Fotografía de Raffael Herrmann.
Destacadas
Te puede interesar
Los más leídos
Llegamos a la novena entrega de la cuarta temporada de Domingos de ficción, en la que publicamos relatos escritos por periodistas, profesionales cuyo escenario natural es la no ficción. La muestra, curada por Óscar Marcano, sigue con Jován Pulgarín Betancur (Medellín, Colombia, 1974), egresado de la Universidad Católica Andrés Bello, especializado en comunicación audiovisual. Ha trabajado y dirigido proyectos editoriales en Prodavinci, El Nacional y la Cadena Capriles. También se ha dedicado a la locución en Radio Caracas Radio, Radiorama Stéreo y otros medios venezolanos. Actualmente genera contenidos para El Estímulo en Venezuela y CNET en español, en Estados Unidos.
Las brujas que desde mi infancia me han acompañado, me escoltarán hasta las mismas puertas del infierno.
Reinaldo Arenas
Me he preguntado si hay brujas en el mundo… Pero lo que no puedo creer es que las haya ahora, entre nosotros.
Arthur Miller
Tenía que hacerlo, tenía que reunirlos y preguntar si lo que pasó, pasó. ¿Fue aquella aparición la consecuencia de un coctel de paranoia colectiva, alcohol y marihuana? Retrasé las preguntas por muchos años, pero un diciembre, así sin querer, se presentó el momento. Los protagonistas de la historia coincidimos en el abasto donde empezó todo, con la compra de una botella de anís.
El tema no saltó de inmediato. Había cerrado la tienda de Avelino y la tripacañera atacaba. La amplia casa de mi hermano fue la solución. Una hora después, echados en los muebles, recordando pasajes heroicos y absurdos, que incluían una megacagazón cuando en una alcabala de la Policía Metropolitana nos agarraron con un pitillo de un refresco recién terminado y un repele de marihuana, solté la pregunta.
–¿Ustedes se acuerdan de La Bruja?
César y Luis se agarraron de los asientos. El primero soltó una sonrisa que no llegó a la esquina.
–Además de nosotros tres, ¿quiénes estaban? –volví a la carga.
Recordaba a Cecilio, alias Musulungo, un negro que nos intimidaba cuando íbamos al baño. El quinto acompañante… el quinto se había burlado de la memoria. Ellos tampoco daban con su nombre.
–¿Ustedes de qué se acuerdan? ¿Esa vaina sí pasó? –insistí.
“De bolas que pasó”, dijo Luis después de un largo silencio. “Sí…”, se sumó César y metió los labios en el trago.
–Les voy a contar mi versión. Después me corrigen si algo no cuadra –propuse para que el tema no muriera.
El velorio
Luego de comprar la bombona de anís, nos embutimos en el Malibú azul prismacolor de Luis. Era una lancha en la que cabíamos todos los desadaptados de San Bernardino. Decidimos buscar a Musulungo, porque siempre tenía algo de plata en la cartera. Nos enteramos de que iba rumbo al velorio de un familiar. “Yo saludo y nos piramos, no me gusta estar en esas vainas”, dijo el propietario del bote del amor y pisó la chola. Empezaba a oscurecer.
–¿Nos quedamos o pasamos?
–Marico, yo voy a saludar.
–Si saludas tú, yo también.
–La pinga, yo no me quedo aquí solo… ¿Si vienen a robar este carro o se aparece el muerto?
–Hay que dejar el anís, no podemos entrar con la botella.
–Entonces nos quedamos y pare o none a ver quién lo busca.
Alguien regresó con Cecilio. ¿El quinto que no recordamos? Luis prendió la casa del ritmo. Saqué los cigarros. Esperamos que el encendedor del carro respondiera. Nada. “Esta mierda servía hasta ahorita”, explicó Luis. Cecilio regresó al velorio por unos fósforos. Me los tiró. “Pírale que mi mamá está preguntando que pa’ dónde voy”. Raspé un fósforo. Cuando lo acerqué a la boca, sentí como un aliento desde mi espalda que lo apagaba.
–¡Dejen la mariquera! –grité.
–¿Te rascaste? –respondió Luis, serio como un camello, mientras me quitaba la caja de fósforos.
Los detallé uno a uno. No había un segundo de joda. Cada quien estaba en su rollo. El viento… seguro fue el viento, me convencí.
El mirador
Veintitantos años atrás, si usted no tenía plata para meterse en un local, compraba una botella y se dirigía a algún mirador de Caracas. Los yuppies rumbeaban en Las Mercedes, los pelabolas en cualquier barranco del Este. San Román era ideal. Si tenías suerte, conocías a alguien e intercambiabas teléfonos. Con más suerte, coronabas un besito. Eso si una vieja cafetalera no se arrechaba antes y llamaba a la policía.
Si los pacos respondían, las escenas eran las siguientes:
a- Eran panas y pedían amablemente desalojeciudadano.
b- Eran coñoemadres, se llevaban las botellas, la bolsita de lo que fuera y hasta los casetes.
Esa noche, parecía que la policía estaba martillando en otro lado. Los miradores estaban vacíos. Nos limitamos a escuchar el TDK de U2, y darle matarile a la botella. El Mundo de Wayne caribeño.
Sonaba Desire, una de mis canciones preferidas. Rattle and Hum era una fija del Malibú. Apenas Luis prendía el motor, aparecía el orgasmo de Bono:
Yeah…
Lover, I’m on the street
Gonna go where the bright lights
And the big city meet
With a red guitar, on fire
Desireee
Día, tarde o noche, el Malibú era una miniteca en la que solo giraba U2.
Sucedió entonces lo inevitable: se acabó el Cartujo.
Corte.
Primer momento borroso de la noche. ¿Quién propuso bajar a La Guaira? ¿Por qué diablos tomamos la vía de la Carretera Vieja? ¿Por qué nos desviamos hacia ese bar en el medio de la nada? Lost Boys sin Kiefer Sutherland. Todos parecíamos Corey Feldman. Bueno, todos menos Musulungo.
Al cruzar la entrada de una taguara atornillada en los tiempos de Pérez Jiménez, sentí de nuevo aquel aire en el cuello que apagó el fósforo en el carro. Como en una película de Chalbaud, el que atendía era tuerto. Cualquiera que sufriera de sinusitis podría morir en segundos. Había polvo hasta en el lomo de un perro. Perro, por cierto, que uno no sabía si estaba vivo. ¿Dormía o era un adorno disecado?
–¡Compren su mierda y váyanse! –soltó el tuerto.
Estaba a punto de iniciar “el-señor-es-mi-pastor” cuando apareció Musulungo. La paz estuvo con nosotros. El tuerto era tuerto, pero no gafo. Vio el tamaño de mi amigo y bajó el tono.
–¿Dónde está el baño en esta mierda? –preguntó Musulungo.
El encargado señaló con la boca. Cuando desapareció Musu, Solounojo volvió con la botella: “Chamo, en serio, váyanse rápido”.
–¿Por qué? ¿Qué nos va a pasar? ¿Esta vaina está maldita? ¿Hay un muerto aquí?
–Qué maldita ni que muerto, marico. Váyanse porque los van a robar.
Musulungo daba pasos chucutos mientras se arreglaba la camisa. Algo vio en mi cara porque apuró el tumbao que tienen los guapos al caminar. No lo dejé llegar:
–¡Vámonos pal coño!
–¿Qué pasó?
–Dale pal carro y después te digo.
–Ya va, ¿señor, tiene Belmont?
–No hay.
–Coño ’e la maire, cómo no va a haber cigarros en esta mierda.
–No dije que no hubiera cigarros. Belmont no.
¿Se arrechó Solounojo por el tono de Cecilio? Intenté decir algo, pero no articulaba, solo salivaba.
–Bueno, ¿qué tiene?
–Lucky.
–Esa vaina es como fumar papel. En fin, dame dos.
En la entrada había una sombra. Se podía ver que alguien o algo rondaba. ¿Esperándonos? ¿Seguía el carro afuera?
Salimos.
No había nadie. Ni carro ni gente. Me dieron ganas de ir al baño.
Musulungo prendió un cigarro. El James Dean de Barlovento. Me pasó el Lucky.
–¿Y estos maricos?
Me encogí de hombros. Literalmente, me sentía enano. Pitufonervioso.
CORNETAZO.
El corazón rebotó del estómago al escuchar la corneta-camionera. El Malibú estaba más adelante, camuflado entre un zaguán y la oscuridad, como un camaleón del tamaño de Godzila.
Caminé hacia ellos. Era un ventilador con piernas. Buscaba en cada esquina a un malandro. Nada.
–Le dimos la cola a un tipo que estaba en la puerta. Iba pa’ ahí mismito –dijo Luis.
–Le dieron ¿qué? –pregunté.
Del miedo pasé a la rabia. Quería incendiarlos. Quería cobrarles los quince minutos más agonizantes de mi vida. Quería…
No conté nada.
–Mira, ahí viene el tipo… con otro pana.
–¡Arranca, Luis! –grité.
–Pero…
–¡Arranca o nos van a coger!
Me salió con tanta convicción que el motor se escuchó hasta en Petare. Vi a los dos “panas” seguirnos con la vista por el retrovisor. Uno tenía algo en la mano. ¿Una botella? ¿Un chopo?
–¿Esos tipos eran gays, Jován?
Estallamos en risa. La pregunta de César relajó el ambiente. Ahí sí relaté lo que había vivido mientras Cecilio estaba en el baño. Después de hacerle comprender a Musulungo que no era una buena idea volver para malograrle el único ojo que le quedaba sano al hombre de la barra, retomamos el camino. Pero… ¿qué camino?
Ya pasamos por aquí
Una, dos, tres veces. ¿Cuál era la vía? “Dale por aquí”, “no, por aquí”. La botella pasaba, los cigarros pasaban y también un árbol que hacía media hora había visto. Le pedí a Luis que se detuviera. Desde la parada en el bar, fui el que menos bebió o el que lo hizo más lento. Como fuera, era el que tenía el panorama más claro. Y eso era un motivo de esperanza en medio de una terrible oscurana.
–Si pasa un autobús volando, nos escachapan –advirtió Luis
–Entonces bájense todos.
Les demostré que ya habíamos pasado por allí varias veces. No era un buen plan “ir hacia arriba”, como propusieron. Primero, porque eso significaba devolvernos y podríamos terminar en el lugar del que huimos. Y segundo, porque para La Guaira no se “sube”, se baja. Pedí un cigarro, aunque no me apetecía. Me tiraron el encendedor y rebotó de mis manos. ¡Lo que faltaba! Me agaché para buscarlo y vi algo debajo del carro. No estaba seguro si era una piedra o una rama. Estaba exactamente en mitad del Malibú. Conseguí el yesquero. Le di a la rosquilla y…
–¡Coño, coño, coño!
–¿Qué?
–¡Mierda, marico!
La cabeza de un gato y el resto de su “cuerpo” nos acompañaba. La cara daba hacia el motor, las tripas hacia la maleta. Lo asumí como un anuncio. Algo iba mal y la tendencia –irreversible– era a empeorar. Pero por muy mal que lucía, no estaba preparado para la imagen más cagante de mi vida, una imagen que, cada cierto tiempo, vuelve a mí.
Le pedí a Luis que adelantara el carro. Solo un poco. ¿Habíamos atropellado al gato? Improbable. Alguien o algo lo colocó debajo de nosotros. Tal vez llevaba un tiempo ahí. Revisé el parachoques. No había sangre. Curioso. Me sentía Yoda aplicando la lógica. El resto parecía congelado en carbonita.
–Vamos a aplicar la lógica. Algo hacemos mal. Vamos a montarnos todos en el carro. Voy de copiloto, así que estaré atento al camino a ver si es que estamos repitiendo un tramo y por eso estamos yendo en círculos.
Puerta cerrada. Puerta cerrada. Puerta cerrada. Puerta cerrada.
Entonces Luis encendió las luces.
MIERDA-MARICO-MIERDA-COÑO-MIERDA-QUÉVERGEJESA
Imaginen a Escarlata, la pareja de Perolito (Emilio Lovera), en la Radio Rochela. Una Norah Suárez que gruñía y no daba risa. ¿De dónde había salido? ¿Cómo no la habíamos escuchado?
–¡Es una bruja! –gritó César.
Los de atrás se tapaban la cara.
–No es una bruja, las brujas no existen –respondí con el corazón en la lengua.
No tenía dientes. El pelo no había sido lavado en años. La ropa era una tela cortada. Algún día tuvo la piel blanca.
Emprendió su camino hacia el carro a paso lento, dirigiéndose al costado derecho de la trompa del Malibú. Es decir, hacia mí.
¡Pum! Le dio con la mano al capó.
–Luis, ¡arranca! –balbuceé.
Luis no respondía.
¡Pum! A dos pasos. Pude detallarla por completo.
–Luis, ¡arranca, mamagüevo!
¡Pummm!
Estaba a un paso. Sentía su peste. Vi extender lo que alguna vez fueron uñas hacia mi brazo, cuando tronó el motor. Luis giró el volante y durante un segundo ella y yo nos vimos a los ojos. Fue un segundo para toda la vida.
Arrancamos. Pude ver como la figura de Escarlata se achicaba por el retrovisor.
–¿Se fue la bruja? –preguntó César.
–No era una bruja. Debe ser una recogelatas que estaba dormida ahí y la despertamos.
No lo dije para hacerlo sentir mejor. Trataba de convencerme a mí.
Silencio. El resto de viaje fue puro silencio. Empezamos a ver la luz cuando llegamos a La Guaira. No había ánimo para quedarse. Sólo nos bajamos un rato para terminar de ver salir el sol. Fumamos el último cigarro. Alguien había guardado una caleta y, dados los acontecimientos, decidió compartirla. Empezaban a llegar los que arreglan los toldos y las sillas. Emprendimos el regreso a Caracas.
Todo el jaleo me había hecho olvidar algo: no avisé que iba a salir. Solo pensar en la cantaleta de mi vieja me dio dolor de cabeza. Traté de ordenar mis pensamientos. ¿Le podía decir a mi mamá que nos retrasó una bruja? ¿Con este aliento a anís y los ojos como dos semáforos? No, no era una opción.
–¿Chamo y ahora qué hacemos?
La voz era finita, como la de un niño, pero no íbamos con niños.
Era Musulungo. De la gritería, cuando apareció lo que apareció, quedó afónico. Nos cagamos de la risa.
–Yo tengo que irme para la casa, ando con el bléiser de mi hermano, expliqué.
Por recorrido, debían dejarme primero.
A media cuadra de mi casa, cuando ya el día parecía haber terminado, pasó que…
–¿Qué pasó, marico?
–Se apagó.
–¿Cómo que se apagó?
–¡Bueno, güevón, que hay que empujar!
Luis seguía al volante mientras el resto poníamos nuestras manos en la maleta, como Sansón. Al Malibú le dio por echar vaina.
En ese momento tenía un miedo mayor. Cuando me iba de farra, mi madre se acomodaba en el balcón. Si me veía empujar un carro, la cantaleta iba a tomar otros caminos. Hubiera preferido llegar en taxi y decirle que estaba tirando, lo cual llevaría a la incómoda conversación de sexo con la mamá más católica del mundo.
Como si fuera un mal chiste, la lancha volvió a la vida exactamente después de pasar por la fachada de mi edificio. No sabía si mi madre nos había reconocido. Sé que una figura estaba apostada en el balcón de mi cuarto. Cerré los ojos y, como el supuesto ateo que era en ese tiempo, hice mi gran promesa: no volvería a probar nada raro si diosito obraba el milagro y me volvía invisible. El Harrypotter de San Malandrino.
Me devolví corriendo. El ascensor estaba dañado. Subí saltando de dos en dos las escaleras. Abrí la reja. Abrí la puerta. Y estaba…
–¿Qué te pasó?
–¿Por qué? ¿Qué tengo?
Me toqué la cara.
–Estás páaalido. ¿Quieres una arepa?
Mi hermano mayor preparaba el desayuno.
–Fui a un velorio.
–Ah…
La puerta del cuarto de mis padres estaba cerrada.
–¿Tienes fósforos? –preguntó mi hermano, después de intentar varias veces encender la hornilla con un yesquero vencido.
Revisé mis bolsillos. Tenía la cajetilla que Musulungo había sacado del velorio y que Luis me había quitado.
–Déjame intentar –dije.
Estaba vez no hubo aire que apagara la cerilla. Sentí que podía relajar los hombros. Hasta que escuché el grito:
–¡Jován! ¿Y esa vaina?
Mi hermano señaló el bléiser que yo había colocado en el espaldar de la silla del comedor. Sobre el final de la manga se distinguía la huella de una pata, con sus uñas. La huella de un gato.
Jován Pulgarín
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo