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Diario literario 2024, noviembre (parte II): un soneto de Robert Lowell, Taylor Eigsti en el Blue Note, Federico II y el soneto
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Milán, lunes 11 de noviembre de 2024
Un soneto de Robert Lowell
Con Peter Weisman mantengo una serie de afinidades electivas, una de ellas es la perversa inclinación por la lectura de diccionarios que, en su caso, ha llegado a convertirlo en autor de uno de ellos, el exquisito y, para muchos definitivo, Dictionnaire Étimologique et Critique des Anglicismes (Librairie Droz 2020), una de mis lecturas constantes desde que fuera publicado en 2021. Otra de las afinidades, que tiene no poco de generacional, es una admiración no-acrítica, por la poesía de Robert Lowell. Un apresurado comentario de hace unos días en este cuaderno sobre el poeta norteamericano, lo llevó a recordarme un soneto suyo uno de los mejores de los cientos que, con desigual fortuna, escribió. Desde sus imprecisos orígenes post-provenzales en la Sicilia de Federico II, gracias al talento prosódico de Giacomo da Lentini, quien escribió los primeros sonetos, no en toscano, sino en siciliano, el soneto ha gozado de un prestigio no siempre justificado. Es una forma en la cual se han escrito algunos de los más sublimes poemas, y muchos de los más detestables, en cualquier idioma. Su fama fue seriamente cuestionada por los mejores poetas del siglo XX, todos ellos deudores de la tradición de ruptura de la modernidad. Nunca los escribieron Pound, Eliot o Williams; o, en sus respectivas lenguas, Saint John Perse, Michaux o René Char. Ni Ungaretti, ni Cavafis, ni Trakl o Benn. En España, a la zaga de las vanguardias, casi todos los poetas lo cultivaron. En la tradición anglosajona, que es la de Lowell, no obstante, una reacción, un regreso al orden, fue asumido por poetas como el muy influyente W.H. Auden, quien retornaría a las prosodias tradicionales atrayendo la atención de jóvenes poetas a ambos lados del Atlántico. Uno de ellos sería Robert Lowell (1917-1976) quien, después de una afortunada etapa escribiendo tensos versos libres, se acogería al soneto para escribirlos por centenas, dos de ellos dedicados a la capital venezolana (“Caracas 1 y 2”) y recogerlos en por lo menos tres de sus colecciones de poesías.
Milán, martes 12 de noviembre de 2024
Un soneto de Robert Lowell (2)
Este es el soneto al cual se refería Peter Weisman. Lowell escogió una variación sobre una variación del soneto para escribir este y otros incluidos en libro como Notebook o For Lizzie and Harriet. Sobre el soneto clásico inglés, el de Shakespeare, por ejemplo, formado por tres cuartetas y un pareado de pentámetros con rima, el norteamericano dispuso sus catorce pentámetros yámbicos de forma irregular. El resultado es un texto más coloquial y menos dependiente de rimas y aliteraciones. Sigue mi intento de traducirlo al castellano en versos libres que, en las dos primeras estrofas destacan incluye aliteraciones (repetición de sonidos consonantes). no frecuentes en la poesía escrita en castellano. Una muestra, sin embargo, la conseguimos en San Juan de la Cruz: “y déjame muriendo / un no sé que que quedan balbuciendo”.
An unaccustomed ripeness in the wood;
move but an inch and moldy splinters fall
in sawdust from the amluminium-paint wall,
once loud and fresh, now aged to weathered wood.
Squalls of the seagull’s exagerated outcry,
dimmed out by fog… Peace, peace. All day the words
hid rusty fish-hooks. Now, heart’s ease and wormwood,
we rest from all discussion, drinking, smoking,
pills for high blood, three pairs of glasses –soaking
in the sweat of our hard-earned supremacy,
offering a child our leathery love. We’re fifty,
and free! Young, tottering on the dizzying brink
of discretion once, we wanted nothing,
but to be old, do nothing, type and think.
Una desusada madurez de la madera;
te mueves un centímetro y caen mohosas astillas
como aserrín de la pared pintada con aluminio,
una vez fuerte y fresca, ahora vieja madera envejecida.
Las gaviotas gritando con sus chillidos atenuados
por la niebla… Paz, paz. Todo el día las palabras
escondieron los oxidados anzuelos. Ahora el corazón en calma,
y el remordimiento, descansamos sin discutir, bebiendo, fumando,
pastillas para la tensión, tres pares de lentes –empapados
con el sudor de nuestra duramente lograda supremacía,
ofreciendo a un niño nuestro curtido amor. Tenemos
cincuenta y somos libres! Joven, por una vez tambaleando
en el confuso borde de la discreción. Nada pedimos, llegar
a viejos, hacer nada, escribir a máquina y pensar.
Taylor Eigsti en el Blue Note
Después de un par de días lidiando con la traducción del poema de Lowell, un poco de música en vivo era la mejor cura para una psique exhausta. Esta noche, invitados por Constanza y Alessandro, regresamos al Blue Note para un recital de Taylor Eigsti. Aparte de su genio precoz, sus grabaciones y reiteradas nominaciones y un premio Grammy, es conocido por su generosidad. No precisamente la prenda más conspicua entre los artistas. Y fue lo que marcó su actuación de hoy, y lo que le otorgó al espectáculo un ambiente amistoso. Hablaba de sus músicos como si fuera el promotor de cada uno de ellos. No exageraba, pero es que sólo sabíamos de él cuando se hacía cargo de su piano con sus virtuosas interpretaciones, el resto era compartir, dentro y fuera de la partitura. La sesión, que contó con las voces de un proteico Casey Abrams y una etérea Gretchen Parlato terminó, mientras tratábamos de entender cómo fue que pasaron los 75’ de música sin que nos diéramos cuenta , con un lírico solo de Eigsti sobre un clásico de la música popular norteamericana, que, en sus manos, sonaba como un fragmento inédito de una Fantasía de Schumann o un Estudio de Chopin. Caminando de regreso en la fría y transparente noche milanesa, podía sentir mi psique agradecida. “Dáles las gracias a Constanza y Alessandro”, le dije.
Milán, miércoles 13 de noviembre de 2024
Un compatriota lejano
Miguel Bonnefoy es un autor cuya geografía existencial parece ser tan imprecisa como la de sus ficciones. Nació en París, de madre venezolana y padre chileno de ascendencia francesa. Su vida parece tener el ritmo itinerante de los hijos de diplomáticos. Parte de su infancia y adolescencia las pasó en Venezuela. Del resto es poco lo que sé, salvo que escribe en francés y ha sido traducido a todos los idiomas importantes. He comenzado a leer su novela El viaje de Octavio, en la cual se reiteran las referencias al país suramericano. Se trata de una nueva expresión de realismo fantástico que en el continente ha encontrado algunos de sus mejores exponentes. La acción se desarrolla en una Venezuela borrosa, en un momento incierto del siglo XX. El autor expone sin sobresaltos una discronía, que data hacia 1908, cuando comienza la narración, situaciones que se produjeron cincuenta o sesenta años después. Bonnefoy agrega a los ingredientes tradicionales del realismo mágico, un raro sentido del humor digno de la mejor literatura del absurdo: Octavio, un robusto campesino en sus sesenta, no ha salido del analfabetismo. Cuando el médico que lo visita no encuentra ni lápiz ni papel donde escribir su receta, acude a una pobre mesa para anotarla, no sin advertirle a Octavio que cuando encuentre papel la trascriba y la lleve a la farmacia. Poco después de retirarse el médico el personaje se corta la palma de la mano derecha, se la venda, y carga con la mesa para enseñársela a la farmaceuta. En el camino, se encuentra con unos amigos quienes lo convencen de jugar una partida de dominó en el mueble. De seguidas se presenta a la farmacia, pero las indicaciones habían sido borradas en el juego. La dependienta le pide que escriba lo que le indicó el doctor ofreciéndole papel y lápiz. El hombre se excusa por la incapacidad de su mano derecha. Uno se imagina a aquel pobre hombre con una mesa a cuestas por las calles polvorientas del pueblo, con la mano vendada y la vergüenza si se descubre su situación analfabeta. Al principio, la risa es inevitable. Mas no dura mucho, cuando se recuerda que en esa triste ignorancia vivieron durante siglos los habitantes de los países post-coloniales de la región. Al final, Octavio es sacado del apuro por otro estupendo personaje:
Octavio observó aquella mujer que abría el propio corazón al frío brillo del suyo. Se fijó en su nariz sutil, su boca estrecha. Había en ella tanto de ardor como de soledad. Tímidamente le preguntó su nombre. Y ella respondió con su estridente voz, como si le hablara a un pueblo entero. “Yo me llamo Venezuela”.
Milán, jueves 14 de noviembre de 2024
Federico II y el soneto
No han sido infrecuentes los contactos entre los grandes emperadores y los poetas. Augusto mantuvo a Virgilio en su corte mientras trabajaba en la Eneida. Y, no tan lejos, es conocida la entrevista entre Napoleón y Goethe, en la que el “espíritu de la historia”, le recordó al vate alemán que su Werther había sido la causa de muchos suicidios entre los jóvenes europeos. Menos difundidas han sido las relaciones que durante mucho tiempo estableció el emperador normando Federico II Hohenstaufen con los poetas sicilianos. Sin embargo, gracias al decisivo apoyo de este príncipe, el surgimiento de la poesía “moderna” fue posible en Europa. En efecto, Federico, no sólo escribió poesía en siciliano, sino que animó a los jóvenes vates de su corte a que escribieran en vernáculo. El modelo era, por supuesto, el de los grandes trovadores que escogieron el occitano, la langue d’Oc, para escribir una lírica que está en los fundamentos de la poesía moderna. Por desgracia, no quedan muestras de esta poesía escrita en el siciliano original, ni siquiera de la del muy influyente Jacopo da Lentini, fundador de la escuela, “Il Notaro”, como lo distingue Dante en el Purgatorio. Fue tan atenta la la actitud del emperador, que se le atribuye un papel determinante en la aparición del soneto, una forma que adaptaba a las necesidades del siciliano formas prosódicas provenzales. No es improbable que el mismo Federico los haya escrito. Sin exagerar, decidió el destino de la lírica occidental con su decisión. Como escribió el profesor Vázquez Amaral, conocido por su impecable traducción de los Cantos completos de Pound, en ese momento la poesía se separó para siempre de la tradición oral y se acogió a la limitaciones de la escritura, “la poesía dejó de ser cantada”. No se conserva casi nada de la lírica en siciliano. Rápidamente, las invenciones formales de los miembros de la escuela de Federico, fueron llevados a Toscana por Guitone d’Arezzo, un modelo que sería perfeccionado por los fundadores del “dolce stil nuovo”, Guido Cavalcanti y Dante Alghieri. El poeta de la Commedia reconoce a Jacopo, con Guitone, la fundación del influyente dolce stil nuvo. Quiero escribir en estos cuadernos las dos primeras cuartetas el que tal vez sea el primer soneto que se conserva. Por desgracia, hemos perdido el original en siciliano, y lo que vemos aquí es el toscano que, después de Dante, se consagrará como el italiano que conocemos.
Io m’aggio posto in core a Dio serviré
com’io potesse gire in paradiso,
al santo loco ch’aglio audito dire,
u’ si manten sollazzo e riso.
Senza mia donna non vi vorria gire,
quella d’ha bionda testa e claro viso,
ché sanza lei non potería gaudere,
stando de la mia donna diviso.
Aunque es una forma de cierta complejidad (“artificioso”, lo llamó Juan Boscán), el esquema original del soneto, ABAB ABAB CDC DCD, era más accesible que las alambicadas maneras provenzales, de allí su gran popularidad hasta nuestro tiempo. El soneto sería perfeccionado por el genio de Cavalcanti y Dante hasta alcanzar su versión más influyente con Petrarca. A España, llegó tardíamente, casi tres siglos después de Iacopo da Lentini y Guitone d’Arezzo. No obstante, en castellano habrían de escribirse muchos de los mejores sonetos producidos en cualquier lengua. Como este del divino Garcilaso:
Escrito está en mi alma vuestro gesto
y cuanto yo escribir de vos deseo,
vos sola lo escribiste; yo lo leo,
tan solo que aun de vos me guardo en esto.
En esto estoy y estaré siempre puesto,
que aunque no cabe en mi cuanto en vos veo
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.
Yo no nací sino para quereros,
mi alma os ha cortado a la medida;
por hábito del alma misma os quiero.
Cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací por vos tengo la vida,
por vos he de morir, y por vos muero.
En su versión original, el asunto del soneto, como en el de Garcilaso, era la experiencia amorosa sublimada. Aunque a diferencia del español, para Jacopo y todos sus secuaces del dolce stil nuovo, el amor era una idea, como en Platón. Para Garcilaso, arrojado hijo del viejo Gracilaso de la Vega, amigo personal de Carlos V, la dama de su poema es de piel y sangre. Se llamaba Isabel Freire y no era una idea, sino el cuerpo tibio y liso, de la mujer amada. Un siglo después de Garcilaso, con el deterioro indeclinable del imperio español, el soneto se ampliaría para incluir la política entre sus asuntos. Tal el caso de uno de los mejores del idioma, debido a Francisco de Quevedo, en el cual, hablando de su salud, canta el tramonto irreversible del brillante imperio de Carlos V en las manos de su biznieto Felipe IV. Que fue cómo lo entendieron los censores cuando lo exilaron de la corte, para que pasara el resto de los días en el duro y frío encierro castellano en su propiedad familiar de Juan Abad.
Miré los muros de la patria mía
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salíme al campo, vi que el sol bebía
del monte los arroyos desatados
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurto su luz al día.
Entré en mi casa, vi que amancillada
de antigua habitación era despojos;
mi báculo más corvo y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé lugar en qué poner ojos
que no fuese recuerdo de la muerte
En Hispanoamérica, el soneto fue favorecido por sus vates desde los días de la colonia. Ya en tiempos post-coloniales la región contó con consumados exponentes. Recuerdo ahora sólo a Gorostiza en México, Martín Adán en Perú y Neruda en Chile. No soy el mejor lector de poesía venezolana, pero no recuerdo ningún gran sonetista y sólo recuerdo un soneto tal vez digno de memoria, “A un caballo blanco”, escrito por Ana Enriqueta Terán hacia 1949:
Qué fragor en las crines, qué lamento
de cuello hasta los belfos conquistado,
resbaladas llanuras al costado:
¡caballo blanco por mi solo intento!
Copian sus ojos el paisaje lento
y un árbol en el fondo gime anclado,
los tintes del azul y del morado,
trepan sus ancas, siguen en el viento.
Huye de mí, se pierde en la verdura
de las yerbas crecidas, adelanta
su pecho hasta el poniente y la espesura,
huye de mi como una racha oscura
y blanco desde el pecho a la garganta
en el fondo de mi canta su albura.
No escribió sonetos mi generación ni, que yo recuerde, la anterior, la de Barroeta y Montejo, ni la del 57, la de Sanoja Hernández y Acosta Bello, Sucre y Pérez Perdomo, Ovalles y Cadenas, Por mi parte, he incursionado una sola vez en esta forma con Tristia, que la integran dieciocho sonetos en versos libres sin rima, dispuestos de acuerdo al esquema privilegiado por los poetas anglosajones, tres cuartetas y un pareado.
Alejandro Oliveros
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