocasiones, siempre en el papel de Jamie, el primogénito de la atormentada familia Tyrone. La actuación de Robards habría sido tan intensa que propició un desequilibrio en la puesta en escena, atrayendo la atención del público hacia su personaje en detrimento de los demás, lo cual es innegable. Una lectura atenta del texto no hace sino confirmar esta observación.
De Una luna para el bastardo no se puede decir lo mismo que se ha dicho de El viaje de un largo día hacia la noche; es decir, que se trata de un drama aristotélico. Si es cierto que, en Una luna, el tiempo y el lugar mantienen un criterio unitario, la acción central es acompañada por una historia, en cierto sentido, paralela. No obstante, la transgresión más seria a la norma clásica fue la “extraña combinación de lo cómico y lo trágico”, como escribió el mismo O’Neill. De acuerdo con la tradición clásica, una tragedia no puede ser una comedia, así de sencillo. Y lo contrario no es menos verdad, por supuesto. En los tiempos de máximo desarrollo del teatro ático, se estableció la división entre los autores de comedias, como Aristófanes, y los de tragedias, como Esquilo, Sófocles, Eurípides. La justificación era la obsesiva búsqueda de la famosa “unidad” por parte de los exponentes del clasicismo. En Edipo rey, por ejemplo, no hay espacio para la risa, así como en Las ranas, la comedia de Aristófanes, es impensable un desenlace trágico. Como con todo lo demás, esta poética sería cuestionada y “desmontada” por Shakespeare y sus contemporáneos. En El rey Lear, el más trágico y lamentable de los dramas modernos, algunas de las mejores escenas están escritas para el bufón, una figura que se reitera en las obras del período. En Una luna para el bastardo, O’Neill se acoge a la irreverencia shakesperiana y, en su drama, hace alternar “lo cómico con lo trágico”. Lo mismo harán Beckett, Adamov, Ionesco, Weiss. Sin embargo, en los años cuarenta, especialmente para el conservador público neoyorkino, se trataba de una práctica nada difícil de digerir. Tanto Una luna como El viaje tienen una extensión de cuatro actos y más de tres horas. Los dramatis personae tampoco son muchos y, en este caso, no son más tres los principales: Phil Hogan, su hija Josie y el infortunado Jim Tyrone, además de personajes menores con breves apariciones. La acción ocurre doce años después de la historia de El viaje de un largo día hacia la noche, cuando los padres de Jim han muerto y su hermano se ha distanciado irremediablemente.
La primera parte de Una luna para el bastardo es un estudio de los alcances de la picaresca, ese género cultivado por los escritores y poetas de Occidente desde sus orígenes. Los griegos serían los primeros, como siempre, y en Hermes encontramos lo que Jung llamaría el arquetipo del pícaro. En efecto, el comportamiento del hijo de Zeus estuvo signado por su tendencia a la transgresión y al engaño, propia del pícaro. Inventando los más ingeniosos ardides, el niño Hermes engañó al gran Apolo despojándolo de su precioso rebaño. El arquetipo se convirtió en literatura con Homero, siendo Ulises el insuperado representante de la picaresca en Occidente. Un género que será enriquecido por la commedia dell’arte, de donde saldrá para alcanzar un singular desarrollo en la decadente España del XVII (Sancho, Lazarillo, Buscón) y en la más próspera Inglaterra del XVIII, donde el genio de Henry Fielding produjo un inmortal Tom Jones. Los norteamericanos volverán al género, especialmente William Faulkner, el autor con el cual O’Neill mantiene inquietantes afinidades electivas.
La narrativa picaresca destaca las aventuras de un personaje de dudoso origen, y disminuida condición en su proyecto de enriquecerse y ascender, con mínimos esfuerzos, en la escala social. Tom Jones, por ejemplo, es un joven bastardo abandonado que, después de pintorescas peripecias, entre ellas la de acostarse con su prostituida madre, termina casándose con una rica y joven heredera. Algo no muy distinto es lo que se propone, en Una luna, Phil Logan, insolvente y bebedor, valiéndose de Josie, su rolliza hija, una de cuyas prendas era haberse acostado, antes de los treinta, con todos los varones del pueblo. La víctima escogida no es otra que el conocido Jim, el hijo mayor de la familia Tyrone, y, como se ha dicho, uno de los protagonistas de El viaje de un largo día hacia la noche. Ya en el primer acto de esta última, se refieren algunas andanzas del viejo Phil. Una constante de la picaresca, como se sabe, es el humor, el carácter cómico, que despliegan estos anti-héroes en la búsqueda de su paraíso perdido. Y es el sentido del humor, precisamente, lo que distingue la primera parte de La luna, en la cual Phil, como un Ulises moderno, busca un marido rico para su hija, al tiempo que se enfrenta, de manera desigual, al Polifemo de su vecino, accionista principal de una compañía petrolera.
En la primera sección de la impecablemente escrita pieza, Jim Tyrone es apenas un espectador que asiste al espectáculo del proteico Phil, haciéndose cargo de su Polifemo particular, en lo que seguramente es una de las escenas más divertidas y crueles del teatro de O’Neill. El protagonismo del hijo mayor de los Tyrone está reservado para la segunda sección, especialmente el cuarto acto. Doce años después de los sucesos que se dramatizan en El viaje, Jim, a sus cuarenta y cinco años, es un hombre devastado por el alcohol y la culpa. Le correspondió la penosa encomienda de trasladar el cadáver de su viuda madre desde Los Ángeles hasta Nueva York para su sepultura. No había encontrado mejor manera de enfrentar su duelo que encerrándose, durante los días del trayecto, con una prostituta en su compartimiento del tren. Al final del viaje, vencido por los excesos, fue incapaz de presentarse para el entierro. Jim es un hombre trágico, uno de esos seres destinados a la caída, la versión moderna del personaje de una tragedia griega escrita por un dramaturgo amante de la tragedia ática. Se siente extranjero en una existencia para la que nadie le pidió permiso, que entiende la vida como un estorbo, un fardo imposible de cargar. Hamlet es su primo-hermano: “To die, to die, to sleep, perchance to dream”. A estas alturas de la obra, a finales del tercer acto, el incorregible Phil le ha tendido una trampa a Jim; ha manipulado a su hija que, animada por las mentiras del padre, se ha convertido en una Erinia en busca de venganza. Josie va a compartir con Jim la parte más conmovedora y trágica de la obra. El tercer protagonista de esta sección trágica es una luna veraniega que escucha a los amantes mientras comparten mentiras y verdades; se ríe de ellos y termina, con su blanquecina e invasora luz, reanimando a un Jim espiritualmente muerto en el mullido pecho de Josie. Jim reconoce que, desde la desaparición de su madre, es hombre muerto. Por un momento, en un fugaz y trágico instante de desdoblamiento, con sus ojos fijos en la brillante luna, daba la impresión de “estar viéndose a sí mismo en su lecho de muerte”. Josie, quien, al comienzo del cuarto acto, parece la protagonista de una Pietà -con el hijo muerto en el regazo-, no ha dejado de reconocer la condición fantasmal de Jim: “Creí que todavía quedaban esperanzas. No sabía que ya había muerto. Que se trataba de su alma condenada que llegó hasta mí a la luz de la luna para confesarse, ser perdonado y pasar una noche en paz”.
Una noche para el bastardo es, si se quiere, menos “confesional” que El viaje de un largo día. Tal vez eso le permitió a O’Neill escribir una de sus obras más complejas, poéticas y “teatrales”. En sus mejores momentos, no sería exagerado incluirla entre las grandes obras del teatro occidental. Un drama admirable, escrito por un hombre prematuramente afectado por los dolores de la prostatitis, depresiones recurrentes, conflictos familiares y last but not least una forma atípica de Parkinson que afectaba la ejecución de movimientos delicados, como escribir.
Alejandro Oliveros
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