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Diario literario 2024, mayo (parte III): Cernuda peregrino, Petzold: “toter man”, el Edipo de Anouihl, Stephen Crane
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Milán, sábado 11 de mayo de 2024
Cernuda peregrino
Desde Madrid, Sandra Caula me recuerda este poema de Luis Cernuda, “Peregrino”, escrito en México, una de las etapas de su destierro. Cernuda es el exiliado eterno, el tránsfuga a lo largo de países y continentes en un tiempo donde el exiliado era una figura constante a lo ancho de Europa y los Estados Unidos. Incómodo al triple, por poeta, simpatizante comunista y homosexual. José Emilio Pacheco, quien debe haberlo conocido durante sus últimos años, escribió: “De una arisca soledad, cercada de rencor por todas partes: legítima defensa de un ser vulnerable en extremo, de un caído en el infierno que acepta el mal y, al expresarlo lo conjura”. Sevillano, como Antonio Machado y Gustavo Adolfo Bécquer, al cual siento, modernizado, en “Peregrino”, que es el poema de Sandra, mi primera lectura en este sábado de primavera:
PEREGRINO
¿Volver? Vuelva el que tenga
tras largos años, tras un largo viaje,
cansancio del camino y la codicia
de su tierra, su casa, sus amigos,
del amor que al regreso fiel le espere.
Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,
sino seguir libre adelante,
disponible por siempre, mozo o viejo,
sin hijo que te busque, como a Ulises,
sin Ítaca que te aguarde y sin Penélope.
Sigue, sigue adelante y no regreses,
fiel hasta el fin del camino y tu vida,
no eches de menos un destino más fácil,
tus pies sobre la tierra no hollada,
tus ojos frente a lo antes nunca visto.
Christian Petzold: Hombre muerto
Desde el 2022, cuando el Cine-Club Ambrosiano le dedicó un estupendo ciclo con tres de sus filmes más personales (Ondina, Wolfsburg, Tránsito), sólo había vuelto al cine de Christian Petzold, mi preferido entre los realizadores europeos de su generación, en enero de este año con Yella. Ahora, de la manera más inesperada, he dado con una de sus de sus producciones tempranas, Toter mann (2001), algo así como El hombre muerto. El guión es del mismo Petzold y la inteligente fotografía es del acostumbrado Hans Fromm, tal vez el mejor fotógrafo alemán de la actualidad. Cuenta la historia de una elaborada venganza cuya protagonista es una joven Nina Hoss, más bella que nunca y tan gran actriz como siempre. La dirección es puro Petzold, post-minimalista, con sus largos travellings que parecen rodados en slow motion; la matizada iluminación y su ahogado cromatismo de grises y amarillos. Los diálogos, reducidos al extremo, y en su lugar la más elocuente de las cámaras para sostener un matizado realismo. La soledad y la tristeza de la Alemania post-Muro, que la propaganda oficial ha querido disimular tras una máscara que no logra ocultar la mueca. Petzold, en esta, la segunda de sus películas, parece estarse bajando de la nave del realismo duro de la generación de Herzog, Fassbinder o von Trotta.
Milán, martes 14 de marzo de 2024
El tercer hombre (1)
Segundo día seguido en el cual nada tengo que escribir. Ni poesía ni nada. Es uno de esos conocidos círculos viciosos. Te deprimes por no escribir, y por no escribir te deprimes. Terminé de leer El tercer hombre, de mi querido Graham Greene. Se trata de una de las pocas ocasiones en las cuales el guión ha precedido a la novela, generalmente ocurre lo contrario. Hablado de Greene, recuerdo un largo trabajo del sobrino de Alexander Korda, publicado en The New Yorker hará más de cuarenta años. Ambos coincidieron en un crucero por el Mediterráneo en el yate de Korda, responsable de la producción de la película El tercer hombre. Cuenta el sobrino, quien terminó siendo amigo del novelista, que Greene, escribía todos los días una hora en la mañana. Con su reloj en la mesa, se cuidaba de no escribir ni más ni menos. Si el final de la hora lo encontraba escribiendo una frase, la dejaba sin terminar. Recogía sus instrumentos de trabajo y se iba a desayunar. Al sobrino de Korda, aprendiz de escritor, le decía que una buena página se lleva una hora para ser escrita. Escribiendo una hora todos los días, al final del año tendría trescientos sesenta y cinco páginas escritas, suficientes para una buena novela. Greene escribió mucho, y siempre bien. Su método es el más exigente. Se pueden escribir muchas páginas en un día, la exigencia es hacerlo todos los días. Salvo Greene, no conozco a nadie que lo haya hecho.
Milán, miércoles 15 de marzo de 2024
El tercer hombre (2)
Que el El tercer hombre, la película, es mejor que El tercer hombre la novela es algo que el lector sospecha después de la lectura de los primeros capítulos del libro. Una intuición que viene confirmada por el autor. En efecto, en un ensayo que se incluye como epílogo, el mismo Greene lo reconoce: “Para decirlo en pocas palabras, la película es mejor que la novela porque representa la historia de manera definitiva. Si bien no es una buena novela, nuestro lector queda holgadamente compensado con esta “Nota del traductor”. En realidad, es una especie de breviario del arte de escribir guiones cinematográficos. Nunca los he escrito, pero si algún día tengo que hacerlo seguiría al pie de la letra las indicaciones del novelista británico (también seguiría las de Fellini, si las hubiese escrito). Con poca experiencia como guionista (El ídolo caído, dirigida por Carol Reed), tuvo la suerte de ser llamado por el conspicuo productor británico Alexander Korda interesado en que escribiera el guión para una nueva cinta que dirigiría el mismo Reed. El empresario quería que escribiera algo sobre la Viena de ese momento, dividida en cuatro sectores bajo la administración de los aliados (Estados Unidos, Inglaterra, Francia) y la Unión Soviética. Cuenta Greene que, en ese momento, no tenía nada escrito que le sirviera de punto de partida. Apenas estas líneas: “Había dado mi último adiós a Harry una semana antes, cuando su urna era sepulta en la tierra congelada de febrero, y fue no sin desconcierto que lo vi pasar por el Strand, sin que mostrase señas de haberme reconocido, en ese grupo de extraños.” El genio de Greene es el de haber armado una apasionante historia a partir de ese detalle: el de un hombre que va al entierro de un amigo y, en el mismo momento en que lo están enterrando, lo ve pasar por la calle. Y de eso se trata la historia del “tercer hombre”, de un muerto que estaba vivo. Desde el principio, Greene pensó en escribir un guión, no una novela para ser adaptada: “Aunque no estaba destinada a su publicación, El tercer hombre, debía ser, primero que nada, un relato, antes de comenzar a trabajar en lo que parecían las interminables transformaciones que van de una versión a la otra”.
Milán, jueves 16 de mayo de 2024
El Edipo de Jean Anouilh
Edipo es uno de los grandes topoi (lugares, temas) de la literatura occidental. Homero no lo trató, pero lo sugirió. Una sugerencia que sería desarrollada por los autores de la épica post-homérica. Uno de ellos cantó y contó una inquietante secuela de la Odisea. De acuerdo con esta versión, Ulises ha dejado de ser lo que siempre quiso ser, un rey sedentario y se ha convertido en un nómada, un adicto a la aventura marinera. Un día decide abandonar Itaca y en su nueva errancia regresa a la isla de Circe. Tiempo después, Telémaco sale por segunda vez en su búsqueda a cumplir con su edípico destino. Esta vez encuentra a Ulises y, en singular encuentro, le da muerte. Como premio, la hermosa maga, una imagen desplazada de Penélope le concede los placeres indescriptibles de su mullido lecho. La fijación edípica conoce una tregua en Roma. Eneas no tiene problemas con su padre. Lo contrario y, en acción digna de émulos, carga a Anquises, su viejo padre, en los hombros y lo ayuda a escapar de la destrucción de Troya. Por su parte, Nerón, en lugar de enamorarse de su madre, Agripina la intrigante, le da muerte. La Edad Media no supo mucho de mitos ni pulsiones que no estuvieran marcadas por el nuevo culto traído del Medio Oriente. Durante el Renacimiento, el mito de Edipo habría de renacer de la manera brillante con Shakespeare y su Hamlet. Trescientos años después, un psiquiatra hebreo de Praga trató de convencernos, y convenció a no pocos, que un complejo de Edipo condicionaba de manera determinante nuestra conducta. Y consideró que debíamos reconocer que, consciente o inconscientemente, nos sentíamos eróticamente atraídos por nuestras madres (padres en el caso de la mujeres) y guardábamos un hondo resentimiento contra nuestros padres (o madres). Las versiones edípicas en la literatura pueden ser incontables. Recuerdo una estupenda tesis de grado de un alumno de la UCV en la que se presentaba un minucioso inventario de estas variaciones. A comienzos del siglo XX, el mito fue popularizado por la versión teatral Stravinski-Cocteau. Y, más tarde, por André Gide con su pieza de 1930, Edipo. Cincuenta años después, Jean Anouilh estrenó su drama Edipo o el rey aburrido. Anouilh es más fiel a Sófocles que Gide. En el prólogo a su drama escribió: “Me introduje en la tragedia de Sófocles como un ladrón, pero como un ladrón escrupuloso, enamorado de su botín. Miembro distinguido de una burguesía que Sófocles no conoció en profundidad, el Edipo de Anouilh disminuye la intervención religiosa que en el griego es esencial. Sigue siendo una tragedia, pero sin las connotaciones metafísicas del original. No sé cómo será en escena (fue estrenada en 1978 y publicada sólo en 1986), pero leerla ha sido un placer. La “prosa dramática” de Anouilh es elegante y efectiva. Algunas escenas son memorables, como la discusión entre Edipo y Tiresias. O aquella donde aparece el Mensajero para ponernos al tanto de lo que ocurrió con el rey tebano cuando fue descubierto su crimen. Esta es una traducción apresurada del esmerado original:
En el fondo de la habitación, erguida, pero sin que sus pies tocaran el suelo, nos miraba Yocasta colgando de su roja bufanda. Hubo un instante de silencio, y, después, Edipo, quien gritaba como un loco, soltó y cortó el nudo, y el cadáver cayó sobre él, derribándolo. Y así estaba, en el piso, con el cuerpo en sus brazos de la que había sido su esposa amada y madre. Entonces, el tiempo se detuvo, parecíamos figuras de cera mientras todo permanecía en suspenso en el cuarto. Hasta que por fin Edipo se movió, y lo que hizo nos llenó de terror. Tomó las agujas de oro que adornaban el vestido de la muerta, y vociferando como un animal, se las clavó con furia en los ojos gritando: “No quiero volver a ver. No quiero más nunca volver a ver”. Levantaba sus pobres párpados y se los golpeaba sin cesar, y la sangre brotaba y corría por sus mejillas, pero no gota a gota, sino como una lluvia negra o una granizada de guijarros ensangrentados.
Milán, viernes 17 de mayo de 2024
Crane poeta
Después de las primeras cien páginas, devolví a la biblioteca la biografía que el recién desaparecido Paul Auster dedicó a Stephen Crane (1871-1900). Demasiado larga, (800pp), demasiadas páginas dedicadas a episodios irrelevantes. Pero no todo es naufragio, ni mucho menos. Le debo Auster la revelación de Stephen Crane como poeta, de todos conocido por su gloriosa, Red Badge of Honour ( La roja insignia del valor). Un derivado de novela que es una pequeña épica, abundante en acciones heroicas y expresiones admirables. Auster, quien fue un buen lector de poesía y afortunado traductor de Mallarmé, se detiene (aquí ha debido detenerse más) a revelarnos una lírica original, y acaso necesaria en estos tiempos de devaluación estética. Las tres poesías pertenecen al único poemario de Crane, The Black Riders (1897):
¿DEBERIA EL ANCHO MUNDO ALEJARSE?
¿Debería el ancho mundo alejarse?,
dejando atrás el terror negro
y la noche sin límites;
sin Dios, ni hombre, ni lugar para estar.
Sería para mí esencial
si tú y tus blancos brazos estuvieran allí
y la caída en la perdición estuviera lejos.
EN EL DESIERTO
Vi en el desierto
una criatura, desnuda, bestial,
arrodillada en el suelo,
Tenía su corazón en las manos
y se lo comió.
Le dije: ¿Se siente bien, amigo?”
“Es amargo, amargo”, respondió.
Pero me gusta,
porque es amargo
y es mi propio corazón.
EXPLICO EL PASO PLATEADO
Explico el curso plateado de un barco por la noche,
el barrido de cada triste ola extraviada
El auge del esfuerzo del acero,
el pequeño grito entre dos hombres,
una sombra cayendo a través de la más gris de las noches
y el naufragio de la pequeña estrella.
Después el desperdicio lejano de las aguas
y el suave latido de las negras olas
durante un tiempo largo y solitario
Recuerda tú, oh barco del amor,
que dejas un desperdicio de aguas,
y el suave latido de las negras olas
durante un tiempo largo y solitario.
Stephen Crane escribió en la misma época del inmortal Walt Whitman. En probable que a algún lector se le ocurra decir que ve más modernidad en Crane que en el bardo de Hojas de hierba.
Alejandro Oliveros
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