Fotografía de ATTA KENARE | AFP
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“Quien hiere también cura”
Oráculo de Apolo
Ya llegamos al séptimo mes de confinamiento. Los datos abundan, proliferan –como los contagios– no así los significados. Para nosotros la verdad reside precisamente allí, no en los hechos. Intentemos adentrarnos en el poder medicinal del sentido, de lo imaginativo, de la riqueza psíquica. Porque el confinamiento va a continuar quién sabe cuánto más, y seguiremos aprendiendo a lidiar con él. Con lo que no podremos es con la ausencia de teleología, fuente de graves dolencias.
Acerquémonos a algunos dioses griegos, para conectar –la desconexión es uno de nuestros mayores males en la actualidad– con una parte fundamental de nuestros ancestros culturales y psíquicos, a la vez lejanos y tan cercanos, ya que como dejó dicho en sus Diarios íntimos Baudelaire: “Sólo las religiones son interesantes en este mundo”.
Una de las versiones de la historia de Asclepio, hijo de Apolo y dios de la Medicina como su padre, nos presenta ya desde su nacimiento el origen del arte de la curación. Su madre, Corónide, estando embarazada del dios, es asesinada por las flechas de Artemisa –hermana gemela de Apolo– debido a una supuesta infidelidad. Apolo, a pesar de su ira, no soporta ver morir a su propio hijo en el fuego que devora el cuerpo de la madre y, abriéndose paso entre las llamas de la pira, rescata al futuro médico divino del vientre materno. El mismo dios que había condenado a muerte a la madre es quien luego salva a su hijo: viva imagen de la sentencia “Quien hiere también cura”, atribuida a su oráculo.
¿De qué estamos siendo curados?
Luego de rescatarlo, Apolo entrega el pequeño Asclepio al centauro Quirón, quien le enseñará las artes medicinales. Este centauro está indefectiblemente asociado a la curación debido a su propio sufrimiento. Desde su nacimiento recibe una herida psíquica. Debido a su monstruosa apariencia, mitad hombre, mitad caballo, es rechazado por su madre, Filira, al mismo tiempo que es abandonado por su divino padre, Cronos. Más tarde, Heracles, su discípulo, lo hiere accidentalmente en una de sus patas con una flecha envenenada con la sangre de la Hidra. El perpetuo padecimiento causado por heridas incurables en su condición de inmortal, lo llevan a una incansable búsqueda de alivio a su dolor y lo convierten en un ser sabio y compasivo –cualidades, por lo demás, ajenas a los centauros–, y le otorgan la condición de curador herido. Imagen más que central para nuestro propio psiquismo, en relación al propósito y sentido de nuestras heridas.
Los santuarios dedicados a la curación de Asclepio –asclepia– poseían, además del templo principal donde se colocaba la estatua del dios y del estanque o manantial, un abaton o sala de incubación, donde los pacientes, que acudían al sagrado recinto desde los más distantes lugares, podían dormir y tener los sueños –en ocasiones, el dios mismo se aparecía al soñante– material primordial que sería interpretado por los sacerdotes del templo, como parte del proceso de curación.
Cuando la peste azotó a los romanos en los años 295-293 a.C., su propio oráculo apolíneo les indicó que debían invitar a Roma al Asclepio de Epidauro, en la región del Peloponeso. Por Ovidio sabemos que:
«Cuando cansados de tribunales, advierten que nada pueden los recursos humanos, nada las artes de los galenos, buscan el auxilio del cielo y acuden a Delfos, ombligo del mundo y oráculo de Febo, e imploran al dios que con su salutífero oráculo se digne socorrerlos en su desgracia, y ponga fin a los males de tan gran ciudad. Tanto el lugar como el laurel y la aljaba que porta el dios temblaron a la vez, y desde el fondo del santuario el trípode dejó oír estas palabras que impresionaron a sus aterrados corazones: ‘Lo que aquí buscas, romano, debiste buscarlo en lugar más cercano: búscalo ahora en lugar más cercano. No es Apolo quien os hace falta para mitigar vuestras penas, sino el hijo de Apolo…».
A partir de este entonces, será Asclepio –allí nombrado Esculapio– quien ocupará el lugar de su padre como el dios sanador de Roma. La manera en que es narrada la llegada del dios nos devela el inicio de la curación divina. La mirada y las plegarias de los afligidos romanos se elevan hacia los cielos cuando el tormento causado por la peste ante la inutilidad de sus recursos, los pone de rodillas. Entonces, escuchan y obedecen. La actitud humilde y reverente precede de la llegada del divino curador.
El legado de dos de las hijas dilectas de Asclepio, que alcanzaron su propio lugar dentro del ámbito de la curación, ha estado particularmente presente –aunque este pase inadvertido– en estos tiempos pandémicos. Higía, diosa de la limpieza y la sanidad –de cuyo nombre proviene la palabra higiene–, en la reiterada recomendación del lavado de manos, objetos, superficies, como maneras de prevenir el contagio. Panacea –la que todo lo cura y poseedora de extensos conocimientos en plantas medicinales–, en los esfuerzos que están siendo desplegados globalmente en la búsqueda de la vacuna –panacea– que detenga la actual viralidad. Resulta más notorio, sin embargo, la alta competencia entre países en la carrera por conseguir y comercializar la vacuna, la enorme inversión de dinero implicada en las investigaciones y el carácter economicista que priva.
Enfaticemos la actitud reverente de los griegos frente al ejercicio de las artes médicas recordando el primer párrafo de la versión clásica del juramento hipocrático:
“Juro por Apolo médico, por Asclepio, Higía y Panacea y pongo por testigos a todos los dioses y diosas, que he de observar el siguiente juramento, que me obligo a cumplir en cuanto ofrezco, poniendo en tal empeño todas mis fuerzas y mi inteligencia”
Héroes y tumbas
Cuando mencionamos la humildad frente al sufrimiento, aludimos a otro dios. De origen humilde, de múltiples atributos, y el más cercano a los hombres, Hermes, es conocido como el del montón de piedras, señor de los caminos, de las fronteras, de los límites, y eficiente mensajero y sirviente de los dioses olímpicos. Esta última condición lo aleja del ámbito de la nobleza –o del orgullo y la dignidad, atributos más representativos de su hermano, Apolo– y de las cualidades heroicas. El montón de piedras colocados para demarcar linderos y fijar límites y fronteras, tiene su equivalente en relación a nuestro mundo interno para señalar nuestros linderos psicológicos entre lo que somos y lo que no.
Pero se hace necesario diferenciar entre diversos tipos de sufrimiento (del latín ferre: soportar, sobrellevar, y de sub: bajo, debajo). Está aquel causado por algo que nos ocurre como individuos o a nuestro entorno cercano. También el que ocurre a una escala mayor, como las guerras o el omnipresente coronavirus. Y, por último, el creado por nuestra mente –nuestras lecturas e interpretaciones particulares de los eventos–, y que podría conducir a una depresión estéril, que no transforma, y que tampoco es un verdadero sufrir.
Soportar una calamidad, aprender a sobrellevarla es, a menudo, el único camino que nos conduce más allá de las limitaciones del ego y nos expande. No es poca cosa. El empeño de mantener el statu quo a cualquier costo, de aferrarse a roles y posesiones –al prestigio–, junto al riesgo de falsear la propia identidad, constituye la fuente de numerosos pseudo sufrimientos. En los actuales descalabros planetarios han sido inevitables las pérdidas de empleos y las quiebras económicas. Estamos siendo forzados a expandir las fronteras dentro de las cuales transcurría nuestra existencia, lo cual equivale a decir que tendremos que soltar, desprendernos, de muchas de nuestras creencias y prácticas habituales, y quedarnos un tiempo sin sustitutos o referencias. Luego, surgirá lo nuevo. Hermes, que nos ha ayudado a mover los límites, nos acompañará en este tránsito y nos conectará con aquellos aspectos internos –otros dioses– que requiramos para los nuevos ámbitos en que trascurra la vida. Aún si estos derroteros están más allá de este mundo, allí nos llevará este conductor de almas, justo hasta la frontera donde espera Caronte en su barca para continuar el viaje.
Detrás de este fenómeno viral, desconcertarte, inédito, que amenaza con desquiciar individuos y sistemas, habrá que encontrar algún sentido, aunque nos eluda. ¿Poner a raya lo titánico?
De diversas maneras la humanidad ha estado desbordada, fuera de sus límites, particularmente en sus formas de producción y consumo. En tales casos Hermes, en su paradójica naturaleza, acude nuevamente a poner balances, a establecer fronteras, entre lo humano y lo que deja de serlo. Este dios da la abundancia y de igual manera la quita; favorece nuestras arcas y asimismo produce pérdidas inesperadas. Otro exceso fácilmente constatable lo muestran las velocidades de la realidad virtual y la voracidad de millones de personas frente a ella, que conllevan, entre otros muchos, el paradójico riesgo de otorgar a estos numerosísimos contactos un cierto carácter desechable, o indigerible –a no ser que permanezcamos muy atentos y dosificados–, y que ha encontrado en la obligatoriedad del distanciamiento social una ocasión perfecta de extender sus dominios.
Al mismo tiempo, probablemente por las mismas razones (lo que te hiere, te cura), estamos ante la posibilidad de avanzar hacia una ampliación de la conciencia, más allá de los límites alcanzados hasta ahora. Estamos transitando, quizás, hacia nuevos modos de estar en el mundo –deo concedente–. Estamos atravesando un período liminal, estamos en transición. Solos no podemos, a riesgo de perdernos. Necesitamos mirar hacia el cielo y clamar por ayuda, por guía. Quizás el elusivo dios de los pies alados se haga presente. Quizás lo haga también el divino médico, porque lo que hoy necesita ser curado es algo más que las vías respiratorias.
Nuestro trato hacia la naturaleza, hacia los otros y hacia nosotros mismos, no siempre nos muestra como seres conscientes, sino más bien como trágicos. Quizás porque, según la visión de Plotino, estamos “a mitad de camino entre los dioses y las bestias”: los animales son mortales, pero lo ignoran; los dioses son inmortales y lo saben. Nosotros, más allá de los animales y aún lejos de ser dioses, somos mortales y lo sabemos. El carácter trágico mayor, no obstante, está encarnado en nuestra capacidad para destruir: a nosotros mismos, a otros o al planeta.
Recordemos algunos hechos más que lamentables. Desde el inicio de la Revolución Industrial hemos arrojado casi un billón de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera. Hemos degradado, desertificado incluso, enormes cantidades de suelo fértil (alrededor del 75% de la superficie del planeta), lo cual reduce enormemente su capacidad la absorción de ese CO2. Pero toxicidad y agresividad ocurren a diversos niveles. La autoridad, a menudo pervertida en mero poder, produce episodios como el reciente asesinato de George Floyd, quien, gritando al principio, y susurrando apenas al final, I can´t breath, I can´t breath, I can´t breath, muere mientras una rodilla uniformada atenaza su cuello durante siete minutos. El perpetrador, por cierto, acaba de salir en libertad, después de pagar una fianza de un millón de dólares. Sólo para referirnos a eventos protagonizados por funcionarios defensores de la ley, y no a sus jefes. Para solo mencionar algunas trágicas consecuencias de un vivir inconsciente, de un vivir desacralizado.
O inventamos o erramos
La empatía, la solidaridad y, sobre todo, la compasión, se asoman como los dones que el mundo parece necesitar para sanar. Sin conmovernos profundamente ante un auténtico sufrimiento –sin el movimiento para intentar aliviarlo o eliminarlo– nos deshumanizamos. Y aquí de nuevo aparece Hermes. En una notable escena de la Ilíada, este dios, en forma de joven guía, acompaña al rey Príamo en el trayecto desde Troya hasta el campamento griego, a intentar rescatar el cadáver de su hijo, a quien el implacable Aquiles ha masacrado. Algo ocurre cuando estos dos hombres se encuentran, cuando se miran. Lloran. Aquiles devuelve al viejo rey el cadáver de Héctor. Es Hermes el mediador. Las desdichas de nuestro transitar, el miedo, el dolor, la enfermedad, la muerte y todo tipo de pérdidas, pueden propiciar el surgimiento de cualidades y dones alejados del heroísmo –¡no necesitamos más héroes!–, y pueden, asimismo, encaminarnos hacia la recuperación del sentido de lo sagrado. Ya sabemos hacia donde volteamos cuando nos sentimos amenazados e impotentes. Pero, sobre todo, ya sabemos hacia donde no volteamos cuando nos sentimos perpetuamente triunfadores y en control.
En este caminar por mundos amenazados y amenazantes, fuera o dentro, el dios mercurial, de nuevo puede ser nuestro compañero. Aquí nos referimos, no obstante, a otro tipo de viaje; no el que hacemos hacia afuera, sino a ese journey que emprendemos hacia adentro. Confinados como estamos, con la movilidad exterior aún disminuida y el temor y las amenazas en aumento, este dios –esta posibilidad arquetipal– puede hacernos entrar en íntimo contacto con aspectos de nuestro psiquismo que están enfermos o de los cuales estamos desconectados, y propiciar la escucha que requiere la curación.
La creatividad, por ejemplo, cuya activación es indispensable para salir de un vivir repetitivo, neurótico; o la vinculación con la riqueza simbólica contenida en los sueños que, en nuestro andar dolorosamente laico debemos intentar descifrar sin un Templo de Asclepio al cual poder acudir, e incorporar como mensajes profundos de gran poder curativo. Ir hacia adentro, descender, incubar, son maneras más que pertinentes, y aún necesarias, de cuidarnos en los tiempos que corren (aunque en el encierro sintamos que no corren tanto…) y propiciar la curación.
Tal vez, en la intimidad de sus diarios, Baudelaire se refería a asumir la vida con una actitud religiosa, más allá de los credos, pero con reverencia hacia lo incomprensible, como lo único de real interés en este mundo, porque coincidía con Teilhard de Chardin en que el futuro de la humanidad es la conciencia de Dios, después de un doloroso proceso de crecimiento. Y en nuestras circunstancias, pareciera lo único capaz de rescatarnos.
De resto, alguien perdido sale a buscar a alguien perdido, como dice Rafael Cadenas.
Elizabeth Rojas Pernía
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