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Diario literario 2024, septiembre (parte II): Carrère, Joseph Roth en el cine, Basilea, Paracelso y Borges
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Milán, domingo 8 de septiembre de 2024
Mientras leía la novela de Dumas, El tulipán negro, se me vino a la memoria la prosa de Emmanuel Carrère, precisa, instrumental, sin la vulgaridad de Balzac ni la divina elaboración de Flaubert. Leo en una entrevista reciente que no andaba descaminado. Dice Carrère que, en efecto, Dumas fue una de las lecturas preferidas durante su adolescencia. Pocos contadores de cuentos como Dumas padre. Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo o la estupenda La San Felice, se encuentran entre los mejores cuentos de la literatura de todos los tiempos. Y, probablemente sin el ingenio de su contemporáneo Houellebecq, Carrère es un estupendo contador. Y no sólo de lo que le pasa a los otros, reales o imaginarios, sino de lo que pasa a él. Y me recuerda mi poesía de hace cuarenta años, inscrita dentro de la tradición de la poesía confesional, como la crítica se refería a la lírica escrita por vates como Snodgrass, Lowell y Sexton, cuyos asuntos no dejaban de lado la intimidad propia o familiar. Es uno de los atractivos de Carrère, tal vez el menos admirable, la reiterada referencia a su vida privada, hasta convertirla en una metaficción al uso de tantos contemporáneos que con menos acierto incursionan en la resbalosa temática.
Milán, lunes 9 de septiembre de 2024
Joseph Roth en el cine
No sé si Joseph Roth fue el primero, pero parece una discreta tradición la de estupendos escritores que también han ejercido la crítica cinematográfica. Borges y Cabrera Infante son apenas dos nombres que se me ocurren mientras escribo estas líneas. Son más de cien los escritos y reseñas recogidos en la edición italiana: La aventuriera di Montecarlo (Adelphi, 2015). Datan, las primeras, de 1919, y las última de 1935. La mayoría apareció en el Frankfurter Zeitung, del cual Roth fue privilegiado colaborador. Por desgracia, buena parte de las cintas consideradas está fuera de circulación. A las pocas conocidas, como Nosferatu, Los Nibelungos o Bajo los techos de París. A este film de René Clair, Roth dedica algunas líneas memorables. Esta es apenas una traducción de la versión al italiano:
La historia se desarrolla en la atmósfera urbana de París, de la misma manera en la que una canción popular nace del alma de algún paisaje. Es como si la trémula niebla que transcurre siempre bajo los techos de París diera lugar a los eventos que se suceden bajo ellos. La ligera calina grisácea suspendida sobre el danzante enredo de las chimeneas, en la primera escena del film, semeja una cortina que se disolviera para transformarse en el espectáculo que escondía dentro de sí. Y el fin del espectáculo no significa la interrupción, sino el regreso a la niebla, su origen y residencia. Del mismo modo que en el cosmos se forman y se pierden las ondas, las canciones surgen y se sumergen en la profundidad eterna de las melodías del mundo… Toda la vieja, decaída, y siempre decadente dulzura de la vida popular parisina queda aprisionada en tales imágenes… En la placita redonda y apartada de Montmartre canta el acordeón, el instrumento musical de los pobres…
En páginas como esta siente uno el terso lirismo de la prosa de Roth. del que hablaba el poeta Michael Hofmann, su mejor traductor al inglés.
Milán, martes 10 de septiembre de 2024
Basilea, Paracelso y Borges
Hablando de Basilea, me recuerda Luis José García que en esa ciudad de su Suiza natal, Paracelso, el gran sabio y alquimista del siglo XVI, realizó uno de sus hechos más admirables. Se trata de la materialización que, después de la discusión con un joven que pretendió ser su discípulo, Paracelso, ya en la soledad de sus habitaciones, realizó a partir de las cenizas de lo que había sido una rosa o violeta y, musitando en voz algunas palabras no escuchadas por nadie, volvió la flor a su estado natural. Borges, quien retoma la historia en una de sus ficciones, no pudo, o no quiso, decirnos el color de la rosa o violeta de Paracelso. La fuente del escritor argentino es la que dice en su epígrafe: el tomo XIII de la edición de las Obras completas de Thomas de Quincey, un escritor cuya erudición, envidiada por Borges, seguramente, sólo podía, si acaso, ser comparada con la de su maestro en el opio y en la filosofía, Samuel Taylor Coleridge. Borges no lo menciona, pero en la misma página en la que se alude oblicuamente a la historia de Paracelso, De Quincey se refiere a otra historia análoga a la de la flor. Se trata, en efecto, del Ave Fénix. Dice de Quincey en este tomo XIII de su ópera omnia, cuando exalta los supuestos logros de la química de su tiempo: “Incluso la fábula del Ave Fénix, ese pájaro secular que prolongaba su solitaria existencia, y sus solitarios nacimientos, a lo largo de siglos…” Una oportuna nota a pie de página del editor nos recuerda que de Quincey estaba pensando en el Sansón Agonista, de Milton, cuando mencionó al Ave Fenix:
So Virtue, given for lost,
Depressed ann overthrow, as seemed,
Like that self-begotten bird
In the Arabian Woods embost,
That no second knows nor third
And lay erewhile a holocaust,
From out her ashy womb now teemed,
Revives, reflourishes, then vigorous most
When most unactive deemed;
And, though her body die, her fame survive,
A secular bird, ages of live.
Agrega el editor: “La fábula del Fénix era que había un maravilloso pájaro árabe, el único de su especie el cual, cada 500 años, volaba hasta Egipto para morir allí, y dejaba sus cenizas como unos restos de los cuales nacía su sucesor, el Fénix siguiente”. Recuerdo otro pájaro imaginado que consigna el mismo Borges (¿quién más?) en su Manual de literatura fantástica. A Bao A Qu era como se llamaba el fantástico plumífero (fue también el nombre de una de las editoriales más exquisitas que he podido conocer. Sólo dos títulos alcanzaron a publicar estas Ediciones del A Bao A Qu: El pesa-nervios, de Antonin Artaud, y El monte análogo, de René Daumal). Esta es la fábula según Borges:
A Bao A Qu
Para contemplar el paisaje más maravilloso del mundo, hay que llegar al último piso de la Torre de la Victoria, en Chitor. Hay ahí una terraza circular que permite dominar todo el horizonte. Una escalera de caracol lleva a la terraza, pero sólo se atreven a subir los no creyentes de la fábula, que dice así:
«En la escalera de la Torre de la Victoria, habita desde el principio del tiempo el A Bao A Qu, sensible a los valores de las almas humanas. Vive en estado letárgico, en el primer escalón, y sólo goza de vida consciente cuando alguien sube la escalera. La vibración de la persona que se acerca le infunde vida, y una luz interior se insinúa en él. Al mismo tiempo, su cuerpo y su piel casi translúcida empiezan a moverse. Cuando alguien asciende la escalera, el A Bao A Qu se coloca casi en los talones del visitante y sube prendiéndose del borde de los escalones curvos y gastados por los pies de generaciones de peregrinos. En cada escalón se intensifica su color. Su forma se perfecciona y la luz que irradia es cada vez más brillante. Testimonio de su sensibilidad es el hecho que él sólo logra su forma perfecta en el último escalón, cuando el que sube es un ser evolucionado espiritualmente. De no ser así, el A Bao A Qu queda como paralizado antes de llegar, su cuerpo incompleto, su color indefinido y la luz vacilante. El A Bao A Qu sufre cuando no puede formarse totalmente y su queja es un rumor apenas perceptible, semejante al roce de la seda. Pero cuando el hombre o la mujer que lo reviven están llenos de pureza, el A Bao A Qu puede llegar al último escalón, ya completamente formado e irradiando una viva luz azul. Su vuelta a la vida es muy breve, pues al bajar el peregrino, el A Bao A Qu rueda y cae hasta el escalón inicial, donde ya apagado y semejante a una lámina de contornos vagos, espera al próximo visitante. Sólo es posible verlo bien cuando llega a la mitad de la escalera, donde las prolongaciones de su cuerpo, que a manera de bracitos lo ayudan a subir, se definen con claridad. Hay quien dice que mira con todo el cuerpo y que al tacto recuerda la piel del durazno.»
En el curso de los siglos, el A Bao A Qu ha llegado una sola vez a la perfección. El capitán Burton registra la leyenda del A Bao A Qu en una de las notas de su versión de las Mil y Una Noches.
No tenemos porqué dudar de la existencia del A Bao A Qu. Lo que es menos cierto es que el “capitán” Burton “registre” la historia. No, al menos, en mi vieja edición completa, en tres tomos, de su espléndida traducción al inglés.
Milán, miércoles 11 de septiembre de 2024
Santa Teresa en inglés
VIVO SIN VIVIR EN MÍ
I live, but yet I live not in myself.
For since aspiring to a life more high
I ever die because I do not die.
This mystic union of Love divine,
The bond where by alone my soul doth live,
Hath made of God my Captive –but to me
True liberty of heart the while doth give.
And yet my spirit is so sorely pained
At gazing on my Lord by me enchained,
That still I die because I do not die.
Alas, how wearisome a waste is life!
How hard a fate to bear in exile here
Fast locked in iron fetters lies my soul,
A prisioner in earth’s mournful dungeon drear.
But yet the very hope os some relief
Doth wound my soul with such tormenting grief,
That still I die because I do not die.
La traducción de este fragmento, y del resto del poema celebrado de Teresa de Jesús, es fruto del trabajo colectivo de las monjas benedictas de la Abadía de Stanbrook, uno de los más ilustres reductos de la fe católica en Gran Bretaña. Fue fundada en 1625 por nueve monjas, una de las cuales era biznieta de Santo Tomás Moro, sabio y mártir de la psicopatía de Enrique VIII. Las hermanas decidieron compensar la pérdida de la musicalidad del original, no con líneas rimadas en busca de un efecto parecido (siempre la más desviada de las escogencias), sino con el equivalente de esa música en la métrica inglesa. De este modo han conseguido poner los octosílabos del original castellano en preciosos pentámetros yámbicos que, como se sabe, es el metro clásico de la poesía británica, y el de mucha de la lírica greco-latina. El resultado es una muestra de las posibilidades de esta prosodia métrica y no silábica, como la castellana. El vate anglosajón debe escribir un verso con cinco pies yámbicos (sílaba débil seguida de sílaba fuerte): I live, but yet I live not in myself. Esto no es todo, sin embargo. Las palabras acentuadas, casi siempre mono o bisilábicas, deben ser las más relevantes del poema, en general verbos o sustantivos: live, self, life, die, Love, bond, soul, made, God, me, heart, give, Lord, grief, y así por el estilo. Ya quisiera uno para Shakespeare el cuidado de estas monjas a la hora de confeccionar sus versos.
Este es el inspirado fragmento en el original castellano de Castilla:
Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.
Aquesta divina unión
del amor con que yo vivo,
hace a Dios ser mi cautivo,
y libre mi corazón:
mas causa en mí tal pasión
ver a mi Dios prisionero,
que muero porque no muero.
¡Ay, ¡qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel y estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa un dolor tan fiero,
que muero porque no muero.
Pocas veces, en la lírica clásica castellana, el empleo de la palabra pasión se justifica tanto como en las endechas de la santa. De su corazón apasionado da cuenta en sus no pocas veces conmovedoras memorias, recogidas en el Libro de Vida de Santa Teresa de Jesús (Biblioteca de autores Cristianos). De ellas se serviría, un siglo más tarde, Gian Lorenzo Bernini para su divinamente erótico mármol, L’estasi di Santa Teresa, en la romana iglesia de Santa Maria della Vittoria. Esta es la página que inspiró al gran escultor:
Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal… No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos se abrazan… Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas: al sacarle me parecía las llevase consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de dios. Era tan grande el dolor que hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que pone este grandísimo dolor que no hay que desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico a su bondad lo de a gustar a quien pensare que miento… Los días que duraba esto andaba como embobada, no quisiera ver ni hablar, sino abrasarme con mi pena, que para mí era mayor gloria, que cuantas hayan tomado lo criado.
Tanta era la conmoción que estas experiencias provocaron entre los seguidores de Teresa, que las autoridades eclesiásticas le prohibieron (como si esto fuera asunto burocrático) que se abandonase a esos episodios de éxtasis. Se dice que obedeció, lo cual impidió que la situación se reiterara. Once is not enough. Sin embargo, la iglesia le asignó un día de las calendas, el 25 de agosto, a lo que se conoce como la “Transverberación del corazón de Santa Teresa”.
Milán, jueves 12 septiembre de 2024
Sólo los griegos
Refiere Tucídides en su Guerra del Peloponeso, la arrogancia de los atenienses, animados por el insensato Alcibíades, al declarar la guerra a la siciliana Siracusa. Todo comenzó en 415 aC con el asedio a la ciudad recién fundada por Dionisio. El asedio terminaría en un desastre. Atenas perdió su brillante flota, miles de soldados fueron muertos, la economía en caída libre, y cantidad de prisioneros en las inhóspitas cuevas en las afueras de la ciudad. El oscuro fin de la luminosa ciudad de Pericles. En tiempos de concordia, Esquilo estrenó muchas en Siracusa, la perdida Mujeres del Etna, entre otras. Sin embargo, para 415cC las glorias del maestro habían menguado. Nadie parecía recordarlo, entusiasmados por el moderno teatro de Eurípides. Plutarco cuenta que los siracusanos adoraban al autor de Bacantes. A pesar de las inhumanas condiciones a las que había reducido a los cautivos atenienses, los habitantes de Siracusa eran, al fin y al cabo, griegos también. No otra circunstancia serviría para explicar la liberación de cantidad de prisioneros de la potencia enemiga. Plutarco insiste en que no eran muchos los que recuperaban la libertad. Una sola condición impusieron los insulares. Que el privado de libertad se supiera de memoria por lo menos un fragmento de los poemas trágicos de Eurípides. A sus sesenta y cinco años, el gran trágico en su casa en las afueras de Atenas sería sorprendido por la visita de soldados recién liberados que llegaban a agradecerle haberles salvado la vida. Sólo los griegos.
Alejandro Oliveros
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