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Continuamos la Quinta Temporada de Domingos de ficción dedicada a relatos distópicos.
La muestra, bajo la curaduría de Carlos Sandoval, presenta el texto de Carolina Lozada (Valera, 1974), licenciada en Letras por la Universidad de Los Andes (Mérida). Ganadora del I Premio del Certamen de relato breve “El país literario” (Madrid, 2005), del Premio Municipal de Narrativa Oswaldo Trejo (Mérida, 2006), del Premio de Narrativa Solar (Mérida, 2007), del II Premio Municipal de Literatura Stefania Mosca, mención Crónica (Caracas, 2011) y del Concurso de Cuentos del diario El Nacional (2014). Ha publicado los libros de relatos Memorias de azotea (2007), Historias de mujeres y ciudades (2007), Los cuentos de Natalia (2010), La culpa es del porno (2013), El cuarto del loco (2014), El perro estar (2019), el estudio El cine de Luis Armando Roche (2008) y el volumen de crónicas La vida de los mismos (2011). Algunos de sus textos han sido traducidos al polaco, esloveno e inglés.
A la gente de la aldea le gusta asistir a las ejecuciones de forajidos. En un pueblo tan pequeño e improductivo son escasas las opciones para divertirse. En Villa Esperanza más allá de las celebraciones patrióticas, las competencias sobre el fango y las ejecuciones de criminales no hay mayor entretenimiento. Este domingo cuelgan a Billy Hernández, el peligroso hombre que desde la clandestinidad conspiraba contra la autoridad del Regente. Hasta el día que le echaron mano, Billy había sido muy diestro en eso de las escapadas, pero su suerte terminó esa noche en que alguien lo delató. Las autoridades y los pobladores salimos a su encuentro con rastrillos, redes y mazos encendidos para su captura. A pesar de nuestras previsiones, no hubo necesidad de utilizar tales artilugios, Billy es un hombre que sabe entender cuándo las cosas llegan a su final. Entre el polvo amarillo y el viento caluroso nos lo trajimos a rastras hasta la prisión, en donde debía esperar el temible juicio popular.
Si bien en principio las ejecuciones se hicieron públicas como medida de imponer orden y procurar el escarmiento de posibles desestabilizadores, el pueblo se fue acostumbrando al morbo de presenciarlas y ante la ausencia de estas se produce una atolondrada ansiedad entre nosotros. Desde que colgaron a Marina no se llevaba a cabo ninguna ejecución. A ella la acusaron por plantar un huerto clandestino en su casa; una acción egoísta que la alejaba del bien colectivo, la más preciada política comunitaria implantada desde los tiempos lozanos del primer Regente, el emancipador de Villa Esperanza (nuestro pueblo antiguamente llamado El Rincón).
El primer Regente todavía está vivo, su hijo y heredero del poder impuso la orden de llamarlo el Sabio. El Sabio parece haber sido engendrado por la inmortalidad, nadie sabe su edad; sin embargo, se dice que cuando Dios creó al mundo él ya estaba ahí, gobernándolo. Al Sabio lo exhiben todas las mañanas en una silla de ruedas que empujan hasta el porche del caserón de retiro. En ese lugar cercado con barandas de madera, el viejo líder toma un baño de sol y eventualmente alguno de sus enfermeros le levanta la mano en señal de saludo ante los pobladores que a lo lejos hacen un histriónico saludo militar. El Sabio es un ser decrépito, ya no le quedan dientes y las manos le tiemblan incapaces de sostener la cuchara que le lleva el alimento a la boca. Al verlo así hecho una ruina humana nadie podría imaginar que en su juventud fue un hombre tan fiero, combativo y aterrador que logró meter a todo un pueblo en cintura, en la suya.
***
A la ejecutada Marina la delató un vecino, es ocioso averiguar, siquiera preguntar quién fue, cualquiera de nosotros pudo señalarla a las autoridades con tal de ganar unos gramos de alguna recompensa. La práctica de la denuncia y el falso testimonio se han vuelto muy comunes desde que el Regente se fue quedando sin razones ni cuellos que colgar. Desde entonces la desconfianza, la ojeriza y la delación se instauraron como mecanismos de defensa de Estado. Todo poblador está obligado a contar a las autoridades sobre cualquier actitud sospechosa de familiares, amigos y vecinos, no hacerlo es traición y prueba de delito que será usado en su contra, y su contra es la horca.
Marina no se arrepintió de haber sembrado unas matas de zábila en casa sin notificar a las autoridades. Con la soga al cuello gritó: “¡libertad para las alcachofas!”, luego quedó colgando junto a las pencas de aloe vera, las pruebas del delito. Al ver su cuerpo ventilado por el viento áspero del oeste aplaudimos y vitoreamos excitados y rabiosos, dando loas al Regente y larga vida al Sabio; mientras más entusiastas nos mostremos mayor es el compromiso que aparentamos frente a las fuerzas del orden. Lamentablemente no puedo gritar con tanta potencia como mis congéneres, mi voz es muy aguda y se pierde entre la ferocidad de los otros. La mía es tan suave que parece femenina, por esa razón todos me miran con el rabillo del ojo, por eso y por mis movimientos amanerados que a pesar de que trato de domarlos ellos se mandan solos. Yo soy una marica, pero solo puedo decirlo frente al espejo. La gente me mira con sospecha, me ven como un gay reprimido, todos sus ojos son acechanzas. La homosexualidad está prohibida. Si me descuido: me cuelgan, las maricas no son gente; así está estipulado en el código ético y moral de Villa Esperanza.
Yo trato, me esfuerzo demasiado por aparentar esa hombría que exigen nuestros principios morales, pero la voz no la puedo cambiar, ni siquiera ejercitando mis cuerdas vocales para que se agraven. Estoy en la infame lista de los sospechosos, por eso me vigilan, si doy un paso en falso me colgarán como a Milita, la última loca en tacones. A la pobre la colgaron con su vestido de lentejuelas, sus tetas de tela y la boca pintarrajeada de la sangre que le brotaba por la golpiza recibida. “Primero muerta que sencilla”, gritó valiente y arrogante antes de morir. Y el brillo de las lentejuelas fue la única luz en esa noche sin estrellas.
A Billy se le acusa de inventar cuentos de camino, de calumniar la historia oficial con leyendas traídas de afuera, pero en realidad lo que no se le perdona es su osadía de cruzar la frontera, el delito de haberse asomado a la zona prohibida y haber regresado en secreto con noticias del otro lado, violando los estamentos de Villa Esperanza que no permiten el ingreso de agentes externos a nuestro suelo. Para conseguir su propósito, Hernández logró burlar el censo al que nos someten todas las mañanas para mantener vigilada y controlada a la población y evitar cualquier posibilidad de fuga. Billy había fingido enfermedad desde el día anterior y así justificó su ausencia en la plaza El Libertador, el sitio donde nos reunimos para decir presente cuando pronuncian nuestro nombre. En la madrugada previa había emprendido su odisea para conocer el innombrable afuera, para lograrlo huyó por el gran cañón, pasó noches frías y días ardientes. En la frontera no tuvo problemas con la vigilancia, estamos tan domesticados que ya no hacemos ningún esfuerzo por saber qué pasa más allá de nuestros límites; tal es la desidia de nuestra curiosidad que las milicias habían bajado la guardia. Todas estas circunstancias fueron aprovechadas por quien se ganó el mote de el huidor.
El problema para él fue que regresó y a su vuelta comenzó a dejar pistas del afuera: analgésicos, chicles, libros, revistas pornográficas, lápices y papel para retomar el alfabetismo prohibido por el Sabio.
En sus furtivas apariciones tuvo cómplices que lo ocultaban; sin embargo, una vez declarada la recompensa por su cabeza todos nos convertimos en sus potenciales delatores y sin menoscabo de detalles le contábamos a los milicianos las historias inventadas por Billy Hernández: dice que afuera hay carreteras pavimentadas por donde circulan automóviles, que por las calles pasean mujeres con faldas cortas y escotados sus pechos. Cuenta que la electricidad alumbra las noches y que hay tiendas con leche, huevos y carne; productos que se pueden pagar con billetes. Todos pasamos por el confesionario de la milicia, nuestras palabras eran anotadas por un viejo escribiente, una de las últimas personas alfabetizadas de la aldea. Por más que intentaran mantener inmutables caras de póker, los rostros de quienes nos interrogaban no podían evitar la crispación ante nuestras declaraciones, Billy había descubierto el afuera, la alarma estaba activada, no había pared ni poste que no tuviera el rostro del despreciable forajido, traidor de Villa Esperanza.
***
Conozco a Billy desde que éramos niños, alguna vez hasta fuimos amigos, tomar distancia se hizo necesario cuando su rebeldía comenzó a exteriorizarse contra el sistema del Regente. Desde sus primeras manifestaciones anárquicas, Billy Hernández fue fichado y estaban dispuestos a apresarlo, pero él era un topo, no podían echarle gancho y yo celebraba su astucia y temeridad bajo el silencio de mi cobardía.
El temerario pretendía que formáramos la resistencia frente al poder, que nos libráramos de la tozuda influencia del anciano barbudo. Según el instigador de la rebelión, al sacar del juego al empecinado fundador de Villa Esperanza descalabraríamos el orden enquistado sobre las ruinas de una patética utopía y seríamos libres para poder saber de qué se trata la libertad. Los cuatro valientes que se animaron a participar en su proyecto libertario fueron pillados y ejecutados en conjunto, sus cuerpos se expusieron durante varios días para promover el escarmiento contra la traición y la osadía. Después del incidente, la cabeza de Billy Hernández cobró precio: un saco de arroz, extinto en la dieta desde que la población fue sometida a una hambruna promovida por fuerzas foráneas que secaron las siembras y mataron el ganado, según la explicación de las autoridades. Todas nuestras carencias y tribulaciones tienen que ver con ese afuera que Billy reivindica en sus historias. Hernández firmó su sentencia, todo el pueblo pondría los ojos sobre su caza.
Habitualmente cada delator recibe una dosis extra de alimentos que bien puede ser algunas pezuñas de cerdo, la piel del conejo que fue empleado para la cena del Sabio, las patas de una gallina, hasta los gañotes de pollo; aunque estos premios parecen miserables, todos ansiamos cualquier presa que podamos llevar a la mesa. Desde hace mucho tiempo los pobladores de Villa Esperanza no contamos con animales de granja, estos solamente se encuentran en las dependencias del Regente para consumo propio. En comparación con estos pobres incentivos, la recompensa ofrecida por la entrega de Billy Hernández es estrafalaria, una verdadera fortuna. Hasta yo me vi tentando en acusarlo, pero a la hora de esconderse Billy se convertía en viento.
Aun así, alguien delató su sonido.
Billy va a morir, está encerrado en una celda aislada y oscura, ninguna palabra le servirá para ser defensa, ya nunca más verá el afuera. Muy dentro nuestro sabemos que vamos a extrañar sus excursiones al otro lado, sobre todo su regreso y las novedades que nos traía. Quedan pocas noches para que se extinga la vida que sostiene al huidor, pronto nos quedaremos sin sus viñetas de ese otro lugar negado y posible. Si queremos sobrevivir, debemos morder nuestra tristeza y convertirla en entusiasmo a la hora de clamar para que su cuello se quiebre. Todos queremos conservar nuestros cuellos, nuestros remedos de vida.
En silencio me pregunto: si es real el afuera descrito por Billy ¿por qué regresaba a este lugar estancado en la nada?, ¿qué lo hacía volver? ¿Acaso un acto heroico y suicida?, ¿o tal vez haya vuelto porque afuera no tenía ninguna clase de vida? Allá no era más que un muerto venido de tierra seca. En Villa Esperanza no solamente la tierra está seca, nuestros cuerpos también se consumen como cueros expuestos al sol. El pueblo se extinguirá con el último de nosotros, no hay mucho más que hacer, las generaciones de relevo fueron en principio prohibidas por reordenamientos de natalidad impuestos para controlar el hambre y el exceso poblacional. Lisandro Mileto, el último matemático de Villa Esperanza, ferviente defensor del proyecto utópico del Sabio, aconsejó al gobierno que tomara medidas después de sacar sus extraordinarias cuentas: la población cuando no se controla aumenta en n potencialidades; por lo tanto, hay que frenarla. Ante la alerta del matemático se dio la orden de esterilización de todas las mujeres en edad fecunda, pero ya no quedaban médicos en el pueblo y Milagros, la antigua partera, había sido colgada con el cordón umbilical del feto no nacido del Regente, acusada de haber matado a la madre y al feto, futuro heredero del poder. Sin médicos ni parteras, las autoridades tomaron medidas radicales: no al sexo. Como Lisandro Mileto era un fundamentalista, él mismo se castró para evitar en el futuro algún chispazo reproductivo, pero ¡oh, caprichoso destino!, corrió con la mala suerte de morir por una infección postoperatoria.
Con esta ley pretendían impedir el desbocamiento demográfico. Para evitar nuestros encuentros sexuales ubicaron miembros de la milicia en las casas y en lugares estratégicos como el galpón que alguna vez fue granero, el confesionario de la antigua iglesia en ruinas, el motel abandonado desde que prohibieron su funcionamiento. La campaña de vigilancia arrojó unos datos curiosos: el sexo ya no era prioridad entre los habitantes. Las erecciones en los hombres menguaban, nuestros hijos imposibles se fueron deshaciendo en los testículos como polvo seco y en algún momento las mujeres dejaron de ovular. Y lo que es peor, poco interés hay para levantar los ánimos; somos gente dominada por la inapetencia. Nos quedamos sin la posibilidad de existir en un tiempo futuro aunque sea en la forma de recuerdo en nuestros descendientes. No somos más que cuerpos acostumbrándose a fosilizarse, esperando a que nos deshaga el viento.
Cuando se levantaron las medidas de control, la fecundidad era cosa pasada. Ya no había necesidad de escuela ni jardines de infancia; la única escuela que quedaba en pie se convirtió en casa del viento, un lugar desvencijado, lleno de rendijas en donde los más supersticiosos van a escuchar las voces del pasado. Ante el vacío de sus úteros, algunas mujeres intentaron llenar su necesidad maternal adoptando gatos o perros, pero pronto estos animales desaparecieron cuando se agravó la escasez de carne vacuna y porcina, desde entonces la única carne estaba en manos de las autoridades para consumo interno. A Clotilde, la última loca de los gatos, se le colgó por negarse a entregar sus felinos para el consumo de la población. Gracias a su manía acumuladora había logrado mantener consigo treinta y ocho gatos mestizos; todos sirvieron para darnos el último banquete de carne. Después de esto ya no se ve por ahí la cola de ningún minino, los extinguimos.
A este lugar regresó Billy Hernández, hay que ser un desquiciado para salir y volver. ¿Quién regresa a una Ítaca que se extingue sobre su propio suelo? ¿Acaso volvió para liberarnos? ¿Qué sentido tiene hacerse el héroe para rescatar cuerpos que aunque respiren ya están muertos? Afuera, si es que existe, no sobreviviríamos ni unas pocas semanas, a nosotros nos queda la desintegración más que la muerte porque la muerte es para quienes existen. A nosotros nos queda que un día el viento se decida a ser más fuerte y arrope a Villa Esperanza en forma de tornado y la arroje al vacío. El desgaste del tiempo y las delaciones también podrían ayudar, tener la oportunidad de acusarnos unos a otros hasta que no haya más cuellos que los del Regente y del Sabio y que estos diriman sus culpas apretando cada uno el cogote del otro hasta que todo haya pasado.
Fue Pedro Matías quien entregó a Billy Hernández. El delator ni siquiera tuvo que armarse de una estrategia para hacerlo, Billy le tenía confianza como para temer su traición: los unía los lazos consanguíneos, son primos hermanos. No sospechaba el huidor que cuando se está acuciado por la desesperación hasta tu sombra es capaz de señalarte con el dedo y condenarte a muerte. Pedro aprovechó la confianza del fugitivo y logró que este le contara dónde estaba su escondite, el lugar donde guardaba los insumos traídos de contrabando. Antes de avisar a los milicianos el acusador se dirigió hasta la guarida, se hizo de los productos que encontró, luego procedió a señalar el camino y de este modo poner fin a las hazañas del astuto Hernández. Como danzantes de la muerte fuimos hasta el rincón donde dormía el forajido. Cuando Billy Hernández despertó, estaba rodeado de una poblada.
A Pedro Matías no se le vieron más sus pasos, en privado fue ajusticiado por complicidad con un delincuente. No hubo explicaciones sobre la recompensa del saco de arroz, en el fondo teníamos la silenciosa esperanza de que fuese repartido entre los aldeanos que fuimos tras el huidor, pero no hubo nada, ni siquiera un grano.
Los días previos a la gran ejecución han transcurrido entre el paroxismo de los discursos oficiales y la propaganda gubernamental. Fueron condecorados con escarapelas reusadas algunos milicianos y pobladores; aquellos que tuvieron más saña a la hora de coger al huidor. Homero, el anciano contador de la gesta emancipadora del Sabio, ha tenido trabajo extra durante esta declarada histórica jornada. Todos los días de la semana se ha sentado en la plaza El Libertador a contar una y otra vez la historia hartamente conocida: la épica de cómo el Sabio nos libró del oprobio. Homero está tan viejo que se babea y se queda dormido; aunque ese detalle no importa, los oyentes debemos mostrarnos interesados en su relato, un bostezo de aburrimiento puede ser considerado traición a la patria.
Como antesala a la gran ejecución, el Sabio pronunciará unas palabras. Este hecho es una gran sorpresa debido a que hace años no escuchamos su voz, hasta se ha llegado a especular que ya no habla, que solamente balbucea sin sentido como un viejo desquiciado, que el paso del tiempo ha hecho de su oratoria un confuso mascullar tan lejano de aquellos largos y heroicos discursos que según cuentan los aldeanos más antiguos eran transmitidos diariamente por la radio y los altoparlantes ubicados en los postes cuando había electricidad en el pueblo. De esos tiempos solo quedan los postes de madera, secos.
Las esposas de los milicianos se encargaron de adornar las calles con bambalinas para la fiesta condenatoria; la de Billy no es una más sino la ejecución, la horca fue cuidadosamente pulida al punto de relucir, y el uniforme verde oliva del Sabio nunca estuvo mejor planchado y sus charreteras relucen como un sol atizado.
Hay mucha ansiedad en el ambiente, hasta se abrieron apuestas clandestinas sobre el número de pataleos y contorsiones musculares que dará el cuerpo del ahorcado antes de convertirse en cadáver. Los puestos para presenciar el ahorcamiento han sido dispuestos en orden de relevancia: las principales autoridades estarán al frente, en las filas siguientes se dispondrá a los milicianos con sus condecoraciones; el resto seremos bulto, el bullicio necesario. También fueron anunciados los eventos paralelos, la clásica competencia en el fango, el recital de versos en honor al Sabio, lo de siempre.
Es la madrugada del domingo, avanzamos por la calzada, lo hacemos como una oscura masa, un pelotón de almas en pena, nuestros cuerpos se mueven acompasados por el ritmo ensimismado de nuestros pasos. Algunos rostros van enjutos, otros tienen un brillo nervioso, delirante y criminal. Hay quienes llevan antorchas, rastrillos o algún tronco de madera encendido, el infaltable compañero usado como azuzador en cada uno de los juicios y ajusticiamientos de los últimos años. Los cuerpos desconfían unos de otros, aunque van en compañía tienen la certeza de que mañana pueden ir por su cuello a colgarlo con la misma convicción con la que marchan ahora. Nadie detiene mucho tiempo la mirada en el otro, las reflexiones y palabras se mastican hacia adentro, tampoco hay cantos de grillos, ni siquiera el revoloteo de un insecto. La noche se cuece muy oscura, ni las antorchas pueden disimular la sombra magra que solo permite alumbrar nuestros rostros afantasmados. Si Billy Hernández cree en Dios debería encomendarse, vamos en su búsqueda.
Como es tradición, el juicio popular se celebrará en la madrugada junto al canto de los gallos, en la hora aciaga de los traidores. La costumbre se mantiene desde el principio, desde los tiempos de los primeros renegados de Villa Esperanza, los antiguos compañeros de armas del emancipador, los primeros traidores de la causa.
Como los gallos también se extinguieron junto al resto de las aves de corral, una vieja y loca soprano se encarga de reproducir el canto del plumífero. A tal efecto la soprano es ataviada con plumaje de colores. El don del canto le iba a costar la vida a Aída, por considerarse oficialmente un oficio parásito; no obstante, sus histéricos chillidos en el momento previo de la horca le salvaron la vida. El Regente le habría encontrado oficio real y necesario a la condenada y fue liberada y se le concedió el perdón a cambio de que sirviera de voz coral para anunciar la última hora de los condenados. Hasta el momento ha sido la única persona que ha salvado su cogote en el último minuto. Aída también es la más fanática para echar leña al fuego alrededor del inculpado. Cuando se acusa a algún criminal, la loca soprano comienza a cacarear por todo el pueblo, preparando sus cuerdas para el día del juicio. Sin juicios, su vida no tendría sentido.
***
Marchamos, el ruido de nuestros pasos es apretado, tiene ritmo de batallón, somos música para los oídos del Sabio y sus recuerdos de cuando él y su grupo asaltaron el poder y se quedaron para dar vida a la utopía de Villa Esperanza. Estamos cada vez más cerca del corazón acelerado del hombre que pronto será difunto. Rodearemos su celda y desde la ventanilla le asomaremos el fuego de nuestras antorchas. Tendrá tiempo de asustarse, ya no hay resquicios para valentías. Antes de morir, Billy Hernández tendrá la oportunidad de arrepentirse y pedir perdón al Sabio, al Regente y al pueblo; la mayoría de los sentenciados lo hacen, frente a la muerte la valentía se esfuma. A pesar de la mala vida que se tenga nadie quiere ser fin. Estamos muy cerca, la silla del Sabio va abriendo la marcha, como dirigiendo un cortejo. Hoy Billy Hernández va a morir.
El fuego alarga nuestras siluetas en las afueras de la prisión. Al asomarse el cuerpo delgado y pequeño del reo nuestras sombras gritan excitadas como fieras dispuestas a arrojarse sobre su presa. Billy Hernández tiene el rostro manchado de una barba sucia, la camisa un poco abierta y un pañuelo rojizo amarrado al cuello. ¿Qué pretende con esa prenda?, ese pañuelo no detendrá la soga, ni siquiera le da un aire de John Wayne; acaso sirva como bandera de despedida aireada por el caliente viento del oeste
El Regente se ubica al lado del acusado, lo muestra como un trofeo de pesca, nuestras sombras gritan más enardecidas, aplauden, sacan sus garras. Los ojos de Billy Hernández recorren el fuego, nuestros rostros. Aída cacarea metida en su ridículo plumaje. El Sabio emite sonidos guturales, ininteligibles. Es la fiesta que antecede a la muerte.
Tomamos la calzada nuevamente, una carroza hecha con troncos de madera es empujada por varios hombres que sirven como bestias de arrastre, adentro va el condenado. Hasta el momento nadie le ha escuchado emitir palabra alguna, ningún suplicio, ni siquiera un suspiro de dolorosa resignación; es raro, todos chillan cuando los meten en la carroza que los llevará hasta la estación mortuoria. Ya se aflojará, lo sé, todos tememos la muerte.
Alzamos todavía más nuestras antorchas, hemos llegado a la plaza El Libertador, la penúltima estación de nuestro teatro de condena, ya pronto estaremos al pie de la horca, pero antes es necesario este paso: el juicio, el juicio popular. El acusado es sacado de la carroza. A pesar de los movimientos histriónicos de sus celadores que lo tiran y empujan el hombre no opone resistencia, tampoco hay amagos de heroicidad en su desdén corporal, lo suyo parece más bien una apática aceptación de su destino.
Nuestra agitada respiración forma un barullo en el ambiente, se siente como una nube sónica suspendida a nuestro alrededor. El reo es llevado al centro de la plaza, un miliciano nombra los delitos por los que se le enjuicia, una vez terminada la enumeración de cargos el acusado tiene la oportunidad de postrarse a los pies del Regente y del Sabio e implorar perdón, es lo usual. Pero no lo hace.
Es la hora del discurso del Sabio, lo suyo suena como una interferencia atmosférica, su voz es como un sucio enjambre, no se le entiende nada. Un cosquilleo rabioso recorre mi cuerpo, me desconcentro del repelente sonido emitido por el Sabio. Es tan repulsivo que preferiría oír el sonido sarroso de las uñas rasgando una pared. Prefiero observar todo a mi alrededor, veo los rostros: algunos absortos, otros inquietos, la mayoría cansados. El hombre que está a mi lado tiene una expresión nerviosa en la cara, su quijada está inquieta, hace sonidos, como los de un gato cuando observa una presa a lo lejos. Parece que su quijada se quisiera lanzar de su rostro. De pronto, el hombre empieza a dar gritos enloquecidos; a pesar de esto el Sabio no deja de hablar, los milicianos intentan someter al disidente, la rapidez con que este se prende fuego con un mazo encendido no les da tiempo de actuar. El hombre chilla y corre por la plaza sin que el Sabio se fije en su alborozo. Cuando el cuerpo ardiente intenta lanzarse sobre el vejestorio apenas logran arrastrarlo lejos de él. Nadie intenta aplacar las llamas. No hay un amago de consternación, nada de piedad.
La farsa del juicio continúa, Billy Hernández es hallado culpable, lo sentencia el propio Sabio, señalándolo con su dedo largo y retorcido. Aplaudimos, gritamos, celebramos. Aída ha cacareado.
Con el olor a carne chamuscada en nuestras narices arribamos al pie de la horca, la algarabía del principio ha perdido notable fuerza a raíz del desplante del sentenciado, de su falsa gallardía. Su poco empeño en defenderse mermó nuestra enloquecida ansiedad por presenciar la ejecución. Un condenado que va al paredón sin oponer resistencia no tiene gracia, a uno se le quitan las ganas de alborozar, falta estrépito, pasión. Necesitamos que el futuro ajusticiado implore clemencia, que ruegue por su vida. Y no es valentía lo que está demostrando Billy Hernández, es más bien una silenciosa y miserable resignación. Maldito seas, Billy Hernández, pide clemencia, haz el juego, no seas aguafiestas. Tu pasividad nos desconcierta, estamos fríos; quizás en el fondo, un poco tristes. Los milicianos notan nuestra desidia y nos instigan para que gritemos injurias al traidor. Sin más remedio lo hacemos, pero sin ganas, obligados, repentinamente muy hastiados. ¿Qué pasa, Billy Hernández? ¿Qué hechicería has lanzado sobre este pueblo que va a ahorcarte? Fíjate con qué altivez miras al vejestorio mientras acomodan su silla en primera fila para presenciar cómo otro de sus enemigos se convierte en cadáver frente a sus narices. Ese trozo de carne vieja y babosa que parece ir corrompiéndose sobre sus huesos descalcificados sigue ganando la batalla. Ya puede morir, no sé si en paz, pero ya puede hacerlo, son demasiados años, pero él sigue ahí, viviendo como un vampiro. Trata de mirar a tu espalda, Billy, fíjate cómo se aproxima tu verdugo, empieza a tener miedo porque ahora sí es verdad que te vas.
¿Dónde estás Aída que no cantas la tragedia del huidor Hernández? Aída desplumada, el cuerpo lanzado desde un barranco. Loca Aída, ¿qué te ha traído la muerte? Ya nada importa, estamos listos, que cuelguen al mentiroso Billy Hernández. Acabemos con sus patrañas de una vez, que se rompan junto a su pescuezo. El afuera no existe, no nos mientas Hernández, no puede haber horizontes cuando nuestras cabezas están encerradas en barrotes. ¿No te piensas defender, imbécil? Pídele perdón al amo, di que es mentira lo que dijiste, que lo inventaste todo. Y ya, ¡basta! ¡Que muera Billy Hernández!
No admite declararse culpable, tampoco aboga por su inocencia. No hace nada, de su cara cuelga un mutismo idiota. Su no hacer, su no desesperarse nos saca de quicio, queremos verlo colgar, queremos cuellos que cuelguen. Cuellos que cuelguen, traidores que mueran gritamos en forma de turba mientras nos acercamos incontenibles al lugar de la ejecución. Una repentina efervescencia se apodera del ambiente, nuestra ansiedad podría convertirse en chispas eléctricas, podríamos incendiar el pueblo con nuestros cuerpos.
Por medidas de seguridad intentan sacar a nuestros líderes del medio. Ya es tarde para detener el desborde, el río ha crecido, se ha hecho rabia. Empujados por la fuerza de antiguos resentimientos, de viejas deudas pendientes nos arrojamos unos a otros tratando de asir el cuello más cercano y dejarlo sin latidos. Ni la milicia puede detenernos, somos una celda rota.
En medio del caos se oye un aullido, un grito liberado después de tanto tiempo retenido, es Billy Hernández aullando como una bestia en la estepa. Su chillido nos paraliza, nos acalla, nos dedicamos a escucharlo como si fuéramos salvajes miembros de una manada. Nada se mueve, ni las hojas que cuelgan de los árboles. Escuchamos hasta que desde nuestras gargantas se escurren algunos sonidos de bestias que comienzan a despertar. Al principio tímidos, cavernosos; luego, desinhibidos, fuego lanzado al aire. La masa está aullando, bestias famélicas, sin fuerza, sin amor propio. Repentinamente todos somos unas fieras maltratadas que comienzan a tener certeza de la manada.
Nos movemos, lo hacemos con pasos de gatos en prevenidas posiciones de cacería. Logramos coger al verdugo, estaba demasiado cerca de la horca como para que lograra salvar su cabeza. La milicia está atónita, demasiado tiempo acostumbrada a nuestra domesticación como para estar preparados ante un eventual ataque de rabia. Los milicianos tratan de huir con sus amos mientras contamos a viva voz el pataleo del cuerpo del verdugo al asfixiarse. El Regente no puede huir, sus guardianes al sentirse cercados lo abandonan a su suerte. Nuestros cuerpos enloquecidos y esmirriados se dirigen hacia la mano que oprime, colgamos su cuerpo, mutilamos sus manos y las alzamos como festín de guerra. No oímos los alaridos del Regente clamando piedad, clemencia. Somos un barullo de animales sacados de sus cercas. Nos convertimos en fieras furiosas y hambrientas.
Todavía falta colgar al verdadero tirano, la sombra detrás del hijo, al auténtico hombre fuerte: al Sabio. Con Billy Hernández liberado y a la cabeza de la rebelión fuimos en su búsqueda, dos milicianos fieles hasta el final lograron sacarlo camino a la frontera. En ese terreno árido y polvoriento los encontramos. La solicitud de piedad por parte de sus guardias fue denegada y con palos, golpes y punzadas acabamos con sus vidas y vengamos viejas afrentas y humillaciones. Al Sabio lo dejamos para el final, será sometido a un juicio popular. Al oír su destino, su rostro encharcado en la vejez no mostró ningún tipo de conmoción.
Las horas pasan y el sueño no aparece, nos mantiene despiertos el ansia, el combustible de la venganza. En escondrijos hallamos a otros guardianes que ocultos como ratas pensaban salvar sus vidas. Con ninguno hubo piedad, jirones hicimos con sus cuerpos, los colgamos en los árboles como una recobrada y feroz navidad. A Homero, el trovador, lo dejamos vivo pero le mutilamos la lengua para que nunca más vuelva a contar la empecinada épica del Sabio.
***
Billy Hernández habla, por fin lo hace. Nos ordena no atacar al vejestorio. Dice que es mejor mantenerlo vivo para que vea el fin de su utopía. En ese momento declara que Villa Esperanza volverá a ser El Rincón, como en los viejos tiempos. Vendrá el progreso, promete, el futuro tenemos que construirlo juntos, nos invita. Ninguno de nosotros muestra entusiasmo por sus palabras, ya nadie cree en quimeras. Uno de los presentes se acerca con paso calmo al estropicio del Sabio y sin más se saca el miembro y le orina el uniforme. Poco a poco todos emulamos su acción, no escuchamos el llamado de Billy Hernández a controlar nuestras pulsiones. El Sabio meado, escupido, vejado; a pesar de todo no parece darse cuenta de lo que le pasa. Balbucea, nadie lo entiende. Levanta su mano como si quisiera traer los truenos del Olimpo sobre quienes lo ultrajan, pero está solo. Es un Dios que se ha quedado solo.
De pronto empezamos a jugar con la silla de ruedas, la ruleteamos como un carrito de la infancia. El cuerpo del antiguo hombre fuerte es ahora un muñeco arrugado de carne y huesos, un penoso estropicio del tiempo. Nuestras risas son salvajes, como las de las hienas. El Sabio se hace caca encima, todo él es una inmundicia. Nos hartamos del juego, el asco ante su pudrición nos gana, sin más lo lanzamos al abismo del risco. Ha muerto el inmortal
Billy Hernández se queja, nos llama a control y a la disciplina. Su voz es un punzón doloroso que atraviesa nuestros oídos. “Compañeros, camaradas, necesitamos orden para conseguir el progreso”, al principio entendemos sus palabras, pero de pronto no queda más que un sonido amorfo en el ambiente. Nadie entiende a Billy Hernández, es imperativo que se calle. Nos reagrupamos a su alrededor, en manada nos vamos acercando, cada vez con más astucia animal, le lanzamos tarascadas que él difícilmente puede esquivar. Está acorralado y por fin muestra temor. Lo cogemos y destrozamos a dentadas. Sin remordimiento, nos comemos el cuerpo del libertador. Al final, todos somos un aullido hacia la luna. Luego nos desperdigamos en cuatro patas por la desolación de la noche.
Carolina Lozada
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