Perspectivas

Diez ambulancias: el día que murió Maradona

Vista de un altar improvisado instalado por los fans de Maradona en Buenos Aires. Fotografía de Alejandro Pagni | AFP

25/11/2020

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Diez ambulancias llegan a la casa de Diego Armando Maradona en Tigre, como si la tarea no fuera llevarse su cuerpo, sino su leyenda.

Mientras los noticieros dicen que los agentes policiales de San Isidro apenas están llegando a la casa, en las veredas de Barrio Norte, asomados como quien busca alguna explicación en el aire, están todos los porteros.

Fuman.

Una joven veinteañera que acaba de obtener su título universitario, llena de harina y pintura azul por el rito burlesco con el que los amigos y familiares ridiculizan a quien se gradúa en este último día, pide servilletas para limpiarse las lágrimas mientras oye la nota de voz que le habla de la nota publicada en la web del Clarín.

Siete muchachos con kipás juegan en la Plaza Houssay, justo entre la Facultad de Medicina y Hospital de Clínicas. Una madre grita y llama a su hijo por su nombre. El muchacho es el dueño de la pelota, así que el juego se detiene. «¡No puede ser!», le devuelve el hijo a su mamá, quien le pasa el teléfono y le dice «Hablá con papi»…

Un paseador de perros avanza hacia la avenida Córdoba. Va llorando. Su mascarilla («barbijo» le dicen acá) tiene estampado el escudo de Boca.

Buenos Aires y el peso de la tarde que comienza es un luto húmedo. Alguien anota: miércoles 25 de noviembre y poco más de veinticinco grados de sensación térmica. 

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«Dicen que un vecino intentó reanimarlo y nada. Hace falta tener un radio. ¿No sentís que esto de internet cagó la radio? Hay que esperar que confirmen en tuíter, que confirmen en feisbu, que confirmen en las páginas web de la tele. Cuando murió Alfonsín… la radio. Ahora todos estaban encima del Diego hospitalizado y del Diego operado y… ¿sabés? Ahora nadie quiere bancarse a dar la noticia. Y todos se vuelven especialistas… todos saben más que nadie, pero nadie dice nada. Nada más el Clarín. ¿Sabés desde hace cuánto yo no le creo a Clarín? Hasta que no hablen Dalma o Gianinna no creo nada, porque es que son capaces de todo».

Una camioneta de la policía científica en la urbanización donde se encuentra la casa del futbolista argentino, en Benavidez, provincia de Buenos Aires. Fotografía de Juan Mabromata | AFP.

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«No han declarado los familiares», me confirma el celador del edificio a la vuelta. «Sólo ponen lo que la hija publicó en el Instagram cuando su cumpleaños. Sesenta años cumplió. Muy capo». Se refiere a un post de Gianinna Maradona de hace unas semanas, donde ella está pequeñita en su cuna mientras su papá se ha metido en el reducido espacio de la camita de la beba, en una actitud juguetona. Es el Maradona de finales de los ochenta, paternal y con la gloria de México 86 cerquita. Y el periodismo interpretativo de la televisión en directo no tarda en «descubrir» un tono de despedida en el texto filial de felicitación cumpleañera:

«Desde la cuna hasta la eternidad… mi gran confidente. El mejor cómplice. Desde que siempre le dé la mano a mamá, me ate los cordones antes de subir a una escalera mecánica, hasta que acelere en las curvas y siempre baile hasta el amanecer. Disney y también neuropsiquiátricos. Tangos en vez de cuentos para dormir. Lo disfruté en cada etapa de mi vida, algunas veces más cerca que hoy pero menos lejos que mañana. Mi gran ejemplo de todo lo que sí y todo lo que no. A quien admiro, ayer, hoy y siempre. Quien me enseñó a perdonar, a perdonarme. A perderme para volver a encontrarme y empezar de nuevo».

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«Podés detestarlo, como no. Cada quien en lo suyo. Pero no alegrarte. Alegrarte es otra cosa. Hay que tener claras las dimensiones. Soy de Ríver y tengo la edad que tengo. Nadie nos hizo más daño. El asunto es que si se muere un grande, como sos pequeño te callás. Más aún si lo viste jugar. Y esto no tiene nada que ver con si era buena persona o no, porque hay que estar muy jodido para creer que hay buenas personas. Eso de creer que todos somos iguales es muy de izquierdas y no me va. Si querés comerte el verso, bien. Ahora, en el fútbol no hubo otro así. Nunca. ¿Te parecía un imbécil? A mí Cassius Clay me parecía un imbécil. Y ninguno mejor. Este que cantaba, el de la mafia, Sinatra. Dicen que era un imbécil. Y que estaba con la mafia. ¿No era un genio en lo suyo por eso? Yo no lo quería como marido de mi hermana, ponele… sino en la cancha, con el balón». 

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En el inframundo dos punto cero se habla menos de fútbol que de moral.

Una parte del contenido digital plantea memes que orbitan los lugares comunes y ordeñan el humor que pueden de los tópicos de la drogadicción, mientras otra se dedica a la conexión histórica y política.

La coincidencia en la fecha fúnebre con el dictador cubano Fidel Castro hace que, como cantaba el Sonero Clásico del Caribe, varias voces digitales hagan sobre una tumba una rumba. Y por cada video que hay de aquel gol de La Mano de Dios hay otro con el segundo gol contra Inglaterra.

Ninguna de las voces digitales que leo explican contextos ni distancias. Los debates entran en territorios estériles. Casi bochornosos. Adjetivos van y vienen, en una discusión a tuit abierto que brinda un laboratorio retórico en tiempo real para explicar cómo funciona la falacia argumentativa ad-hominem.

A ninguna muerte le calza el ajustado mocasín de la risa.

A ninguna.

Ni siquiera en las caras de quienes sienten que la rabia es motivo suficiente para celebrar. 

6 

El gran error de Aquiles no fue vencer a Héctor, sino lo que vino después.

Si algo nos enseña la epopeya es que, en toda guerra, quien es el héroe de su nación es visto como un verdadero hijo de puta por el pueblo del ejército enemigo.

Y aun así sigue siendo un héroe.

Fue Zeus quien decidió la muerte de Héctor: puso en la balanza las almas de ambos y el peso determinó que Héctor debía morir. Es así como la lanza de Aquiles da con el cuello del troyano, la única región desprotegida por su armadura.

Así es la guerra.

Cuando el rey Príamo fue al campamento de los aqueos a pedir que le entregaran el cuerpo de su primogénito, Aquiles le niega ese honor último.

Así no es el luto.

Cuando Aquiles decide atar el cadáver de Héctor al tropel de su rabia y humillar el despojo de su cuerpo, en lugar de permitirle la sepultura honrosa, la hybris inunda de pena el futuro del héroe, opacando el brillo de la gesta, de la victoria.

En esta foto de archivo tomada el 22 de junio de 1986, el delantero argentino Diego Armando Maradona anota su segundo gol durante el partido de cuartos de final de la Copa del Mundo entre Argentina e Inglaterra en 1986, en la Ciudad de México. Fotografía de archivo. Staff | AFP.

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Quizás el Diego nunca sintió que hubo contendiente a la altura de su épica, así que tuvo que asumir el doble papel y convertirse en su enemigo más peligroso. Cada vez que se oye en la televisión el testimonio de alguien que lo conoció, hace la advertencia casi tierna de que “tenía sus cosas”, “es un momento para hablar de lo bueno”, “su vida pública tuvo muchos matices”. Es imposible dejar por fuera de su relato aquel mundial de México 86, lo que significaban Inglaterra y el contexto bélico de Malvinas, su paso por el Nápoli y lo que significaba ver a un solo hombre echarse encima a un equipo puesto a su servicio, haber conseguido que todo el sur de aquel país hinchara a Argentina en un Mundial de Fútbol hecho en Italia, las alegrías en Boca Juniors y su gloria en vida sería una estupidez. Una estupidez del mismo tamaño que ocultar el resto de las sombras, más parecidas a la biografía de un boxeador en decadencia que a la de uno de esos atletas a quienes les exigimos que sean mejor ejemplo que los políticos, que los empresarios y que los activistas, sin importar que los hayan soltado al mundo de los reflectores sin mayores herramientas que saber driblar como nadie un amasijo de cuero y aire que nos permite jugar a la guerra de vez en cuando sin matarnos. Matándose él. A sí mismo. Aquiles y Héctor en una misma carcaza, todavía tibia en su casa de Tigre mientras los periodistas le gritan preguntas a sus hijas desde la calle, buscando una exclusiva como si estuvieran en 1986 y no supieran que la versión oficial los atacará por la cuenta en Twitter de alguien de la familia. Se equivocaba Calamaro: no es la Biblia junto al calefón, sino la Biblia y el calefón a la vez. Ha muerto un hombre que todavía es documento en las cintas de VHS que quedan en las casas de nuestra infancia, cuando no se podía ir a YouTube a ver uno de los poquísimos toques de balón que hizo con la camiseta del Barcelona, antes de la hepatitis y otros engaños. Aquiles y Héctor en una misma biografía, en la que el héroes de generaciones decidió humillar al cuerpo de lo que quedaba y ser él, y nadie más, el único culpable. Porque quién más iba a poder hacerlo. ¿Tú? ¿Yo? ¿Quién? Sólo Diego… sólo el Diego, sin apellido. Así, como Aquiles y Héctor, dejando los apellidos para la parte de atrás de las camisetas. Diego versus Maradona. El juego del siglo. 

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No hay noticias oficiales, pero ya los consultados analizan aquello que no ha sido dicho. Son cronistas intentando adivinar el final del evangelio según el fútbol. Todos los medios presentes tratan de armar un puzzle que elucubran a medida que se oyen a sí mismos: como nadie da detalles sobre la muerte de Diego Armando Maradona, habrá quien pueda irlos inventando… y acierte.

Es así como el luto sabotea los almuerzos. En las cafeterías de Corrientes los mandos a distancia sirven para ir de canal en canal en las pantallas que tienen hipnotizados a quienes pidieron esa comida que se enfría.

No hay apetito: la ciudad entera es un velorio sin cuerpo presente.

Cada quien despide al Diego que recuerda en su singular ejercicio de la memoria.

Y esas tiendas que cierran a la una de la tarde hoy desdeñan la idea de una siesta en el calor húmedo de la primavera y siguen viendo la tele.

Después de oír a un parco Juan Sebastián Verón, con la torpeza de los obituarios que la emoción llena de autocensura, uno de los canales argentinos de noticias en la televisión por cable contacta con un periodista que está en Italia.

Mañana el Nápoli juega contra el Rijeka. Aún no han terminado el informe forense y ya Luigi Di Magistris, el mismísimo alcalde de Nápoles, y el presidente del club de fútbol local, Aurelio De Laurentiis están proponiendo cambiarle el nombre al Estadio San Paolo por el de Diego Armando Maradona.

Desde Buenos Aires, mientras, se habla de tres días de luto. Nadie confirma. 

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Buenos Aires sigue en silencio y cada televisor de plasma pagado en cuotas se convierte en la breve ventanita de un ataúd que quizás nadie podrá ver de cerca, por aquello de la distancia social y los protocolos sanitarios. En algunas de las tomas se ven las diez ambulancias esperando ver cuál es la que tendrá el oficio fúnebre de llevar al héroe. 

Que sean diez también es un gesto, casi una maniobra publicitaria de aquellos tiempos de excesos en los que ser noticia era otra cosa y no esta nietzscheana resonancia de creer que ha muerto Dios: lo mataron los medios. 

Los aficionados se reunieron frente a la morgue en San Fernando, provincia de Buenos Aires. Fotografía de Juan Mabromata | AFP.

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Es una muerte que más de uno siente que predijo, al ver la noticia de su hospitalización en este año que parece querer llevarse todo. En mitad de una pandemia, cuando todas las pantallas de nuestra vida están repletas de cifras que nos transformaron en números de muertes y contagios, el más memorable de los 10 se muere junto a varios, entre otros, en medio de tantos.

“Hasta muriendo le ganó a Pelé… que mira que ese sí que era población de riesgo”, me dice el celador mientras apaga la colilla en la suela del zapato, riendo con la sorna de quien siente que le ganó una a Brasil, como en el empate de Ríver de anoche en el minuto noventa ante el Paranaense. Uno a Uno.

Busco el mensaje que puso Pelé sobre la muerte de Maradona. Se lo leo en voz alta: «Qué noticia triste. Perdí un gran amigo y el mundo perdió una leyenda. Queda mucho por decir, pero por ahora pido que Dios le de fuerza a sus familiares. Un día espero que podamos jugar al fútbol juntos en el cielo». Me responde: “¿Viste? Diego llegó primero, así que al menos jugamos de locales”.

Aparece en la tele la ambulancia elegida llevando el cuerpo y la leyenda. En la toma, casi cenital, se oye como desde algún departamento vecino han puesto el largo e instrumental comienzo del himno nacional. Y entonces anuncian de manera oficial que el velatorio será en Casa Rosada. Algunos vecinos vuelven a sonar desde los balcones. Aplauden y no corean un nombre. No les alcanza. Ha terminado la tarde de silencio, porque desde las casas cercanas a esa ambulancia que se vuelve carroza que entrega al héroe interrumpen el relato del reportero, quien se calla y deja oír el «¡Ar-gen-tina! ¡Ar-gen-tina!»

*** 

Texto elaborado a partir de testimonios de clientes y empleados de La Molinera, transeúntes de la Plaza Houssay y de las avenidas Santa Fe, Córdoba y Corrientes,  y personal del edificio residencial donde vivo, a minutos de haberse conocido la noticia de la muerte de Diego Armando Maradona, contando con su permiso oral y buena disposición.  


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